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– ¿Cómo lo hizo?

Yo ya lo sabía, pero el tiempo era mi aliado. Mientras la cuerda siguiese floja, tendría una posibilidad. Tensarla era dar un paso directo al adiós. Laureano Malla no se descuidó, aunque tanto su intensidad como su mirada perdieron fuerza. Se encerró un poco en sí mismo. Por detrás de él, el póster de Los diez mandamientos mostraba a un Moisés grave que sostenía las Tablas de la Ley.

– No tuve más que… seguirles -dijo-. Les vi entrar en esa casa de la calle Compositor Johann Sebastian Bach. -Pronunció el nombre correctamente-. Creí que vivían allí los dos, aunque un día, mientras seguía también a Elena, les vi en esa otra casa, la de la calle Pomaret. Por eso sabía que el hombre también tenía…

– Esperó a que se hiciera de noche. -Mantuve su atención.

– Sí. Primero le pregunté por el piso a un conserje. Me vine aquí a por el cuchillo. No podía emplear esta pistola. -La movió un poco-. De noche habría hecho mucho ruido, aunque no es un revólver que produzca un gran estampido. Regresé a esa calle y dejé pasar las horas. Oscureció y, a eso de medianoche, cuando estuve seguro de que no había un conserje nocturno como en las restantes casas de la calle, me colé dentro aprovechando la entrada de una mujer. Ni siquiera me miró. Nadie presta atención a las personas discretas.

– Esa noche el conserje nocturno no pudo ir. Fue una casualidad.

– Dios lo apartó de mi camino. -Había encontrado otra explicación más lógica para sí mismo.

– ¿A qué hora lo hizo?

– Me oculté en la escalera. El edificio entero parecía vacío. No había ni un alma. Ningún ruido. Aun así esperé. Más o menos una hora después llamé a la puerta.

– Y tuvo otro golpe de suerte: le abrió Álex.

– Sí.

– Dos personas jóvenes y fuertes. Si hubiera abierto Laura, a lo peor no habría sido tan fácil cargarse a Álex. Pero al ser él…

– Le hundí el cuchillo en el pecho. Una, dos, tres veces, no recuerdo. Cayó al suelo y no se movió. Pensé que estaba muerto. Ni lo toqué. Entré y me topé con la mujer, que estaba desnuda. ¿Se da cuenta? Desnuda. Salía del baño o… qué sé yo. A ella le corté la garganta para que no gritara. Y mientras se estremecía en el suelo y vi esa desnudez, su imagen de deseo y provocación, el mismísimo pecado hecho carne, comprendí el mensaje divino.

– ¿Qué mensaje?

– ¡Su Palabra! -Le brilló la mirada-. ¿No lo comprende? Yo sólo quería matarles. Pero ella estaba allí, desnuda, y entonces… -Mantuvo la pistola firme, pero elevó sus ojos al cielo, iluminado-. Entonces le hice el signo de la cruz.

No sé cómo pude decirlo, pero lo hice.

– La abrió de arriba abajo, y de lado a lado. Y no contento con eso, cuando empezó a destruir su ropa, encontró el vibrador, las fotografías…

– Hollywood ha dado al mundo lo mejor del Séptimo Arte, pero también el pecado de su lujuria, señor Ros. -Asintió con un movimiento de la cabeza, despacio-. Tantos mitos caídos por la estupidez, tantas estrellas captadas por el lado oscuro del mal… Quise que Laura fuera un testimonio, un recuerdo.

– Pintó lo de «CERDOS» por las paredes, preparó la gran escena, el cava en la vagina, el vibrador en la boca, las fotografías…

– Para que nadie olvide -musitó.

La pistola tembló en su mano.

Quizá disparase de un momento a otro.

– El gran montaje -exhalé.

– Sólo una puesta en escena.

– Pero se olvidó de comprobar que Álex estuviese muerto del todo.

– Álex…

Volvían las brumas. Empezó a parecer ido.

– Dígame, Malla, ¿le habló Dios?

– ¿Dios? -ladeó la cabeza mirándome desde su distancia irreal-. Sí… Oí su voz. La oí.

– ¿Qué le dijo Dios?

– Dios me dijo: «Ahora ve y reza».

– ¿Lo hizo?

– Lo hice -asintió-. Ya había interpretado sus designios. Todo estaba en paz. Me fui.

