Mrs. Ferrari ha muerto víctima de una sobredosis de somníferos. Hace un año, su marido murió al parecer de una gastritis aguda. Carolina Sheppard, la hermana del médico del pueblo, sospecha que fue envenenado. Poco después, Roger Ackroyd, el terrateniente de la villa, aparece muerto con una daga tunecina clavada en la espalda. ¿Estarán las tres muertes relacionadas?. ¿Tendrá Caroline razones para sospechar?. Afortunadamente al pueblo ha llegado un nuevo vecino, un hombre bajito de grandes bigotes, que se ha retirado a descansar y a cultivar calabacines.
Agatha Christie
El asesinato de Rogelio Ackroyd
ePUB v1.0
Ormi 01.10.11
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The Murder of Roger Ackroyd
Traducción: G. Bernard de Ferrer
Agatha Christie, 1926
Edición 1985 - Editorial Molino - 240 páginas
ISBN: 84-272-8507-8
A Punkie, a quien le encantan las historias clásicas de detectives, con
asesinatos, encuestas, ¡y con una larga lista de sospechosos!
Guía del Lector
En un orden alfabético convencional relacionamos a continuación los principales personajes que intervienen en esta obra:
ACKROYD: viuda de Cecil Ackroyd, hermano de Roger Ackroyd.
ACKROYD, Flora: hija de la anterior.
ACKROYD, Roger: millonario y el vecino más influyente del pueblo de King's Abbot.
BLUNT, Héctor: comandante, famoso cazador retirado.
BOURNE, Úrsula: camarera de los Ackroyd.
CAROLINE: hermana del doctor Sheppard.
DAVIS: inspector de policía de King's Abbot.
GANNETT: solterona de King's Abbot.
HAMMOND: notario de la familia Ackroyd.
MELROSE: coronel jefe de la policía del distrito.
PARKER: mayordomo de los Ackroyd.
PATÓN, Ralph: hijastro de Roger Ackroyd, hijo de su primera esposa, ya fallecida.
POIROT, Hercule: famoso detective, protagonista de esta novela.
RAGLÁN: inspector de policía.
RAYMOND, Geoffrey: secretario de Roger Ackroyd.
RUSSELL, Elizabeth: ama de llaves de Roger Ackroyd.
SHEPPARD, James: médico y gran amigo de los Ackroyd,
Capítulo I
El doctor Sheppard a la hora del desayuno
Mrs. Ferrars murió la noche del 16 al 17 de septiembre, un jueves. Me enviaron a buscar a las ocho de la mañana del viernes 17. Mi presencia no sirvió de nada. Hacía horas que había muerto.
Regresé a mi casa unos minutos después de las nueve. Entré y me entretuve adrede en el vestíbulo, colgando mi sombrero y el abrigo ligero que me había puesto como precaución por el fresco de las primeras horas de un día otoñal.
En honor la verdad, diré que estaba muy inquieto y preocupado. No voy a pretender que previ entonces los acontecimientos de las semanas siguientes, pero mi instinto me avisaba de la proximidad de tiempos llenos de sobresaltos y sinsabores.
Del comedor, situado a la izquierda, llegó a mis oídos un leve ruido de tazas y platos, acompañado de la tos seca de mi hermana Caroline.
— ¿Eres tú, James? —preguntó.
Pregunta vana, ¿quién iba a ser? Para ser franco, mi hermana Caroline era precisamente la que motivaba mi demora. El lema de la familia mangosta, según Rudyard Kipling, es: «Ve y entérate». Si Caroline necesitase algún día un escudo nobiliario, le sugeriría la idea de representar en él una mangosta rampante. Además, podría suprimir la primera parte del lema. Caroline lo descubre todo permaneciendo tranquilamente sentada en casa. ¡No sé cómo se las apaña, pero así es! Sospecho que las criadas y los proveedores constituyen su propio servicio de información. Cuando sale, no es con el fin de ir en busca de noticias, sino de divulgarlas. En este terreno también se muestra asombrosamente experta.
