– Esto parece un consultorio necrológico y necrófilo, chico.
– ¿Una tapa de inodoro alrededor del cuello?
– Tal vez Judy Garland, por asociación.
– ¿No murió de una sobredosis?
– Sí, pero con la cabeza metida en el inodoro, aunque hay una versión que dice que estaba sentada en él. Para el caso es lo mismo: una muerte de mierda.
Todo encajaba.
Pistas de cine.
Pistas de cine para una muerte de cine.
¿No dicen que la vida imita al arte, y que todo es como una gran película?
– Oye, ¿por qué no te compras Hollywood Babilonia? Todo está en ese libro.
– Ya no hace falta. Todo está claro.
– Pues me alegro mucho. -Su tono era de sorna.
– Una última pregunta.
– Me lo temía.
Era muy buen tipo. Aunque fingiese no serlo.
– ¿Sabes algo de un crítico de cine llamado Laureano Malla?
A través del hilo telefónico escuché un silbido prolongado.
– Esto es prehistoria pura, chico. ¡Menudo elemento! Claro que he oído hablar de él, y le conocí, aunque hace mucho que le he perdido la pista. Bueno, no es que sea viejo, pero estaba pirado. Completamente pirado.
– ¿Qué le pasó?
– Nunca fue de los mejores, pero se hizo notar, ¡vaya si se hizo notar! -rezongó Chema-. Para empezar, odiaba a los gays y las lesbianas, y se cargaba todo aquello que no cumpliese con un estricto código del honor, artistas o películas. Ya podían ser buenos, o estupenda la obra, él… ¡sacaba el hacha, implacable! Una especie de Justiciero Vengador. Le había dados palos a la Dietrich por llevar pantalones e imponer la moda del marimacho, a la Monroe por puta, a James Dean, Monty Clift o Sal Mineo por maricones. Era un facha redomado, nato, de los convencidos. Dios, Patria y Honor. Trató de prolongar el estatus después de morir el viejo y se aguantó creo que hasta principios de los noventa, no sé. Sólo le faltó lo de su mujer.
– Cuenta -le animé al ver que se detenía, aunque apenas si me quedaba ya dinero para seguir hablando.
– No hay mucho que contar: ella le plantó y se largó con otro. Esto, para alguien como él, fue demasiado. ¿Te imaginas? Una esposa adúltera, a quien en tiempos del Cisco habría podido repudiar y hacer lapidar en plan talibán, y una hija a la que trató de retener removiendo cielo y tierra para conseguir su custodia. Ahí tuvo suerte. La mujer ganó, pese a todo, pero se murió poco después. De esta forma el Malla se quedó con su niña. Sea como fuere, una joya. Oye, ¿por qué coño te interesa un pájaro como ése?
Por la ventanilla verde del teléfono vi que apenas si quedaban unos céntimos de euro.
– ¡Te debo una, Chema! ¡Luego te lo cuento! ¡Gracias!
– ¡Eh, eh! Pero ¿qué…?
La comunicación se cortó.
XXXIV
Volví a llamar a varios timbres repitiendo el truco del día anterior. Pregunté por el piso del señor Malla haciéndome el despistado y lo conseguí a la tercera. Un vecino me dijo que no lo sabía, una vecina me informó de que era el cuarto segunda, y otra, además, me abrió la puerta de la calle. Subí en el ascensor tan despacio que tuve tiempo de preguntarme dos cosas: qué estaba haciendo yo allí, y por qué no avisaba de una maldita vez a la policía.
Me respondí yo mismo. A la primera pregunta: quería cerrar el círculo. A la segunda: no me daba la gana de contarlo todo sin más al primer tipo uniformado que apareciera, aunque eso debería hacerlo igualmente después.
Pero tengo mi orgullo.
Las últimas veinticuatro horas no habían sido precisamente agradables.
Mientras subía, también reviví la película de la historia.
Y pensé en Julia.
Bajé en el cuarto piso y me detuve frente a la puerta del piso de Laureano Malla. Loco o no, iluminado o no, era un asesino. Y un sádico. No tenía ni idea de cómo reaccionaría el pobre diablo cuando se viese acorralado. La noche pasada, allí mismo, había logrado disimular muy bien, contenerse.
