—El comandante no la ha visto todavía —objetó el inspector.
—Me fijé en ella al entrar en el despacho —dijo el aludido.
— ¿La ha reconocido usted?
Blunt asintió.
—No ha dicho usted nada —añadió el inspector suspicaz.
—El momento no era apropiado. Es peligroso decir según qué cosas en el momento inoportuno.
Sostuvo la mirada del inspector con serenidad. El policía le ofreció el arma.
— ¿Está usted seguro, señor? ¿Reconoce usted esta daga?
—Absolutamente. No me cabe la menor duda.
— ¿Dónde solían guardar esta antigüedad? ¿Puede usted decírmelo?
El secretario fue el que contestó:
—En el salón, en la vitrina para la plata.
— ¿Qué? —exclamé.
Los demás me miraron.
—Diga, doctor — me alentó el inspector.
—No es nada.
— ¿Sí, doctor? —repitió el inspector con más ánimo.
—Un detalle —expliqué como excusándome—. Cuando llegué anoche para cenar, oí el ruido de la tapa de esa vitrina que se cerraba en el salón.
Advertí mucho escepticismo y cierta duda en la expresión del inspector.
— ¿Cómo sabe usted que se trataba de la vitrina?
Me vi obligado a explicárselo en detalle, operación larga y aburrida, que hubiera preferido no tener que realizar.
El inspector me escuchó con atención hasta que concluí.
— ¿Estaba en su sitio la daga cuando usted miró el contenido del mueble?
—No lo sé. No me fijé. Pero, desde luego, es posible que estuviera.
—Lo mejor será llamar al ama de llaves —observó el inspector mientras pulsaba el timbre.
Pocos minutos después, miss Russell, a la que Parker había ido a buscar, entró en la estancia.
—No creo haberme acercado a la vitrina —dijo cuando el inspector le hizo la pregunta—. He echado una mirada a las flores. ¡Ah, sí, ahora me acuerdo! La vitrina estaba abierta, cuando debía estar cerrada, y bajé la tapa. Miró al inspector con aire de reto.
—Comprendo. ¿Puede usted decirme si esta daga estaba en su sitio entonces?
Miss Russell miró el arma con serenidad. —No puedo asegurarlo. No me entretuve mirando. Sabía que la familia iba a bajar de un momento a otro y deseaba salir de allí.
—Gracias —dijo el inspector.
Hubo un leve titubeo en su voz, como si deseara hacerle nuevas preguntas, pero miss Russell interpretó las palabras como si fueran de despedida y salió del cuarto.
—Una señora de armas tomar, ¿no? —comentó el inspector—. Vamos a ver. Esa vitrina se encuentra frente a una de las ventanas, ¿verdad, doctor? Raymond contestó por mí.
—Sí, la de la izquierda.
— ¿Y la ventana estaba abierta?
—Ambas, completamente.
—Bueno, no creo necesario ahondar más en la cuestión de momento. Alguien pudo coger esa daga cuando quiso y ahora no es prioritario saber exactamente cuándo lo hizo. Volveré durante la mañana con el jefe de policía, Mr. Raymond. Hasta entonces conservaré la llave de esa puerta. Quiero que el coronel Melrose lo vea todo tal cual. Sé que está cenando al otro lado del condado y que pasará la noche fuera.
Vimos al inspector apoderarse del jarro.
—Tendré que envolver esto con cuidado —comentó—. Será una prueba importante en más de un sentido.
Pocos minutos después, al salir de la sala del billar con Raymond, éste soltó una risita divertida.
Noté la presión de su mano en mi brazo y seguí la dirección de su mirada. El inspector Davis parecía solicitar la opinión de Parker sobre un pequeño diario de bolsillo.
—Un poco obvio —murmuró mi compañero—. ¡De modo que Parker resulta sospechoso! Vamos a proporcionar al inspector unas muestras de nuestras huellas digitales.
Cogió dos tarjetas del tarjetero, las limpió con su pañuelo de seda, me alargó una y se quedó con la otra. Luego, con una alegre mueca, las entregó al inspector de policía.
