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No sentía simpatía por él.

Pero eso ahora ya era lo de menos.

– Te han jodido, chico -le dije.

Me di cuenta de que las preguntas volvían a surgir.

Unas, las viejas, quedaban contestadas, pero nacían otras nuevas. Ya no podía seguir más con todo aquello.

Aun así, me zumbaron los oídos.

Suele sucederme siempre cuando las ideas se me atropellan, cuando estoy delante de algo y no sé reconocerlo, cuando siento que estoy cerca pero ignoro la dirección de mi siguiente paso.

La escena del crimen de Laura. Aquella nueva escena en casa de Álex. La decoración de ambas era como el grito del asesino, su firma.

El que había entrado por el ventanuco le asestó las puñaladas cuando ya estaba muerto, de acuerdo. También le puso la tapa del inodoro, de acuerdo. E hizo la pintada, sólo una y a duras penas, porque en ese momento la sangre ya estaba muy seca.

A Álex lo habían herido en otra parte, y lo habían dado por muerto.

La sangre en el recibidor del piso de Laura.

Me aparté de él. La casa estaba cerrada, pero ya había un par de moscas, tal vez coladas por el ventanuco del garaje. Me recordaba demasiado a mi vecina y, sin tocar nada, eché un vistazo a la torre. Habían arrancado la tapa del cuarto de baño. Aparte de eso no había ningún registro. El piso de Laura estaba destrozado, y su ropa, rota y despedazada. Allí no. La irrupción del de las puñaladas una vez muerto se había concentrado tan sólo en eso. Rápido.

Yo sí registré el lugar.

Metódica y exhaustivamente.

Empecé por el baño, la cocina, un par de armarios empotrados y la habitación de Álex. En ella vi una cama con el colchón de agua, marca de la casa. En el armario había una colección de ropa digna de un ejecutivo de altos vuelos. Camisas, jerséis, trajes y zapatos; todo caro, aunque con notas horteras. En un cajón me encontré una docena de relojes, sortijas y gemelos de oro. No faltaban el Rolex y el Cartier. Los gustos caros de Álex se correspondían con sus negocios y la facilidad con que tenía para encontrar a sus chicas. En el resto de los cajones, lo habitual, calzoncillos de colores, calcetines, pañuelos y otros complementos, corbatas o pajaritas.

Di con lo que buscaba en otra habitación convertida en despacho y estudio. Sobre una mesa, dos cámaras fotográficas, una de vídeo y un estuche lleno de cintas de vídeo con nombres anotados en el rótulo adhesivo pegado a ellas. Leí algunos y empecé a abrir los ojos. Conocía al menos a dos, un político muy facha, flagelo de la izquierda, y un banquero que a veces salía por televisión cuando se daba cuenta de los beneficios de la banca a costa de los sufridos ahorradores.

En otra mesa, con cajones cerrados con llave, tuve que ser más bruto. Fui a la cocina, regresé con un cuchillo, y me serví de él para forzar la cerradura. Recordé que ni en casa de Laura ni allí había visto rastro alguno del arma homicida. En los cajones encontré el verdadero tesoro. Era tan cuantioso que comprendí que habría necesitado un par de horas para examinarlo todo como es debido. Registros de cuentas, agendas, relaciones de nombres, talonarios, dietarios, libros de notas y, por supuesto, negativos.

Conté seis. No sabía si eran casos pendientes de chantaje, a la espera del cobro, o simples copias de seguridad para seguir extorsionando a las víctimas. Miré una de las fechas, de hacía cinco meses.

No era un material agradable de ver, pero le eché un vistazo.

La protagonista absoluta siempre era Laura.

Ellos vanaban.

En el último de los cajones encontré una completa «farmacia» que habría hecho las delicias de cualquier colgado. Contenía pastillas de todos los colores, una bolsa de cocaína, una lata con heroína, drogas alternativas…

Me tomé un poco de tiempo para reflexionar.

Tenía un nudo gordiano en mi cabeza, y ninguna espada con la que romperlo. Las ideas fluían y fluían, hasta llegar a un embudo en el que se atropellaban, y lo malo era que por el otro lado no salía nada.

