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Conozco bastante bien a Melrose y le presenté a Poirot, explicándole la situación. El jefe de policía pareció ofendido y el inspector Raglán torció visiblemente el gesto. Sin embargo, Davis exteriorizó un sentimiento de satisfacción al ver reflejada en los rostros de sus superiores la contrariedad.

—El caso va a ser claro como el agua —dijo Raglán—. No hay ninguna necesidad de que los aficionados vengan a entrometerse. Cualquier hombre un poco listo podía haberse dado cuenta de la situación anoche y no habríamos perdido doce horas.

Lanzó una mirada vengativa al pobre Davis, que la recibió impávido.

—La familia de Mr. Ackroyd debe, desde luego, hacer lo que crea conveniente —opinó Melrose—. Pero no podemos permitir que las investigaciones oficiales se vean entorpecidas de ningún modo. Conozco, desde luego, la gran reputación de Mr. Poirot —añadió en tono cortés.

—Por desgracia, la policía no puede hacerse propaganda —se lamentó Raglán.

Poirot fue quien salvó la situación.

—Es cierto que me he retirado del mundo. No tenía intención de volver a cuidarme de ningún caso y temo, por encima de todo, la publicidad. Debo rogarles que, en caso de que logre contribuir a la solución del misterio, no se mencione mi nombre.

La expresión del inspector Raglán se suavizó ligeramente.

—He oído hablar de sus notables éxitos —observó el coronel más amablemente.

—He tenido gratas experiencias —dijo Poirot—, pero la mayoría de mis éxitos los he logrado con ayuda de la policía. Admiro a la policía inglesa. Si el inspector Raglán me permite asistirle, me sentiré, a la vez, honrado y halagado.

La actitud del inspector se hizo aún más conciliadora.

El coronel Melrose me llevó a un aparte.

—Según he oído decir, ese individuo ha hecho cosas notables —murmuró—. Desde luego, no deseamos tener que llamar a Scotland Yard. Raglán da la impresión de estar seguro de sí mismo, pero no sé si estoy por completo de acuerdo con sus teorías. Verá usted, yo conozco a las partes interesadas mejor que él. Ese hombre no parece buscar la gloria, ¿verdad? ¿Trabajaría con nosotros sin querer ocupar el primer puesto?

— ¡A la mayor gloria del inspector Raglán! —contesté solemne.

—Bien, bien —asintió Melrose. Se dirigió al detective—. Mr. Poirot, vamos a ponerle al corriente de los últimos detalles del caso.

—Gracias. Mi amigo, el doctor Sheppard, mencionó que las sospechas recaían en el mayordomo.

— ¡Pamplinas! —dijo Raglán al instante—. Todos los criados de la clase alta son tan susceptibles, que obran de un modo sospechoso sin motivo alguno.

— ¿Las huellas dactilares? —pregunté.

—No se parecen en nada a las de Parker. —Sonrió levemente y añadió—: Ni a las suyas ni a las de Mr. Raymond tampoco.

— ¿Qué me dicen de las del capitán Patón? —preguntó Poirot.

Despertó en mí cierta admiración secreta por su manera de coger el toro por los cuernos y vi asomar una mirada de respeto en los ojos del inspector.

—Veo que no deja usted que la hierba le crezca bajo los pies, Mr. Poirot. Será un verdadero placer trabajar con usted. Tomaremos las huellas dactilares de ese joven en cuanto le pongamos las manos encima.

—Creo que va por mal camino, inspector —señaló el coronel, un poco mosqueado—. Conozco a Ralph Patón desde que era un chiquillo. No llegaría nunca al asesinato.

—Tal vez no —repuso el inspector con voz serena.

— ¿Qué pruebas hay contra él? —inquirí.

—Anoche salió a las nueve. Se le vio en los alrededores de Fernly Park a eso de las nueve y media. Desde entonces ha desaparecido. Creemos que se encuentra en una difícil situación pecuniaria. Tengo aquí un par de sus zapatos, zapatos con tacones de goma. Tenía dos pares casi exactamente iguales. Voy a compararlos ahora con las huellas. La policía se ocupa de que nadie las toque.