– Pero Álex no estaba muerto. -Tenía que atontarle más, y saltar. Era mi única oportunidad. Tal vez me disparase, pero si conseguía quitarle la pistola, o… Qué se yo. Seguí hablando-: Puede que Álex se hiciera el muerto, o tal vez no, pero cuando recuperó el conocimiento se encontró con que habían asesinado a Laura, atrapó lo primero que encontró, que fue un vestido de los que usted había diseminado por el suelo, se taponó las heridas y salió del piso… olvidándose de cerrar la puerta del todo. Un olvido fatal que facilitó mi entrada en la escena al día siguiente. Así de fácil. Se fue medio muerto, pero gracias a ese vestido no dejó rastro de sangre en el rellano ni en el ascensor. Salió a la calle, subió a su coche y se fue a su casa, desangrándose más y más por el camino, hasta que llegó a su casa, comprendió que no iba a contarlo, quiso llamar por teléfono y ya fue tarde. De Hecho ni siquiera sé cómo pudo conducir hasta Pomaret. Fue un milagro.

– No hable de milagros. Usted lo estropeó todo -musitó sin apenas voz Laureano Malla.

– Yo, claro -asentí-. Vine a verle, le dije que Laura estaba muerta y Álex desaparecido, se puso nervioso y empezó a atar cabos. Si Álex no estaba allí, es que estaba vivo, y ¿adónde podía haber ido? A su casa, es evidente. Fue a la calle Pomaret, se hizo una pequeña escalera para alcanzar la ventana del garaje, la rompió y se coló dentro. No es complicado, ni para un hombre de su edad. No sabía con qué se iba a encontrar. Por eso cuando vio a su enemigo muerto… le asestó varias puñaladas más, por lodo el cuerpo, furioso. Esas heridas ya no sangraron, porque Álex llevaba muerto varias horas. Escribió «CERDO» con un poco de sangre, que todavía estaba algo húmeda, y le puso la tapa del inodoro por collar. Después se marchó. Telón.

– Telón.

No quedaba nada más que decir.

Ahora todo se limitaba a él, la pistola y yo.

– Entréguese, señor Malla -sugerí.

– ¿Por qué?

– Tiene atenuantes. Lo hizo bajo presión, acababa de enterrar a su hija y ese tipo era un completo hijo de puta. Despertará compasión. -No le dije que estaba loco-. Nadie va a juzgarle con demasiada severidad.

No me creyó. No esperaba que lo hiciese.

– No puedo entregarme.

– La policía no es estúpida. Apuesto a que tardan menos que yo en interpretar debidamente los hechos. Usted les dejó esas pistas.

– Yo no dejé pistas.

– Subconscientemente, sí. Está cansado.

Sus ojos se vaciaron en mí. No había en ellos ninguna emoción, ningún sentimiento. El vacío más absoluto en un viaje a través de los cuencos oscuros. Pero por agotado que estuviese, apretar un gatillo era fácil.

– Si me mata será distinto.

– Dios…

– Escuche a Dios. Escúchelo.

Me dispuse a saltar. No quería terminar como Álex ni como Laura, acompañado por un ritual al estilo Hollywood. La distancia no era excesiva, apenas un metro y medio, aunque estaba sentado. Podía ser mucho habiendo una bala de por medio.

Dudé.

Odio dudar.

– Dios vigila… -dijo él de forma apenas perceptible.

– Le está observando.

– Dios sabe…

Se dejó llevar por su abstracción. Ahora o nunca. Tenía que saltar.

Hubo una pausa muy breve, pero que se me antojó eterna.

– Yo lo hice… -comenzó a decir de nuevo el padre de Elena Malla.

Decidí sincronizarme a la de tres.

Uno.

– … por dignidad, ¿entiende?…

Dos.

Laureano Malla dejó de apuntarme. Su mano derecha hizo un giro de 180 grados. La diferencia entre apuntarme a mí y apuntarse él.

– … Dignidad…

Tres.

No me moví.

No salté.

Seguí pegado a mi asiento, inmóvil.

– Dios… -suspiró el hombre por última vez.

Se introdujo el cañón de la pistola en la boca y disparó.

No fue un gran estruendo. Sólo un taponazo. Una sorda explosión incapaz de alertar a nadie. Pero suficiente para llevarse parte de su cerebro y su cabeza con la bala al salir por el otro lado, salpicando de sangre y masa encefálica la pared de detrás suyo, el póster de Los diez mandamientos.