Todo aquello daría bastante trabajo a la policía.

Pero yo sabía que, a lo largo del día anterior, había estado con el culpable.

¿Qué me gritaba mi instinto?

¿Por qué no reconocía la última clave?

Pensé en quemar todo aquello, pero habría equivalido a destruir muchas pruebas en caso de que estuviese equivocado. Los que habían pagado por Laura ya no habrían de pagar por el chantaje de Álex, eran libres. A pesar de ello, y aun contando con la discreción policial, les iba a caer una buena encima.

Ése era su problema.

Regresé a la sala, me despedí de aquel hijo de puta y luego fui a la puerta principal. La abrí con cuidado y salí. Todavía realicé con más cuidado los siguientes pasos, abandonar la torre sin tropezarme con nadie, cerrar la cancela y meterme en el coche de Poncela.

Cuando me alejaba de la calle Pomaret, rumbo al paseo de la Bonanova, supe cuál debía ser mi siguiente destino.

Al fin y al cabo, estaba muy cerca.

XXXI

A veces estás dormido pero tienes la sensación de estar despierto. Quieres abrir los ojos y no puedes. Quieres moverte y no lo consigues. Eres consciente de dónde estás, de quiénes te rodean. Crees escuchar sus voces y la inmovilidad te vuelve loco durante unos segundos, hasta que te calmas y entonces… logras abrir los ojos.

Mi mente estaba quieta, pero no lograba ver.

El día anterior…

¿Qué vi y dónde lo vi? ¿Que oí y dónde lo oí? ¿Qué dije y dónde lo dije?

Tenía la clave pero mis ojos permanecían cerrados.

Conduje hasta la plaza de la Bonanova y subí por San Juan de la Salle. Aparqué sobre la acera, frente a mi destino, porque por algo el coche no era mío y pasaba de las nuevas multas que pudieran imponerle. Con el maletín en la mano crucé la calzada y entré en el edificio. Una parte de mis problemas iban a terminarse. Por alguna extraña razón, aquel dinero me quemaba. Le dije al conserje de turno que iba a visitar a los Poncela y me indicó el piso.

Una doncella muy puesta me abrió la puerta y me observó de arriba abajo. Mi desaliño era notorio. Llevar barba evita tener que afeitarse, y con el cabello largo das siempre sensación de libertad. Pero el tono era espantoso, la chaqueta arrugada, la cara de sueño después de una noche de placer telúrico. Le sonreí para darle ánimo antes de que me pidiera que entrase por la puerta de servicio.

– ¿La señora Poncela?

– ¿De parte de quién?

– De Papá Noel -anuncié-. Dígale que es algo relativo a unas fotografías. Ella ya sabe.

Vaciló. No las tenía todas consigo. Yo ya estaba en el piso, así que sí era un asesino psicópata…

– Es urgente, ya lo verá -la animé.

No la pagaban para saber qué era importante y qué no, ni para valorar a las visitas sino para dar los recados, así que dio media vuelta. A lo lejos escuché una voz de hombre. Hablaba en tono airado. Se me ocurrió preguntar:

– ¿El señor Poncela también está en casa?

– Sí -me informó la criada-. Hoy todavía no ha salido. ¿Quiere que le diga a él que han llegado los Reyes Magos?

Me gustó su sentido del humor. Su ironía valía mucho en tiempos como éstos. Deduje que por debajo de su uniforme, latía el alma impenitente de una rebelde. Una más.

– Gracias, me quedo con la señora.

Acabó de retirarse. No quería ver a Constantino Poncela, y mucho menos antes de «liquidar» con su mujer. La criada no tardó ni medio minuto en reaparecer. Regresó mucho más tranquila y feliz. Tendría unos treinta años, cara redonda, cuerpo discreto y voluntad. Parecía legal.

– ¿Quiere acompañarme, por favor?

La seguí. Me condujo a una sala abarrotada de libros. Me dejó en ella con un escueto «buenos días» y se retiró sin tiempo para más. Dejé el maletín en el suelo y quemé el único minuto en que estuve allí, solo, mirando si por algún lado asomaba uno de mis libros policiacos. Nada. Todo eran obras clásicas. Un ambiente noble.