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Y yo me cansé de ser una buena persona.

Nunca he pegado a nadie, y menos a una mujer, pero tuve que hacerlo, en defensa propia, a la manera en que Glenn Ford pegaba a Rita Hayworth en Gilda. Mi primera bofetada le hizo girar la cara. Se le soltó el nudo de la camisa y acabó con los pechos al aire. Los tenía preciosos, naturales. Era imposible olvidar su tacto tan rápido.

Creo que por eso capté la escena, de pronto, a cámara lenta. Una película más. Llevaba el día recordando más y más películas. Ahora era una de Sam Peckimpah. La segunda bofetada, por el otro lado, la obligó a doblar el cuerpo y las rodillas. Eso me dio ventaja. Salté sobre ella y la arrinconé en el sofá, con mi peso aplastándola. Aun así luchó, pataleó, e intentó defenderse con rebeldía. Le di la tercera bofetada.

Y una cuarta.

No, no era como hacer el amor.

Se rindió a la quinta.

Dejó de luchar, de resistirse. Un hilito de sangre le caía por la comisura de su labio. Tenía los brazos abiertos y respiraba con fatiga. Los pezones duros, como cada vez que se excitaba para lo bueno o lo malo. Su energía estaba concentrada en los ojos y en la mirada asesina. No recuerdo que nadie me haya mirado con tanto odio.

– Estás loca -jadeé.

Dejé transcurrir unos segundos, para hacerle comprender que podía ser peor. Tuvo que aceptarlo. Me levanté de encima de ella despacio, acalorado, y cerré el puño derecho para mostrárselo. No se movió. Reculé hacia atrás sin darle la espalda y llegué de nuevo hasta el bolso.

– Veamos qué hay aquí que te preocupa tanto.

– Daniel, no lo hagas.

Ahora empleó la súplica.

Tomé el bolso dispuesto a echar su contenido sobre una butaca, lo más alejado de ella.

– Daniel, esto puede ser maravilloso, por favor. Lo de esta noche… Puede repetirse, ¿entiendes? Todas las noches, si quieres.

Desparramé todo aquello en la butaca.

Es curioso, lo primero que vi fueron las llaves del coche de Poncela. Me las metí en el bolsillo, junto a las del piso de Laura, las del Mini y las de mi casa. Parecía un cerrajero. Pero a continuación, por entre aquella amalgama de peines, cepillos, el spray antivioladores, sus propias llaves, la cartera y más cosas, lo que me golpeó a los ojos fueron las fotografías.

Unas eran grandes y estaban dobladas; otras, pequeñas. También había dos sobres de color marrón claro. Lo saqué todo para examinarlo mejor sin perder de vista a Julia. La vi hundirse en el sofá y apoyar la cabeza en el respaldo con los ojos cerrados.

Las fotografías, grandes y pequeñas, eran de Laura y de Álex. Había un par de él, las más destacadas, tan guapo y macizo como le viera en las del piso de Elena Malla, en plan modelo. En el resto, Laura y su novio mostraban diversas poses triviales, familiares, como las de cualquier pareja. En el campo, en una boda, en cualquier parte.

– Fuiste otra vez al piso de Laura a por estas fotos -comprendí-. Tú te las llevaste después de todo.

Julia no dijo nada.

– Esto sólo tiene una lógica, querida -continué a medida que la luz se hacía en mi mente-: Querías borrar toda huella de Álex en ese piso, toda relación entre Laura y Álex.

Nuevo silencio. Más luz.

– Pero no te llevaste las fotos para proteger a Laura, sino para… protegerle a él.

Julia apretó las mandíbulas.

– Dios -exclamé-, ¿qué coño tiene ese Álex?

Dejé las fotos y abrí los sobres de color marrón. Si la sorpresa inicial había sido fuerte, ahora la que siguió fue aún más contundente. Me bastó descubrir la primera de aquellas imágenes para verlo, por fin, todo claro.

Laura y Constantino Poncela.

Aquello era algo más que hacer el amor. Era una suerte de posiciones, detalles, hechos, coyunturas y situaciones. Todo un espectáculo digno de la más porno de las revistas. Y con profusión de primeros planos. Estaban en la cama de Laura, en la habitación del espejo. No había ninguna duda al respecto. Me pregunté qué clase de tipo es capaz de tomar todo aquello viendo cómo su propia chica es la protagonista.