—Vamos allá enseguida —dijo el coronel—. Usted y Mr. Poirot nos acompañarán, ¿verdad?

Aceptamos y subimos todos al automóvil del coronel. El inspector estaba tan ansioso por comparar inmediatamente las huellas, que pidió que le dejáramos bajar ante el cobertizo de la entrada. A medio camino entre éste y la casa, un sendero lleva a la terraza y a la ventana del despacho de Ackroyd.

— ¿Quiere usted ir con el inspector, Mr. Poirot? —preguntó el jefe de policía—. ¿O prefiere examinar el despacho?

Poirot escogió esto último. Parker nos abrió la puerta. Estaba sereno y se mostró sumamente respetuoso. Parecía haberse repuesto del pánico de la noche anterior.

El coronel sacó una llave de su bolsillo, abrió la puerta del pequeño vestíbulo y entramos en el despacho.

—Excepto el cuerpo, que ya se lo han llevado, Mr. Poirot, el cuarto está exactamente igual que anoche.

— ¿Dónde encontraron el cadáver? ¿Aquí?

Con toda la precisión posible, describí la posición de Ackroyd. El sillón continuaba delante del hogar.

Poirot se acercó al sillón y se sentó.

— ¿Dónde estaba la carta azul cuando dejó la habitación?

—Mr. Ackroyd la había dejado en esta mesita, a su derecha.

Poirot asintió.

—Aparte de eso, ¿estaba todo en su sitio?

—Creo que sí.

—Coronel Melrose, ¿tendría usted la bondad de sentarse en este sillón un minuto? Gracias. Ahora, monsieur le docteur, hágame el favor de indicarme la posición exacta de la daga.

Así lo hice, mientras él permanecía en el umbral.

—El puño de la daga era visible desde la puerta. Tanto usted como Parker lo vieron inmediatamente.

—Sí.

Poirot se acercó a la ventana.

— ¿La luz estaba encendida cuando descubrieron el cuerpo? —preguntó por encima del hombro.

Asentí y me acerqué a él mientras estudiaba las huellas de la ventana.

—Los tacones de goma son del mismo tipo que los de los zapatos del capitán —dijo.

Volvió al centro de la habitación. Su mirada experta lo escudriñó todo sin perder detalle.

— ¿Es usted buen observador, doctor Sheppard?

—Creo que sí —contesté sorprendido.

—Veo que había fuego en el hogar. Cuando usted echó la puerta abajo y encontró a Mr. Ackroyd muerto, ¿cómo estaba el fuego? ¿Bajo?

Solté una risita de mortificación.

—No puedo decírselo. No me fijé. Tal vez Mr. Raymond o el comandante Blunt...

El belga meneó la cabeza, sonriendo levemente.

—Hay que proceder siempre con método. He cometido un error de juicio al hacerle esta pregunta. A cada hombre su propia ciencia. Podrá usted darme los detalles del aspecto del paciente, nada le escaparía en ese terreno. Si deseara información sobre los papeles de esa mesa, Mr. Raymond habría notado lo que había que ver. Para saber el estado del fuego, debo preguntarlo al hombre cuyo deber consiste en observar esa clase de cosas. Con su permiso.

Se acercó a la chimenea y pulsó el timbre.

Parker se presentó en dos minutos.

— ¿Han llamado, señores?

—Entre, Parker —dijo Melrose—. Este caballero quiere preguntarle algo.

Parker mostró una respetuosa atención hacia Poirot.

—Parker, cuando usted echó abajo la puerta con el doctor Sheppard anoche y encontró a su amo muerto, ¿cómo estaba el fuego?

—Muy bajo, señor —contestó sin dilación—. Estaba casi apagado.

— ¡Ah! —profirió Poirot. La exclamación parecía triunfante. Después dijo—: Mire usted en torno suyo, mi buen Parker. ¿Se encuentra esta habitación exactamente como estaba entonces?

El mayordomo miró en derredor y después a las ventanas.

—Las cortinas estaban corridas, señor, y la luz encendida.

Poirot hizo una señal de aprobación.