Hice memoria. Había escrito sobre ello. Pese a que Sharon Tate era la más conocida de las víctimas de la casa, una teoría que se divulgó años después sostenía que el verdadero objetivo de Manson y los suyos era otra de las víctimas: Jay Sebring, un tipo de veintiséis años, peluquero, amante de los placeres sexuales y el sadismo. Según algunos miembros del Clan Manson, Jay flageló y sometió a humillaciones sexuales a dos muchachas que más tarde se unieron a Charles Manson y su club de locos. Decidieron vengar a sus nuevas acólitas y así se fraguó el asalto a la mansión de Sharon Tate y Roman Polanski. El objetivo pudo haber sido Sebring, pero el resto murió masacrado por estar allí. A Sharon Tate la habían abierto en canal y le habían arrancado su feto de ocho meses.
Como a Laura sus tripas.
Ella había pagado, pero el equivalente de Jay Sebring era Álex.
Estaba temblando. El embudo había desaparecido, y ahora un chorro de ideas y sensaciones fluía sin problemas por mi mente sacudida de lado a lado por la luz de la revelación. Sólo me faltaban encajar los restantes aditamentos de la puesta en escena: el vibrador, el cava, las fotos y la tapa del inodoro.
Volví a salir del Mini. Esta vez lo cerré con llave. Busqué una cabina telefónica aunque de nuevo estaba desfallecido de hambre y no me hubiese venido mal tomar algo. La encontré más arriba, en la plaza. Saqué todas mis monedas y marqué el número del periódico.
– Ponme con Chema Sanz, rápido -le ordené a la telefonista.
No tuve que darle el nombre. Me conocía de sobra. Oí un clic y luego una voz. No era de quien yo acababa de pedir.
– ¿Sí?
– Quiero hablar con Chema, es urgente.
– ¿Daniel? -me reconoció Federico-. Hoy vendrá más tarde. Esta mañana tenía algo de un preestreno.
Maldije mi suerte, aunque tal vez todavía le pillara. Los preestrenos y pases de prensa matutinos siempre suelen ser a media mañana.
– Dame su teléfono, por favor.
– ¿En qué andas? -gruñó Federico-. Ayer no trajiste ni tu columna, y por aquí sonó tu nombre en plan dardo, no sé si me explicó.
– Cállate y no te chives. Dame ese número, va. Luego me paso para explicar de qué va la última movida.
– Más te vale. Apunta.
Ya tenía listo el bolígrafo de mi memoria. Memoricé lo que me facilitó Federico y colgué sin apenas despedirme. Marqué de inmediato mientras llenaba la cabina de monedas. Nadie esperaba turno, así que crucé los dedos. Chema Sanz era el experto en cine del periódico, un águila, y con una memoria fotográfica para recordar fechas, detalles, datos, nombres y escenas. La mayoría, incluido yo, le martirizaba a todas horas haciéndole preguntas. Sólo él podía certificar los aspectos macabros de mi teoría.
El teléfono sonó media docena de veces. Empecé a pensar que se había ido al preestreno matutino. Por fin alguien lo descolgó al otro lado y crucé los dedos.
– ¿Sí? -preguntó una voz somnolienta.
– ¿Chema?
– Sí, yo mismo, ¿quién es?
Casi di un grito de alegría.
– Soy Daniel Ros.
– Coño, tú, ¿qué quieres a estas horas?
– ¿No tenías un preestreno?
– A las doce y media.
– Vale, perdona. Es importante.
– ¿Cuándo no lo es? ¿Qué quieres?
– Información.
– Ya, vale.
– Alguien ha muerto. -Traté de que se pusiera las pilas-. Necesito algunas cosas para cerrar el cuadro y tener al asesino.
– ¿Hablas en serio? -Se puso las pilas.
– Te lo juro.
– ¿Te funciona a ti la cabeza cuando estás dormido?
– Venga, hombre. Luego voy para allá y te lo cuento.
Pensé que me diría que le llamase en cinco minutos, para darle tiempo a lavarse la cara o ducharse. No lo hizo. De periodista a periodista. Reconocía el sello de la urgencia.
– ¿Qué quieres saber?
