– Julia, no quiero parecer teatral, pero… ¿podrías confiar en mí, quieres?
– No te conozco.
– Ni yo a ti, pero mi casa es tuya -le ofrecí.
– ¿Cómo has dicho que te llamas?
– Daniel -dije yo-. Daniel Ros Martí.
– De acuerdo, Daniel -asintió con la cabeza-. Hasta luego.
Me fui deseando estar ya de vuelta.
V
Saqué mi Mini del garaje a toda velocidad, sin ver a nadie, huyendo del fantasma de Laura, y enfilé la calle Juan Sebastián Bach hasta el final. Podía doblar por Calvet y su lento tráfico debido a las dobles filas, llegar a la Diagonal y atravesarla toda, de sur a norte, hasta salir de la ciudad, o podía tomar la Vía Augusta, los túneles de Vallvidrera, la B-30, y finalmente la antigua 152 rumbo a la Plana de Vic. Tardé en decidirlo el tiempo que duró el semáforo de Calvet. Giré a la izquierda y escogí la opción más rápida, aunque sólo fuera por la ausencia de semáforos: los túneles. Si no había ningún accidente de los que solían cortar el tráfico y formar largas colas kilométricas, llegaría en poco más de media hora.
Mientras ponía mi viejo Mini al máximo me dio por pensar.
Pensé en Ángeles, mi querida ex. Y en mi hijo Jordi. Y en que cosas como aquélla hubieran sido la causa de que ella se alejara de mí. ¿Cuántas veces me había estado esperando sin que yo apareciera? ¿Cuántas veces habría bastado con una llamada rápida?
Bastaba una mujer muerta, aunque fuese mi escultural vecina, para que saliera disparado en busca de Dios sabía qué.
Si Paco hubiese estado en Barcelona todo habría sido distinto.
¿O no?
En otro tiempo, siendo niño, viajar hasta El Figaró era una aventura. Cuarenta y dos kilómetros maravillosos por paisajes impresionantes, sobre todo al final, y más aún después de La Garriga. Ahora ya no era así. La carretera, una autovía doble, partía El Figaró en dos al salir de La Garriga, de modo que uno de los pueblos más bellos de Cataluña se había convertido en un lugar de paso que nadie miraba. Ni su castillo se salvaba. El río Congost ya no era más que un vertedero. Por si fuera poco, de sus inmensos bosques no quedaba nada después del gran incendio de unos años atrás.
Así que cada vez que pasaba por allí, me entraba la depresión, y los recuerdos de mi infancia se amontonaban haciéndome daño. El que los padres de Laura Torras vivieran en El Figaró se me antojaba incluso cruel. Era una de esas casualidades extrañas de la vida.
Detuve el coche cerca del hostal Congost, en la carretera vieja. Ya no quedaba nadie a quien yo pudiera recordar. El camarero, un tipo joven con bigotito, me sonrió feliz de que un foráneo se detuviera allí. No quería tomar nada, así que le hice la pregunta directamente. Reaccionó bien. Cosa rara.
– ¿Los padres de Laura Torras? ¡Sí, claro! Mire, suba las escaleras que dan a la plaza, saliendo a la derecha, y luego todo recto hasta la iglesia. Una vez frente a ella, no tiene más que tomar la callejuela de su izquierda. Es una casa de dos plantas, con las ventanas pintadas de verde y los bajos de piedra.
Le di las gracias y salí. Un tren silbó en la estación y me evocó algunos recuerdos más. Frente al casino, un grupo de adolescentes quemaba los rescoldos del verano y sus últimas horas muertas. Me pregunté si ahora un verano daría tanto de sí como cuando yo era joven. Les di la espalda para subir la breve escalinata que daba a la plaza. Todo estaba igual, pero, al mismo tiempo, todo era distinto. Escalé las empinadas calles que trepaban por la montaña y alcancé mi objetivo mientras empezaba a sudar. Sólo al ver la casa de los Torras comprendí que no tenía ni idea de lo que iba a hacer o decir. Como escritor de novelas policiacas, a veces mezclaba realidad y ficción.
