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— ¿Cómo se encuentra la muchacha, doctor?

—Ha vuelto en sí y su madre la acompaña.

—Muy bien. He preguntado a los criados y todos declaran que nadie se ha presentado en la puerta trasera esta noche. Su descripción de aquel desconocido es demasiado vaga. ¿No puede usted decirnos algo más con-creto?

—Me temo que no —dije a mi pesar—. La noche era oscura y ese sujeto llevaba el cuello de la chaqueta subido hasta las orejas y el sombrero encasquetado hasta los ojos.

— ¡Hummra! —farfulló el inspector—. Podría haberlo hecho para esconder sus facciones. ¿Está usted seguro de que no se trata de alguien que conoce?

Contesté que no, pero con menos decisión de la que hubiera deseado.

Recordé mi impresión de que la voz del forastero no me era del todo desconocida. Se lo comenté inmediatamente al inspector.

— ¿Dice usted que era una voz áspera, de hombre sin educación?

Convine en ello, pero se me ocurrió que la aspereza era tal vez exagerada. Si, como el inspector sospechaba, aquel hombre deseaba esconder su rostro, de igual modo trataría de disfrazar su voz.

— ¿Quiere usted acompañarme al despacho, doctor? Hay una o dos cosas que deseo preguntarle.

Asentí. El inspector Davis abrió la puerta del vestíbulo, la franqueamos y volvió a cerrarla.

—No queremos que se nos moleste —comentó muy serio—, y tampoco que nos oigan. ¿Qué es eso del chantaje?

— ¡Chantaje!—exclamé asombrado.

— ¿Acaso es fruto de la imaginación de Parker o hay algo de verdad en ello?

—Si Parker ha oído hablar de chantaje —manifesté lentamente—, debe de haber sido desde detrás de esta puerta, con el oído pegado al ojo de la cerradura.

Davis asintió.

— ¡Muy probable! Verá usted, he indagado lo que Parker ha hecho esta noche. Para serle franco, no me gusta su actitud. Creo que sabe algo y, cuando he empezado a preguntarle a fondo, me ha contado esa historia del chantaje.

Tomé una decisión instantánea.

—Me alegro de que usted haya suscitado el tema. No sabía qué hacer: si hablar ahora o esperar una ocasión más favorable. He decidido decírselo todo ahora. ¿Qué le parece?

Sin más dilaciones, le conté lo sucedido aquella noche, tal como acabo de relatarlo en estas páginas. El inspector escuchó con muchísima atención, intercalando de vez en cuando alguna pregunta.

—Es una de las historias más extraordinarias que he oído —opinó cuando terminé—. ¿Dice usted que la carta ha desaparecido? ¡Malo, muy malo! Nos lleva a lo que andábamos buscando, un motivo para el crimen.

—Lo entiendo perfectamente.

— ¿Dice usted que Mr. Ackroyd le confió sus sospechas de que alguien de la casa estaba complicado en el asunto? Ésa es una expresión bastante ambigua.

— ¿No cree usted que Parker puede ser el hombre que buscamos?

—Eso parece. Es indudable que estaba escuchando detrás de la puerta cuando usted salió. Más tarde, miss Ackroyd le encuentra dispuesto a entrar en el despacho. Digamos que lo intenta de nuevo cuando ella se aleja. Apuñala a Ackroyd, cierra la puerta por dentro, abre la ventana y sale. Después vuelve a entrar por la puerta lateral que ha dejado abierta. ¿Qué le parece?

—Hay algo que se opone a esta teoría. Si Ackroyd hubiese continuado la lectura de esa carta después de retirarme, como era su intención, no creo que hubiera permanecido una hora allí sentado reflexionando. Habría llamado a Parker inmediatamente, acusándole en el acto y armando un magnífico escándalo. Recuerde que Ackroyd era un hombre de temperamento colérico.

—Tal vez no haya tenido tiempo de continuar leyendo la carta en seguida —sugirió el inspector—. Sabemos que alguien estaba con él a las nueve y media. Si se presentó en cuanto usted se marchó y después miss Ackroyd entró en el despacho para darle las buenas noches, su tío no pudo reanudar la lectura de la carta hasta cerca de las diez.

— ¿Y la llamada telefónica?

