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— ¿Cómo es eso?

—Yo paseaba por la terraza.

—Perdone, ¿a qué hora?

—A eso de las nueve y media. Daba un paseo mientras fumaba y pasé frente a la ventana del salón. Oí a Ackroyd hablando en su despacho.

Poirot se inclinó y arrancó un microscópico hierbajo.

— ¿Cómo pudo oír las voces del despacho desde aquel punto de la terraza?

Poirot no miraba a Blunt, pero yo sí tenía la vista fija en él y, con gran sorpresa por mi parte, éste se ruborizo.

—Fui hasta la esquina —explico a regañadientes.

— ¿De veras?

De la manera más suave posible, Poirot insistió en recabar más información.

—Creí ver a una mujer que desaparecía entre los matorrales. Me llamó la atención una cosa blanca. Acaso me equivoqué. Mientras estaba en la esquina de la terraza, oí la voz de Ackroyd hablándole a su secretario.

— ¿Hablaba con Raymond?

—Sí, eso es lo que supuse entonces, pero resulta que no era cierto.

— ¿Mr. Ackroyd no le llamó por su nombre?

—No.

—Entonces, ¿qué le hizo pensar que se trataba de ese joven?

—Di por descontado que se trataba de Raymond —se explicó Blunt a duras penas—, porque antes de salir había dicho que iba a llevar unos papeles a Ackroyd. Nunca se me había ocurrido que pudiese tratarse de otra persona.

— ¿Recuerda usted las palabras?

—Siento decirle que no. Era algo intrascendente, sin importancia, y sólo oí dos o tres palabras. Estaba pensando en otra cosa.

—No tiene importancia. ¿Volvió usted a colocar un sillón contra la pared cuando entró en el despacho, después de que fuera descubierto el cuerpo?

— ¿Un sillón? No, señor, en absoluto. ¿Por qué había de hacerlo?

Poirot se encogió de hombros sin contestar y se volvió hacia Flora.

—Hay algo que me gustaría saber de usted, mademoiselle. Cuando estaba mirando el contenido de la vitrina con el doctor Sheppard, ¿la daga estaba o no en su sitio?

Flora irguió la cabeza.

—El inspector Raglán me lo ha preguntado ya —dijo con resentimiento—. Se lo he dicho y se lo repito a usted. Estoy completamente segura de que la daga no estaba allí. Él cree que sí y que Ralph la cogió más tarde. No me cree. Está convencido de que lo digo con el fin de salvar a Ralph.

— ¿Acaso no es cierto? —pregunté gravemente.

Flora dio una ligera patada en el suelo.

— ¿Usted también, doctor Sheppard? ¡Esto es el colmo!

Con gran tacto, Poirot cambió de tema.

— ¡Tiene usted razón, comandante! Algo brilla en este estanque. Vamos a ver si lo pesco.

Se arrodilló delante del agua, se arremangó hasta el codo y hundió la mano lentamente con el fin de no enturbiar el agua. Pero, a pesar de sus precauciones, el fango se arremolinó y se vio obligado a retirar el brazo sin haber cogido nada.

Miró con tristeza el lodo que le cubría la piel. Le ofrecí un pañuelo, que aceptó con fervientes manifestaciones de agradecimiento. Blunt consultó su reloj.

—Casi es hora de almorzar —dijo—. Lo mejor será regresar a casa.

— ¿Almorzará usted con nosotros, monsieur Poirot? —preguntó Flora—. Me gustaría que conociese a mi madre. Ella quiere mucho a Ralph.

— ¡Encantado, mademoiselle!

— ¿Usted también se queda, doctor Sheppard?

Vacilé.

—Se lo ruego.

Deseaba quedarme, de modo que acepté la invitación sin poner más reparos.

Nos encaminamos a la casa. Flora y Blunt abrían la marcha.

— ¡Qué cabellera! —exclamó Poirot en voz baja, señalando a Flora—. ¡Oro de ley! Formarán una hermosa pareja con el moreno y guapo capitán Patón, ¿verdad?