La imagen de Laura abierta, con aquellos dos tajos en cruz, el vibrador en la boca y la botella de cava en la vagina, me recordó que ni en mis mejores o peores novelas yo había sido capaz de tanto.
Así que pensé de nuevo en Dana Andrews fascinado por el retrato de una Laura encarnada por Gene Tierney.
Yo era el nuevo Dana Andrews.
Una mujer entraba en la casa de ventanas verdes y bajos de piedra cuando la localicé. Apreté el paso y me situé a su lado. No tuve que preguntarle nada. Se parecía mucho a Laura aunque sus facciones mostraban más dureza debido a la edad. Era alta y recia, bien formada, un auténtico producto de la tierra. Vestía de negro y parecía mayor de lo que en realidad debía ser. Me miró asustada al materializarme junto a ella y subió un peldaño para poder verme desde arriba.
– ¿Sí?
– Me llamo Daniel Ros -me presenté con la mejor de mis sonrisas-. Soy periodista y estoy haciendo un reportaje sobre su hija Laura.
Le cambió la cara. Una sonrisa luminosa se expandió por ella mostrando una sana dentadura. En otro tiempo debió de ser una mujer atractiva, aunque no tanto como su hija. Laura había escapado de las cadenas del pueblo mientras que su madre seguía atrapada por las mismas.
– ¿Ah, sí? -dijo-. Hablé con ella hace una semana y no me dijo nada.
– Bueno, ya sabe cómo son esas cosas.
– ¿No será para una revista de desnudos? -le dio por alarmarse un poco.
– No, se lo juro -la tranquilicé-. Es para una publicación de arte y moda que también toca cine y teatro. ¿Ve? -Le enseñé mis dos credenciales, la de periodista y la del periódico, como si eso dignificara algo lo que pensaba hacer. Para ella resultó convincente.
La gente quiere creer.
Y yo me sentí otra vez mal, porque aquella mujer ya no tenía ninguna hija y lo que la esperaba era el dolor, el vacío, pasarse el resto de su vida recordando.
– ¿Y quieren entrevistarnos? -se animó de nuevo.
– Si tiene unos minutos…
– ¡Naturalmente! Es la primera vez que nos piden que hablemos de Laura, aunque yo estaba segura de que cuando triunfase de verdad… Pase, pase. -Abrió la puerta y entró llamando-: Ignacio, ¡Ignacio! ¿Estás ahí? Un periodista de Barcelona quiere preguntarnos cosas de Laura. ¡Ignacio!
Un hombre mayor, mucho mayor que su esposa, se asomó por una vidriera. Parecía enfermo, estar de baja por algún motivo. Al otro lado se veía un patio lleno de plantas y flores, luminoso como el día, cuidado y muy bonito. El hombre se acercó arrastrando los pies y me tendió la mano mientras me observaba con atención. El apretón fue muy fuerte. La mujer, por su parte, ya me estaba ofreciendo una butaca. La casa olía a rancio…, a pueblo…, no sé. Era un aroma penetrante cargado de evocaciones, como si yo mismo reconociese algo estando allí.
– ¿Conoce a Laura? -preguntó su padre.
– Por supuesto -dije una primera verdad antes de mentir-. La entrevisté ayer. Fue ella misma quien me sugirió que hablase con ustedes y me dio sus señas. Un encanto.
No le impresioné demasiado. A la mujer sí, pero no a él. Ella me seguía observando feliz, dispuesta a ser «la madre de», como cualquiera con vocación. Por el contrario, el padre de Laura me estudiaba detrás de sus ojos profundos, las arrugas de su rostro, sus enormes manos, tal vez de labrador, si es que aún quedaban tierras en alguna parte de por allí.
– ¿Qué clase de reportaje está haciendo? -quiso saber.
– Se lo he explicado a su esposa. Ella es modelo, y aunque en cine no ha destacado, ahora tiene la oportunidad de llegar a ser una actriz en alza. Vamos a hablar de tres o cuatro chicas con futuro, todas camino de ser estrellas.