La había dejado hablar sin interrumpirla. Unas veces me miraba a los ojos, y otras al suelo. Una aureola de paz la invadió al terminar.
– Su marido quería los negativos para destruirlos y no verse abocado al divorcio si ellos les mandaban a usted las pruebas. Y usted las quería justo como prueba para pedir el divorcio. Cada uno iba a comprar lo mismo para un fin distinto.
– Hay millones en juego, señor Ros. Prefiero seguir sola y ser infeliz a continuar con esta suciedad que me repugna.
Pareció a punto de echarse a llorar. Logró contener las lágrimas. A fin de cuentas, yo era un extraño. Le había dado la llave de su futuro y su libertad, en bandeja de plata, pero era un extraño.
– Gracias -le dije.
– ¿Conoce a mi marido? -me preguntó.
– Sí.
– Creo que no le cae bien.
– No -convine-, pero digamos que en este asunto quiero ser imparcial. Usted quería las fotos y ya las tiene. El quería los negativos y es lo que va a tener. Lo que hagan ya es cosa suya, aunque, si me permite decírselo, me alegra haberla conocido y aún me alegra más saber que es la que se llevará la mejor parte de todo esto.
Se puso en pie, pero ni ella ni yo pudimos continuar. Se abrió la puerta de la estancia y por ella apareció Constantino Poncela. Vestía de forma impecable y los restos de la rociada del spray de Julia apenas si eran perceptibles en la coloración rojiza de las pupilas.
Al verme allí, se quedó completamente fuera de órbita.
Miró a su mujer.
Y a pesar de la desventaja, y de la tensión, comprobé que se las sabía todas, ágil de reflejos.
– Ágata, déjanos solos -pidió-. Yo me ocuparé de…
– Ya no es necesario, señor Poncela -dije yo.
Mantuvo su autocontrol de empresario habituado a lidiar con toros feroces, pero el temporal que crecía a su alrededor era otra cosa. Los ojos de su esposa eran una suerte de olas y vientos azotándole. Yo estaba allí, y también el maletín, a mis pies. Lo cogí yo, por si acaso.
– Ágata -repitió, implorante.
– Hable, señor Ros -me pidió ella.
– Anoche no estaba seguro de lo que usted compraba -me dirigí a Poncela-, ni tenía lo que yo se suponía que le estaba vendiendo. Pero usted no me dejó hablar. -Sonreí con mala uva-. En realidad me metí en esto sin saber de qué iba la película. Hoy todo es distinto. Su coche está abajo, y aquí tiene el resto.
Le arrojé el maletín. Tuvo que encajarlo sobre su pecho. Fue su único movimiento.
– Está usted…
– Loco, sí, me lo han dicho esta mañana.
Me sentí cansado. El resto era cosa de ellos. Inicié la retirada sintiéndome libre. Creía que era el fin. De pronto me acordé de los negativos. Me detuve para sacarlos del bolsillo y dárselos cuando algo me detuvo. Constantino Poncela actuó como un idiota. A punto de perderlo todo y aún así actuó como un idiota, aunque gracias a él supe la penúltima verdad.
Abrió el maletín.
Quería comprobar que sus malditos sesenta mil euros seguían allí.
Al levantar la tapa su cara cambió.
No tanto como la mía.
– ¿Qué significa…? -empezó a protestar.
Yo ni siquiera pude hablar.
Revistas.
Revistas de moda y algún periódico, sin cortar, a bulto, sólo para dar sensación de peso. El perfecto camuflaje.
Para el perfecto imbécil.
Yo.
Constantino Poncela y su esposa me miraban, aunque de distinta forma. Rabia en los del hombre, curiosidad en los de la mujer. Habría deseado fundirme, pero la ráfaga de frío que me atravesó la espalda me lo impidió.
– ¿A qué está jugando? -me escupió con desprecio.
– A nada, se lo aseguro.
Mi sorpresa era real, se daba cuenta.