—Parker la habrá realizado, tal vez antes de pensar en la puerta cerrada y la ventana abierta. Luego habrá cambiado de idea o se habrá apoderado de él el pánico y habrá decidido negarlo. Puede usted estar seguro de que eso es lo que ha sucedido.

— ¿Usted cree? —dije en tono de duda.

—De todos modos, rastrearemos la llamada a través de la central telefónica. Si se efectuó desde esta casa, no veo cómo otra persona, que no fuera él mismo, pudo hacerla. Lo que nos lleva al mayordomo, pero cálleselo. No conviene alarmarle hasta que tengamos más pruebas. Cuida-ré de que no se escape. Mientras tanto, vamos a dedicarnos al misterioso forastero.

Se levantó de la silla y se acercó a la figura inmóvil que yacía en el sillón.

—El arma debería darnos una pista —observó—. Es algo fuera de lo corriente, una antigüedad, según parece.

Se inclinó para estudiar el mango con atención y le oí dar un gruñido de satisfacción. Luego, cogió con todo cuidado el arma más abajo del mango y, sin tocar la empuñadura, sacó la hoja de la herida y la dejó en un jarro de porcelana que adornaba la repisa de la chimenea.

—Una verdadera obra de arte. No debe de haber muchas como ésta en los alrededores.

Era en verdad muy hermosa. La hoja era delgada y el puño delicadamente trabajado, compuesto de metales engarzados con un dibujo muy curioso. El inspector tocó el filo con un dedo e hizo una mueca significativa.

— ¡Caramba! —exclamó—. Una criatura seria capaz de introducirla en el cuerpo de un hombre con la misma facilidad con que se corta un trozo de mantequilla. Es un juguete peligroso.

— ¿Puedo examinar el cuerpo detenidamente? —pregunté.

—Hágalo.

Procedí a un examen exhaustivo

—Y bien, ¿qué me dice? —inquirió el inspector cuando terminé.

—Le ahorraré el lenguaje técnico. Lo dejaremos para la encuesta. El golpe ha sido asestado con la mano derecha de un hombre que estaba de pie detrás de la víctima y la muerte ha debido de ser instantánea. A juzgar por la expresión del rostro del muerto, es de presumir que el ataque fue inesperado. Tal vez ha muerto sin saber quién le atacaba.

—Los mayordomos acostumbran a caminar como gatos —dijo el inspector—. No habrá mucho misterio en este crimen. Mire usted la empuñadura de esta daga.

La miré.

—No las verá usted —bajó el tono de voz— pero yo sí. ¡Huellas dactilares!

Se alejó unos pasos para comprobar el efecto de sus palabras.

—Sí —admití—. Lo suponía.

No veo por qué se debe suponer que carezco de toda inteligencia. Leo historias de detectives, los periódicos y soy un hombre de regular habilidad. Si hubiera habido huellas de los dedos de un pie en el puño de una daga, eso hubiera sido muy distinto y yo habría demostrado gran sorpresa y temor.

Me parece que el inspector sintió contrariedad al ver que rehusaba dejarme impresionar. Cogió el jarro de porcelana y me invitó a acompañarle a la sala del billar.

—A ver si Mr. Raymond puede decirnos algo respecto a esta daga —explicó.

Cerró la puerta y nos encaminamos a la sala del billar, donde encontramos a Raymond. El inspector le enseñó el arma.

— ¿No ha visto usted nunca esto antes de ahora?

—Creo que el comandante Blunt se lo regaló a Mr. Ackroyd. Procede de Marruecos, un momento, no, de Túnez. ¿Es el arma del crimen? ¡Es extraordinario! Parece imposible. Sin embargo es muy difícil que haya dos dagas iguales. ¿Puedo ir a buscar al comandante Blunt?

Sin esperar la contestación, se alejó a la carrera.

—Simpático muchacho —dijo el inspector—. Parece honrado e ingenuo.

Asentí. Durante los dos años que Geoffrey había sido secretario de Ackroyd no le había visto nunca de mal humor. Además, sabía que se había mostrado siempre muy eficiente.

Al cabo de unos minutos, Raymond volvió acompañado de Blunt.

—Tenía razón —explicó Raymond con voz excitada—. Es la daga tunecina.