—Souvenirs. Número uno, doctor Sheppard. Número dos, mi humilde persona. Mañana por la mañana tendrá otra del comandante Blunt.
La juventud es esencialmente alegre y despreocupada. Ni el brutal asesinato de su amigo y patrón consiguió entristecer a Geoffrey por mucho tiempo. ¡Tal vez sea preferible esa conducta! Lo ignoro, pues hace mucho tiempo que he perdido mi poder de reacción.
Era muy tarde cuando regresé y esperaba que Caroline se hubiera ido a la cama. Podía haber adivinado que no, conociéndola como la conozco. Me había preparado una taza de chocolate, que me sirvió muy caliente y, mientras lo bebía, me sonsacó toda la historia de la velada. No mencionó el chantaje y me limité a darle los detalles del crimen.
—La policía sospecha de Parker —dije, poniéndome en pie para irme a la cama—. ¡Todo parece indicar que es el culpable!
— ¡Parker! —exclamó mi hermana—. ¡Qué desatino! Ese inspector debe de ser un tonto. ¡Parker! ¡No digas sandeces!
Tras esa oscura declaración nos fuimos a descansar.
Capítulo VII
Me entero de la profesión de mi vecino
Al día siguiente hice mis visitas a marchas forzadas. Mi excusa era que no tenía casos graves que atender. Al regresar, Caroline salió a recibirme al vestíbulo.
—Flora Ackroyd está aquí —susurró, excitada.
Caroline se dirigió hacia nuestra pequeña sala de estar y yo la seguí.
— ¿Qué? —Disimulé mi sorpresa a duras penas.
—Está ansiosa por verte y hace media hora que espera.
Flora estaba sentada en el sofá, al lado de la ventana de nuestro saloncito. Vestida de negro, se retorcía las manos nerviosamente. Al ver su rostro, me sentí conmovido. Estaba blanca como el papel, pero cuando habló lo hizo con la misma serenidad y decisión de costumbre.
—Doctor Sheppard, he venido a pedirle que me ayude.
— ¡Desde luego, cuente con ello, querida! —contestó Caroline.
No creo que Flora deseara la presencia de mi hermana durante nuestra entrevista. Estoy seguro de que hubiera preferido hablarme a solas, pero también deseaba no perder tiempo e hizo de tripas corazón.
—Deseo que me acompañe a The Larches.
— ¡A The Larches! —exclamé, sorprendido.
— ¿Para ver a ese extraño vecino? —preguntó Caroline.
—Sí. Ya saben ustedes quién es, ¿verdad?
—Creemos que se trata de un peluquero jubilado —le comenté.
Los ojos azules de Flora se abrieron desmesuradamente.
— ¡Pero si es Hercule Poirot! Ya sabe usted a quién me refiero. El detective privado. Dicen que ha hecho cosas maravillosas, como los detectives de las novelas. Se retiró hace un año y ha venido a vivir aquí. Mi tío sabía quién era, pero prometió no decirlo a nadie, porque monsieur Poirot deseaba vivir con tranquilidad sin que la gente le molestara.
—Así que ésa es su profesión.
— ¿Habrá oído usted hablar de él?
—Soy un viejo fósil, a tenor de lo que dice Caroline. Pero sí, he oído hablar de él.
— ¡Es extraordinario! —exclamó Caroline.
Ignoro a qué se refería; tal vez a sus intentos fallidos por descubrir su identidad.
— ¿Quiere usted ir a verle? —pregunté—. ¿Por qué?
—Para que investigue este crimen, desde luego —dijo Caroline bruscamente
— ¡No seas estúpido, James!
No soy estúpido, pero Caroline no siempre comprende a qué me refiero.
— ¿No tiene usted confianza en el inspector Davis? —continué.
—Claro que no —exclamó Caroline—. Yo tampoco.
Parecía como si el muerto fuera el tío de Caroline.
— ¿Cómo sabe usted que aceptará el caso? Recuerde que se ha retirado de su actividad.
—Ahí está la dificultad —contestó Flora—. Debo persuadirle.
— ¿Está usted segura de obrar bien? —añadí.
—Desde luego que sí —exclamó mi hermana—. La acompañaré yo si quiere.