Las fotos no eran muy buenas, pero sí muy claras.

El otro sobre contenía los negativos. Cien o más.

Julia volvía a mirarme.

– Pudiste haberte ido de aquí feliz y satisfecho, y regresar -me dijo-. Pero has tenido que estropearlo lodo.

– Fin del romance. -Título de otra película. Ralph Fiennes y Julianne Moore.

– Tú lo has dicho, capullo.

Guardé los negativos en su sobre, y éstos y las fotos en el bolsillo de mi chaqueta. Julia me miraba con una mezcla de desesperación y frustración, sin taparse el pecho, con el pelo tan revuelto como su vida.

– ¿También vas a llevarte eso? -me escupió.

– Aunque no te lo creas, será mejor para ti -le dije-. Acabarías quemándote con todo esto.

– Pero qué estúpido eres, cielo -lamentó con amargura-. ¿De veras crees que me proteges? ¿De dónde coño has salido? ¡El último de los románticos! A lo mejor con un polvo ya te has enamorado de mí.

– Fueron tres -le recordé.

– Vete a la mierda -suspiró.

– Dime algo: ¿tú también estás metida en esto, con Laura y Álex?

– ¡No!

– Entonces, además de querer protegerle borrando su rastro del piso de Laura, te llevaste esas fotos y esos negativos para continuar tú con el chantaje. Por esta razón llamaste a Ágata Garrigós. Espera, espera… -Una nueva ráfaga de luces irradiaba mi mente. Todo estaba allí, se hacía claro-. Laura esperaba a Álex ayer por la mañana, por eso los negativos estaban en su piso. La matan, tú los encuentras y te los llevas por si acaso. Vas a casa de Álex y no está. Misterio. Vuelves, llamas, y lo mismo. Más misterio. Álex ha desaparecido, pero… no se habría ido sin los negativos, así que o Álex ha matado a Laura, cosa rara porque tú sí te llevaste sus fotos y en cambio él no, o Álex… también está muerto.

– ¿Qué estás diciendo? -Me miró como si estuviese aún más loco.

– Vamos, cariño. Suma dos y dos. Tenemos dos historias: la de Álex y su desaparición por un lado, y la del chantaje a los Poncela por el otro. Mientras buscas a Álex, no pierdes de vista el negocio, el doble chantaje: venderle a Constantino Poncela los negativos, y a su mujer las fotos. Nena -silbé-, eres la hostia.

Había algo más. Algo a lo que tenía que enfrentarme de una vez. La noche anterior, entre aquel paroxismo sexual, debí de haberlo pensado en algún momento. Ahora era el último interrogante que me quedaba para cerrar el círculo.

Saqué la agenda electrónica del bolsillo de mi chaqueta y fui al teléfono. Busqué «Carol» y marqué el número. Julia me miraba sin saber qué estaba haciendo, pero lo comprendió cuando empecé a hablar.

– ¿Agencia Universal? -dijo la voz de Carol.

– Quisiera un servicio completo para el fin de semana.

– Muy bien señor.

– ¿Puedo pedirle a Julia Pons? Me la han recomendado.

– Por supuesto, señor. -La mujer del teléfono expresó su complacencia-. Una gran elección. Es una de nuestras señoritas más jóvenes y bellas, y muy reciente en nuestra casa. Quedará satisfecho, sin duda.

Ya lo había cerrado.

Era suficiente. Colgué.

Esta vez la sonrisa de Julia me desarmó.

– No deberías quejarte, encanto -me dijo-. Lo que hice anoche vale mil quinientos euros, sin contar con que te salvé el pellejo.

XXIX

Me sentí muy cansado.

Adiós a las caretas, de vuelta a la realidad.

Viva la realidad.

– No deberías dedicarte a esto, ¿sabes? -dije con admiración-. Sabía que mentías en muchas cosas, pero tendrías que ser actriz. Todo lo de anoche, las lágrimas, la pelea, el polvo…

– Oh, el polvo -siguió sonriendo.