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– No.

– ¿Para hacer una cura de desintoxicación?

– Sí.

– ¿Lo sabía Álex?

– Álex sabía que ella estaba al límite. Por eso iba a liquidar el negocio igualmente. El dinero de Poncela era nuestro retiro. Pensaba dejar a Laura y que nos marcháramos los dos juntos. Todo estaba ya preparado. Nada de lo que hay aquí es mío. El piso es de una amiga que está lucra.

– ¿Así de fácil? ¿Una luna de miel?

– ¡Me quiere! -gritó de aquella forma que más parecía escupirte cada palabra a la cara-. ¡Poncela ha sido el pez más gordo que ha tenido!

Traté de imaginarme al redimido Álex y no pude. A pesar de todo, sentí lástima por Julia. Lástima de su ingenuidad casi infantil.

– ¿Sabía Laura algo de lo vuestro?

– No.

– ¿Estás segura? Una mujer intuye esas cosas.

– No quieras cargarme el muerto -me advirtió-. Yo tampoco la maté. Ni le hubiera hecho lo que le hicieron. Está claro que un cliente se vengó y se pasó. Lo del cava… Ella siempre bebía cava, les rociaba con él y… También era muy buena con el vibrador. -Se descompuso un poco al recordar-. Y luego están las paredes pintadas con su sangre y todo eso de «CERDOS».

«CERDOS.» En plural.

Y quien se estremeció entonces fui yo.

La respuesta había estado ahí desde el comienzo: Laura y Álex.

Tenía su lógica.

Y le daba la razón a mi instinto con aquella idea que llevaba colgada desde hacía rato sin saber por qué, sin ningún fundamento a pesar de la suma de evidencias.

Álex.

Fui a por el maletín. Lo cogí de nuevo y miré a Julia por última vez… de momento. En ella todo era sorprendente.

– Adiós, cariño -le deseé como si fuera un marido ejemplar.

Seguía como la había dejado, sentada, con la camisa abierta y los senos al aire. Es curioso, ya no sentía nada especial. No se los había vuelto a mirar con fijeza desde hacía rato. Era la viva imagen del deseo, pero yo acababa de curarme.

Del todo.

Aunque nunca iba a olvidarla.

– Cuídate, Julia -me despedí.

– Vete a la mierda -me deseó ella.

La dejé igual que se deja una isla perdida en mitad del ojo del huracán.

XXX

El Audi blanco de Constantino Poncela lucía una hermosa multa en el parabrisas. Y menos mal que no se lo había llevado una grúa celosa de su deber. La recogí y se la puse en la guantera, con la pistola, para que fuera un buen ciudadano y la pagara. Dejé el maletín en el asiento contiguo y pensé en mi Mini, aparcado en lo alto de la calle Balmes y sin cerrar con llave, aunque no creí que nadie fuera a robármelo ni siquiera por el book de fotos de Laura.

Esperé cinco minutos.

Julia no salió de su casa.

Convencido de que esta vez no iba a seguirme, arranqué, bajé de la acera y me sumergí en el tráfico matutino. Miré varias veces por el espejo retrovisor y nada. Eso me tranquilizó. La idea de ir a mi casa para cambiarme de ropa fue apartada nada más aparecer. Ya no quedaba más tiempo.

La calle Pomaret estaba desierta, tanto como Iradier y la perpendicular, Inmaculada. Eso me confortó. Situé el coche de forma que pudiera salir a escape si era necesario, en doble fila al lado del vado de la casa, y me apeé con una aprensión extraña en el estómago.

La noche anterior yo había cerrado la puerta de la cancela. Sin embargo, estaba abierta. Como dos palmos.

Fui a la puerta principal y llamé. Primero, la seguridad, por si acaso. Los dos tonos de la campanilla repiquetearon dentro, pero eso fue todo. El silencio posterior fue la única respuesta. También apliqué mi oído sobre la madera y contuve la respiración. Ocurrió lo mismo: nada. Cuando estuve seguro de que allí dentro no había nadie, aun a riesgo de pasarme de precavido, rodeé la casa para dirigirme directamente al garaje.

Cuando llegué bajo el ventanuco de cristal emplomado me detuve en seco.

Alguien, otra vez, había tenido la misma idea que yo.