Ahora…
Llamé a la puerta y esperé. Estaba en casa. Me miró desde todas sus distancias y frunció el ceño. Tenía el mismo aspecto del día anterior, rostro cetrino, pinta de espectro, el escaso cabello formando guedejas deshilachadas y despeinadas, los ojos hundidos y de mirada amarga, la boca con su media luna apuntando hacia abajo, las arrugas…
Tanto él como yo habíamos hecho muchas cosas desde nuestro primer encuentro.
– ¿Qué quiere ahora? -me preguntó al reconocerme.
La luz amarillenta del rellano, unida a la que proporcionaba la bombilla de su recibidor, conferían a la escena un toque final de película mal iluminada. Todo eran sombras y formas oscuras más allá de nosotros.
– Quiero hablar, señor Malla.
– ¿De qué?
– De usted.
– Yo no tengo nada que decirle. ¡Váyase!
Estaba preparado para evitar que cerrara la puerta.
– Han matado a alguien más -dije.
Eso despertó su interés.
– ¿A quién?
– A Álex.
Qué curioso. Seguía sin saber su maldito apellido.
– Me da lo mismo. Déjeme en paz.
– Tenemos que hablar, señor Malla. El juego ha terminado.
Me extrañó verle sonreír. Era lo que menos esperaba en ese momento. Su media luna invertida se expandió ligeramente. No mejoró su aspecto. Más bien fue una mueca agria.
– ¿Usted lo llama juego? -manifestó.
– ¿Por qué no?
– Mi hija está muerta. No es un juego. -Recuperó su gravedad-. ¿Es que no va a respetar el dolor de un padre?
– Laura Torras también tenía unos padres. Yo los conocí ayer. Buena gente. Todavía no saben que su hija ha muerto.
Era como una estatua de sal.
– Voy a entrar -le anuncié.
– No -se envaró.
– Preferiría hacerlo antes de avisar a la policía. Quiero escuchar lo que me tenga que decir, y que sepa cuál fue su error.
– Usted está loco.
– Hoy ya me han llamado loco una vez, pero la que me lo ha dicho tal vez tenga razón. No es su caso. En cambio, usted sí lo está. Matar a dos personas es grave, pero la parafernalia y el atrezo de complemento…
– Yo no he matado a nadie.
– ¿Cómo lo llama? ¿Ajusticiamiento? No deja de tener sentido.
Me estaba hartando de aquella conversación repetitiva en el rellano. Iba a cargar contra la puerta cuando él la abrió del todo. Las arrugas de su cara se le hundieron más, y su intensidad fue casi la del Gran Cañón. El agitado viento de su respiración me demostró que estaba en la recta final.
Me dejó pasar y lo hice.
Cerró la puerta una vez estuve dentro, y me precedió con paso cansino por aquel pasillo lleno de recuerdos. Nuevos pósteres de películas, La Reina de África, Matar a un ruiseñor, El halcón y la flecha… Más fotografías suyas con actores, actrices y directores: Gérard Depardieu, Robert De Niro, Al Pacino, John Houston e incluso Meryl Streep… Malla y su pasado. Malla y sus recuerdos. Las había de todos los tamaños y colores, individualmente o formando grupos en grandes marcos. El museo seguía por todo el piso, pero la guinda se la llevaba el despacho del dueño de la casa. Aquello sí era un mausoleo cinematográfico presidido por un cartel de Los diez mandamientos, además de otros como Ben-Hur y El Cid. Debía de ser un fan de quien fuera presidente de la Asociación Nacional del Rifle de los Estados Unidos, Charlton Heston. Las librerías estaban repletas de libros dedicados al cine, biografías, diccionarios y estudios. Todo olía a rancio. Todo.
Laureano Malla se sentó detrás de la mesa de su despacho. Yo lo hice delante. Los dos estábamos cansados.
Cansados aunque dispuestos para el minuto final.
– ¿Y bien? -me preguntó.