– Sharon Tate. -Pronuncié el nombre a modo de disparo de salida-. ¿Es cierto que la mataron por asociación, ya que el objetivo era aquel tipo, Jay Sebring, o lo he soñado?
– Es una teoría que salió durante el juicio, sí. A Sharon la masacraron la noche del 8 de agosto de 1969 junto a Abigail Folger, Wojciech Frykowski, Jay Sebring y…
– O sea, que fue una venganza -le corté.
– Tiempo antes, los Manson ya habían dado el pasaporte a un tipo, un homosexual, y también habían escrito aquello de «CERDO» por las paredes de su casa, con la misma sangre de la víctima. Claro que eso salió después del juicio. La forma en que las «arrepentidas» de los Manson describieron la muerte de la Tate fue escalofriante. La pobrecilla gritaba que la dejaran tener a su hijo y mientras… la iban apuñalando, justo en el estómago, una y otra vez. Demencial. Luego…, bueno, ya lo recuerdas, ¿no?, le abrieron el cuerpo y la vaciaron. Para Charles Manson y sus locos seguidores, todo aquel que estuviese con Jay Sebring merecía morir, por sucio. Y le tocó a Sharon. Era un ángel. ¿La recuerdas en El baile de los vampiros?
– Vale, pasemos al resto.
– ¿El resto de qué? -se alarmó Chema.
– Ten paciencia. Veamos. -Respiré a fondo y se lo solté-. Hablando siempre en términos cinematográficos, ¿se te ocurre alguna relación entre un vibrador metido en la boca de un muerto y alguna película?
– Ramón Novarro -me soltó sin pensárselo dos veces-. Fue el primer Ben-Hur de la pantalla. Entraron a robar en su casa, debió de sorprenderles, le mataron y le metieron su consolador por la boca. El aparato en cuestión era un regalo de Rodolfo Valentino, una joya, de grafito, puro art decó. Novarro lo guardaba en una urna especial desde hacía cuarenta y cinco años, ya ves. Eso fue en 1969, por si te interesa. Ya se había retirado y vivía extravagantemente, como corresponde a una estrella, en su casa de Hollywood, rodeado de sus recuerdos.
– ¿Y una botella de cava metida por la vagina de una mujer? -continué.
– ¿Te ha dado por lo morboso? -silbó Chema.
– Vamos, sigue. A mí eso me suena no sé de qué.
– La historia es más antigua, pero igualmente fuerte: Fatty Roscoe Arbuckle. Era uno de los grandes cómicos del cine mudo, un gordito que hacía reír y a quien le iba la marcha más que la miel a las abejas. Se montó una orgía en San Francisco a fines de verano de 1921, en un hotel llamado Saint Francis. Cuando todos estaban ya de lo más colgado, él se metió en una habitación con una chica llamada Virginia Rappe, una debutante en busca de su oportunidad. El bestia le metió una botella de champán vacía por el sexo. Ese vacío hizo de cámara de aire, así que cuando quiso retirársela se le llevó todo lo de dentro. La pobrecilla murió desangrada. Se montó un pollo que no veas. Hubo un escándalo, un juicio… Lo triste es que le declararon inocente, pero aquello acabó con su carrera. ¿Quieres saber lo más original? Quisieron hacer ver que la chica había muerto por la potencia del miembro viril de Arbuckle, ¡no te jode! ¡Encima querían aprovecharse!
Iba por el buen camino. Todo cuadraba. Cada indicio.
Cine.
Películas.
Estrellas.
– ¿Un muerto rodeado por fotografías suyas, a modo de orla o sudario?
– ¿Cuántos quieres? -pareció burlarse Chema-. Tenemos a Lou Tellegen, un actor de segunda fila a quien ya nadie recordaba en 1935 y que se clavó unas tijeras. No fue el único: una actriz aún menos conocida para el gran público, Gwili Andre, también se cubrió con sus mejores fotos para el viaje final. Se prendió fuego, la muy bestia. Y ardió como una tea. -El tono de mi compañero cambió, un poco harto de mi bombardeo-. Oye, Ros…
– Sólo uno más, Chema, por favor -le interrumpí-. Es para confirmar que todo encaja.