– Entonces ¿qué significa esto?
En el fondo, olvidando que el dinero no era mío y que era mucho, superada la primera sorpresa, tenía ganas de echarme a reír. A carcajadas.
– Significa que alguien ha sido más listo que usted y que yo, señor Poncela.
– ¿Me está tomando el pelo?
– No, se lo aseguro.
Pasaba de su mujer. Creo que estaba seguro de poder arreglarlo. Unas cuantas mentiras y eso sería todo. Volvía a ser el empresario implacable que no duda ni vacila ante nada. Arrojó el maletín sobre una silla y dio un paso hacia mí, con los puños cerrados, dispuesto a terminar con lo que Plácido no pudo la noche pasada. Me tenía ganas.
Y yo estaba hecho polvo.
Algo le detuvo.
– ¡Constantino!
Los dos miramos a su mujer.
– ¡Ágata! -gritó aún más él-. ¿No ves que…?
– Déjale ir -advirtió ella.
– ¡No puedes! ¡Tú sabes…!
– ¿Que ahí había sesenta mil euros? -sugirió Ágata Garrigós.
Su marido se quedó blanco. Yo aproveché el momento para darle la puntilla. Le entregué los negativos de sus fotografías con Laura. Le bastó abrir el sobre para comprender de qué se trataba.
– Después de todo -dije-, ha pagado por ellos.
Miró los negativos, me miró a mí, miró a su esposa. Ella, por si acaso, cogió las fotografías de nuevo. Ya no me impidió llegar a la puerta de la habitación.
– Me han ayudado mucho, los dos -dije a modo de despedida-. Por lo menos sé que puedo tacharles de mi lista. No creo que les mataran ninguno de ustedes.
– ¿Matar? ¿De qué…?
Ni Ágata Garrigós ni yo le hicimos caso. Estaba acabado.
– Suerte, señora Garrigós. -Empleé su nombre de soltera.
– Lo mismo digo, señor Ros -me deseó ella.
Caminé en busca de la salida. No me costó encontrarla. Nadie me cortó el paso. Por detrás escuché el renacer de sus voces, airada la de él, calmada la de ella. Una mujer singular, y, finalmente, fuerte.
Al llegar a la calle vi a Plácido inspeccionando el Audi con cara de desconcierto. Él tenía más huellas del spray de Julia. Parecía recién salido de una mala sesión de rayos UVA, ojos entumecidos, cara color frambuesa. Cuando me vio salir de casa de su amo se le cruzaron los cables. No supo qué hacer. Era la última persona del mundo a la que imaginaba que podría encontrar por allí.
– No tomes tanto el sol, chico -le previne-. Las llaves están en la guantera. Y búscate un nuevo trabajo. Estás en el paro.
Me recordó al extraterrestre de Ultimátum a la Tierra. Estuve a punto de decirle las palabras mágicas: «Klaatu barada nikto», para ver si reaccionaba.
Me olvidé de él al ver un taxi, pararlo y meterme de cabeza dentro.
XXXII
Pasé de ir a por mi coche. Cada segundo contaba. Sabía que era inútil volver atrás, pero… lo hice.
Y creo que no sólo por el dinero, que a fin de cuentas habría devuelto igualmente a los Poncela.
El taxi le pisó a fondo cuando le dije que era una urgencia y le pagaría el doble de lo que marcase el contador. No se anduvo con chiquitas. Me dejó en la travesera de Les Corts, en el lado del Nou Camp, en un tiempo récord. Crucé la calzada, atravesé los jardines Bacardí y me precipité a la carrera sobre el edificio de Julia. Llamé a su timbre sin obtener respuesta. Llamé a todos los timbres para que alguien me abriese. Y alguien lo hizo. Siempre hay una incauta a la que basta con escuchar un «Yo» para que pulse el botón de apertura de la puerta de la calle. Pasé por delante de la garita de la portería. Una voz quiso retenerme: