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Me callé y colaboré. Hizo que me sentara y me quitó el albornoz hasta la cintura. Me sentí desnudado por una mujer hermosa pero igual que si fuese manco. No pude moverme. Con aquellas luces, su rostro y su cuerpo lo formaban un sinfín de claroscuros luminosos. Temí hacer algo y que me rechazara. Temí no hacerlo y parecer idiota. En algún lugar de sí misma, sus verdades y sus mentiras me confundían. En silencio, pero creo que sabiendo lo que yo pensaba de la situación, me ayudó a tenderme boca abajo.

– Ahora relájate.

Lo intenté.

Comenzó a ponerme crema, a masajearme la espalda, sobre todo la parte afectada por el golpe. Me dolía, pero ahora me pudo más la sensación de placer. Lo hacía bien, casi como una profesional. Deseé que dijera algo, para desconcentrarme, pero no habló. Se empleó con eficiencia. Tanta que no pude evitar la excitación. Para cuando terminó yo no podía ponerme en pie.

– Esto ya está -suspiró-. ¿Mejor?

– Sí.

– Bien.

– ¿Te importa que siga tumbado un par de minutos?

No me gustó su sonrisa de superioridad. Lo sabía. Lo sabía y me jodía. Guardó las cosas y ahorró cualquier comentario. Imaginé que se sentía superior a mí porque me tenía donde quería, boca abajo, inútil y excitado. Quizá para ella fuese un juego, una forma de olvidar el mal día que habíamos pasado. Pero nunca es un juego. Demasiada carne a la vista. Demasiadas cosas juntas.

Julia apoyó el codo derecho en el respaldo del sofá y la cabeza en su mano.

– ¿Te quedas, no?

– Sí.

– ¿Y mañana?

– Llamaremos a la policía.

– ¿Lo contarás todo?

– Espero poder dejarte al margen, si es eso lo que te preocupa -mentí deliberadamente.

Me creyó, o quiso creerme. Su mano libre volvió a mi cuerpo. Me acarició la espalda hasta llegar a una de las mías. La presionó con algo más que ternura.

– Gracias -susurró.

– Todavía no me las des.

El maletín negro atrajo su atención una vez más.

– ¿Y el dinero? -quiso saber.

– ¿Qué pasa con él?

– ¿También vas a devolverlo?

– Por supuesto.

– ¿A quién se lo vas a devolver?

Era una buena pregunta. ¿Al cabrón de Constantino Poncela, que me había hecho machacar y que ni siquiera podía denunciarlo sin haber recuperado sus negativos o confesar que era víctima de un chantaje por tener una amante espectacular? ¿A la policía? ¿Cómo justificaba entonces mi presencia en el montaje de ese mucho chantaje?

De cualquier forma, no me gustó la intención del tono de Julia, ni la forma en que me presionaba la mano en ese momento.

Me incorporé.

– ¿No pretenderás…?

– Por supuesto -me confirmó ella.

– Pero eso sería un robo.

Pronunció sus dos siguientes palabras con una entrañable ternura, como si hiciera el amor, tiernamente.

– Eres idiota.

– Supongo que sí -reconocí.

– Idiota o rico.

– Sólo idiota.

– Escucha -se acercó a mí, inclinándose hacia adelante. Me estaba seduciendo y lo sabía, pero no hice nada. La camisa se abrió y de soslayo vi parte de lo que contenía, aunque no pude dejar de mirarla a los ojos-. Tal y como lo veo yo, ese dinero está perdido, y no creo que el tal Poncela lo necesite. Es tuyo, te pertenece. Te lo has ganado.

Era generosa. El dinero era mío.

– No lo es -certifiqué.

– Constantino Poncela no te conoce. No tiene ni repajolera idea de quién eres.

– Mi fotografía sale casi todos los días en el periódico.

– ¿Y qué? No puede hacerte nada.

– Eso lo dirás tú.

– ¡Vamos, Daniel! ¡Piensa!

– ¿Como tú?

– Sí, como yo. Yo aprendí a pensar. -Se puso más tensa y vehemente-. Y sé agradecer un regalo cuando me lo dan. Esto es un regalo. -Señaló el maletín-. Un regalo caído del cielo.

– Julia, cuando haya la investigación, que la habrá, todo acabará saliendo a la luz, los chantajeados por Álex y Laura no van a quedar en el anonimato. La policía irá a verlos, aunque es posible que no se den nombres. Nunca te juegues tanto por tan poco.

– ¿Llamas poco a sesenta mil euros?

– Olvídate de los euros -recapitulé-. Piensa en Álex.

– ¿Qué pasa ahora con Álex? -Puso cara de fastidio y arrastró cada palabra.

– Se supone que he hecho su trabajo. Querrá saber qué ha pasado y el resultado será el mismo. Sesenta mil euros son sesenta mil razones para que se interese mucho por el tema.

– ¡Álex, Álex, Álex! -gritó en un arranque de ira-. ¡Estoy harta de oír ese nombre!

Yo lo estaba aún más, pero no se lo dije.

– Pensaba que aún lo defendías.

– ¿Yo? ¿Y si es verdad que él mató a Laura?

La miré aturdido.

– Dios -exclamé-, hay que ver lo rápido que actúa un buen fajo de billetes sobre el ánimo de la gente.

Se puso en pie de un salto y se quedó así, frente a mí, temblando de ira, con los puños apretados y una de sus expresiones de gata salvaje en el rostro. No supe si iba a marcharse o a echarse sobre mí para atizarme.

– Cariño, supongo que no has tenido que sudar por cada puñetero euro que hayas podido ganar -me dijo.

– Cariño -le respondí en el mismo tono-, no me han llovido del cielo.

– Eres un mierda.

– Ya.

– ¡Di lo que piensas, vamos!

– No pienso nada, ¿qué te pasa?

– ¡Sí lo piensas! -Temblaba casi a punto de descontrolarse-. ¡Estás pensando: «Joder, esta tía buena me va a contar una de indios, y yo aquí, en bata, empalmado, y ella medio desnuda! ¿Qué hago? ¿La creo o no?». -Volvió a gritar-: ¿Es eso o no? ¡Coño, Daniel, dilo! ¡A fin de cuentas eres como todos! ¡Lo eres!

– ¿Por qué estás siempre a la defensiva? -Traté de calmarla sin levantar la voz, aunque casi me había 'puesto rojo-. ¡No pensaba en nada de lo que estás diciendo!

Fue extraño.

Se produjo una transformación radical, casi el final de una combustión espontánea. La ira la llenó tanto de tensión que acabó abrazándose a sí misma y luego se puso a llorar. Me levanté al instante, sin darme tiempo a ponerme el albornoz por arriba, que no se me cayó gracias a que el cinturón aún colgaba de la cintura, aunque sin mucha presión. Cuando la rodeé con mis brazos el contacto la hizo reaccionar.

Dio un paso atrás, me apartó y, mientras sus ojos me taladraban como cristales de roca, me soltó una tremenda bofetada que me dejó descompuesto y aturdido.

Me dolió.

No esperaba esa reacción, así que me dolió, y no en lo físico.

Luego ya no sé quién dio el primer paso, aunque creo que fuimos los dos. En menos de tres segundos estábamos besándonos como locos, como si el mundo fuese a terminarse ya mismo. Mis manos encontraron todo un espacio abierto bajo su camisa y las de ella fueron rápidas para quitarme el albornoz del todo.

Teníamos el sofá allí mismo.

Pero por alguna extraña razón, minutos después, o más o menos, no lo sé, porque no me di exacta cuenta de que nos estuviéramos moviendo, me vi en su habitación, en su cama con el colchón de agua, meciéndonos por aquel suave oleaje.

– ¿Iba incluida en el alquiler del piso? -le susurré.

– No. -Me pasó la lengua por los ojos, para que los cerrara, y después lo hizo por la boca-. Ya pago bastante al mes por todo lo demás. La cama es mía.

Volví a abrir los ojos. Quería verla.

– Entonces eres una caprichosa.

– Sí.

– Me gusta.

– Cállate, ¿quieres?

Todo en su cuerpo era increíble.

Y la escena.

Así que no recuerdo que dijéramos nada más.

XXVIII

A pesar del éxtasis sexual, no tuve lo que se dice buenos sueños. Tampoco sé cuándo me dormí, ni falta que hace. Desde luego no fue antes de las tres horas, cuando dejamos atrás todo un universo de sensaciones que me llevaron a un mundo desconocido para mí. Me pudo el cansancio, porque yo habría deseado seguir despierto, y continuar, continuar, continuar…