Esta última característica suya era lo que me hacía vacilar. Fuese lo que fuese lo que yo contara a Caroline sobre la muerte de Mrs. Ferrars, lo sabría todo el mundo en el pueblo al cabo de hora y media. Mi profesión exige discreción y, en consecuencia, acostumbro a esconderle a mi hermana cuantas noticias puedo. Generalmente logra enterarse a pesar de mis esfuerzos, pero tengo la satisfacción moral de saber que estoy al abrigo de toda posible reconvención.
El esposo de Mrs. Ferrars murió hace un año y Caroline no ha dejado de asegurar, sin tener la menor base en que fundarse, que su mujer le envenenó.
Desprecia mi invariable afirmación de que Mr. Ferrars murió de gastritis aguda, ayudada por su excesiva afición a las bebidas alcohólicas. Convengo en que los síntomas de gastritis y de envenenamiento por arsénico tienen puntos de similitud, pero Caroline basa su acusación en motivos muy distintos.
« ¡Basta con mirarla!», oí que decía una vez.
Aunque algo madura, Mrs. Ferrars era una mujer muy atractiva y sus sencillos vestidos le sentaban muy bien. Sin embargo, muchísimas mujeres que compran sus vestidos en París no por eso han envenenado a sus maridos.
Mientras vacilaba en el vestíbulo, pensando vagamente en todas esa cosas, la voz de Caroline sonó de nuevo, algo más aguda:
— ¿Qué demonios haces ahí. James? ¿Por qué no vienes a desayunar?
— ¡Ya voy, querida! —contesté apresuradamente—. Estoy colgando el abrigo.
— ¡Has tenido tiempo de colgar una docena!
Tenía razón, muchísima razón. Entré en el comedor, di a Caroline el acostumbrado beso en la mejilla y me senté ante un plato de huevos fritos con beicon. El beicon estaba frío.
—Te han llamado muy temprano —observó Caroline.
—Sí. De Kings Paddock. Mrs. Ferrars.
—Lo sé.
— ¿Cómo lo sabes?
—Annie me lo ha dicho.
Annie es la doncella; buena chica, pero una charlatana incorregible.
Hubo una pausa. Continué comiendo los huevos con beicon. La nariz de mi hermana, que es larga y delgada, se estremecía levemente por la punta como ocurre siempre que algo le interesa o excita.
— ¿Y bien?
—Mal asunto. Nada que hacer. Debió de morir mientras dormía.
—Lo sé —repitió mi hermana.
Esta vez me sentí contrariado.
—No puedes saberlo. Ni yo lo sabía antes de llegar allí y no se lo he contado todavía a nadie. Si Annie está enterada, debe de ser clarividente.
—No me lo ha dicho Annie, sino el lechero. Se lo ha explicado la cocinera de los Ferrars.
Ya he dicho antes que no es preciso que Caroline salga a recoger información. Permanece sentada en casa y las noticias vienen a ella.
— ¿De qué ha muerto? ¿De un ataque cardíaco?
— ¿Acaso no te lo ha dicho el lechero? —repliqué sarcásticamente.
Los sarcasmos le resbalan a Caroline. Se los toma en serio y contesta como si tal cosa.
—No lo sabía.
Como tarde o temprano Caroline acabaría por enterarse, tanto daba que se lo dijera.
—Ha muerto por haber ingerido una dosis excesiva de veronal. Lo tomaba últimamente para combatir el insomnio. Debió de pasarse con la dosis.
— ¡Qué tontería! —dijo Caroline de inmediato—. Lo hizo adrede. ¡A mí no me engañas!
Cuando se tiene un pensamiento secreto, resulta extraño admitir que no se quiere confesar. El hecho de que otra persona lo exprese nos impulsa a negarlo con toda vehemencia.