Debajo vi dos banquetas de madera y varias cajas que formaban una tarima elevada. Fuese quien fuese el culpable de aquello, se había tomado su tiempo sin problemas. Algunos tiestos del jardín hacían de peldaños. Máxima comodidad. El duro vidrio había sido roto con una maza y no quedaba ni rastro de él, ni siquiera por los lados. Quienquiera que hubiese entrado por allí no quería cortarse.

Aquello lo habría hecho yo el día anterior de no haberme interrumpido Julia.

Y, si no fuera porque había estado con Julia toda la noche, habría pensado que ella…

¿Toda la noche?

Eso no podía jurarlo, aunque era casi imposible que ella saliese, hiciese lo que fuese allí dentro y regresase a su casa antes de que yo despertara.

Solté un taco, pero no perdí más tiempo.

Me encaramé a la pila de tiestos y madera. La estabilidad era buena. Eso me convenció de que quien hubiese hecho servir ese camino para entrar, no lo utilizó para salir. Eso lo hizo por la puerta principal y sin problema, cerrándola, aunque se olvidase de la cancela en su prisa. Cuando llegué arriba fue fácil meter el cuerpo por el hueco. Ni siquiera tuve que hacer un esfuerzo especial o cualquier tipo de filigrana para pasar las piernas, darme la vuelta o aterrizar al otro lado. Aquello tanto podía hacerlo una mujer como un niño. Por dentro había unas estanterías. Perfecto. Me serví de ellas para alcanzar el suelo, siguiendo el mismo camino que el intruso o intrusa de la noche pasada.

El deportivo de color rojo de Álex estaba allí. Me acerqué. No sólo era rojo el coche. También lo era la sangre que inundaba su blanca tapicería y el suelo. Y el vestido femenino del asiento contiguo al del conductor.

Sangre seca.

Muy seca.

La puerta del lado del conductor estaba abierta, lo mismo que la que comunicaba el garaje con la casa. El rastro de sangre iba del coche a ella, como si alguien se hubiese arrastrado a duras penas, con evidente dificultad. Seguí la pista procurando no meter la pata, es decir, sin pisar la sangre por seca que estuviese. Antes de meterme en la casa cogí un guante de mecánico que colgaba de un clavo. El de la mano derecha. Bastantes debía haber en casa de Laura pese a mis precauciones.

No tuve más que seguir la sangre.

Me condujo igual que un sendero abierto sobre el terrazo. Pasé por un distribuidor, un corto pasillo, la confluencia de la cocina y la sala…

En ella estaba el cadáver de Álex.

Y encima de él había un débil, muy débil rótulo escrito en la pared, en el que leí la palabra «CERDO» trazada con su sangre.

Me acerqué despacio, examinándolo todo. Se había quedado boca arriba, al lado de una mesita volcada. Junto a la mesita vi el teléfono, no inalámbrico precisamente, sino antiguo, decorativo, una figurita de Snoopy de la que pendía un auricular como los de antes. Al caer Álex, mientras intentaba llamar a alguien antes de morir, quedó descolgado por efecto del golpe.

Pero eso no era todo.

En primer lugar, el cadáver tenía la parte del asiento de un inodoro incrustada en la cabeza, a modo de collar, y la tapa por sombrero. En segundo lugar, un enorme charco de sangre, bajo él, indicaba que allí era donde, finalmente, se había desangrado. En tercer lugar, me bastó una ojeada para darme cuenta de que tenía dos tipos de heridas. En el pecho tenía dos o tres cortes de los que había manado toda la sangre. Además, los cortes del estómago, el cuello y el sexo no tenían sangre, porque cuando se las dieron ya no le quedaba ni una gota.

Toqué una de sus manos.

Álex llevaba muerto más de un día. El rigor mórtis no mentía.

Así pues, quien hubiese entrado por el ventanuco le había vuelto a acuchillar con saña aunque ya fuese un cadáver.

Miré al hombre que durante todo el día me había estado persiguiendo mentalmente mientras yo le perseguía a él físicamente. Ya no estaba tan guapo. Sus ojos abiertos miraban incrédulos hacia ninguna parte, y el cabello largo se desparramaba igual que una aureola por encima de sus hombros. Al bronceado le suplía la palidez cerúlea de la muerte.