Le miré con una pregunta muda en los ojos, pero empezó a sacudir un brazo para secar unas cuantas y microscópicas gotas de agua que tenía en una manga de la chaqueta. Aquel hombre me sugería a menudo la idea de un gato, con sus ojos verdes y sus gestos imprevistos.

—Todo eso por nada —dije comprensivamente—. Me pregunto qué es lo que habría en el estanque.

— ¿Le gustaría verlo?

Le miré con extrañeza e incliné la cabeza.

—Mi buen amigo —manifestó con un tono de reproche—. Hercule Poirot no corre el riesgo de estropear su atuendo sin estar seguro de alcanzar lo que se propone. Lo contrario sería ridículo y absurdo. Y nunca soy lo primero.

—Pero usted ha sacado la mano vacía —objeté.

—Hay ocasiones en que es necesario obrar con discreción. ¿Nunca oculta nada a sus enfermos, doctor? Lo dudo, como tampoco oculta nada a su excelente hermana, ¿verdad? Antes de enseñar mi mano vacía, he dejado caer su contenido en la otra. Verá usted lo que es.

Abrió la mano izquierda. En la palma había una sortija de oro, una alianza de mujer.

La cogí.

—Mire usted dentro —ordenó Poirot.

Así lo hice y leí una inscripción en caracteres sumamente pequeños:

Recuerdo de R. 13 de marzo.

Miré a Poirot, pero estaba atareado estudiando su rostro en un espejo de bolsillo. Toda su atención estaba concentrada en su bigote y no en mí. Comprendí que no tenía intención de mostrarse comunicativo.

Capítulo X

La camarera

Encontramos a Mrs. Ackroyd en el vestíbulo. La acompañaba un hombre seco, de expresión agresiva y penetrantes ojos grises. Tenía todo el aspecto de ser un hombre de leyes.

—Mr. Hammond almuerza con nosotros —dijo Mrs. Ackroyd—. ¿Usted conoce al comandante Blunt, Mr. Hammond? ¿Y al querido doctor Sheppard? Otro amigo íntimo del pobre Roger. Además...

Se detuvo para mirar a Hercule Poirot con perplejidad.

—Es monsieur Poirot, mamá —intervino Flora—. Te hablé de él esta mañana.

—Sí, sí —asintió la mujer vagamente—. Por supuesto, querida, por supuesto. Encontrará a Ralph, ¿verdad?

—Descubrirá quién ha matado a mi tío —exclamó Flora.

— ¡Oh, querida! ¡Por favor! Ten compasión de mis nervios. Estoy deshecha al pensar que ha tenido que ser un accidente. Roger era tan aficionado a las antigüedades. Su mano debió de resbalar...

Esta teoría fue recibida en medio de un cortés silencio. Vi que Poirot se acercaba al abogado y le hablaba a media voz, en tono confidencial. Se retiraron al hueco de la ventana. Me reuní con ellos.

— ¿Tal vez molesto? —pregunté.

—De ningún modo —exclamó Poirot amablemente— Usted y yo, monsieur le docteur, investigamos este asunto codo con codo. Sin usted estaría perdido. Deseo que el bueno de Mr. Hammond me facilite una pequeña información.

—Entiendo que usted actúa en nombre del capitán Ralph Patón —dijo el abogado con cautela.

—Nada de eso. Obro en interés de la justicia. Miss Ackroyd me ha pedido que investigue la muerte de su tío.

Hammond pareció sorprendido.

—No puedo creer que el capitán Patón tenga algo que ver en este crimen. Sin embargo, las apariencias le acusan. ¡El solo hecho de sus problemas financieros...!

— ¿Andaba apurado? —repitió Poirot con viveza.

El abogado se encogió de hombros.

—Es un estado crónico en Ralph —dijo de forma adusta—. El dinero se le escurre entre las manos como el agua. Siempre tenía que recurrir a su padrastro.

— ¿Lo había hecho así en estos últimos tiempos? ¿Durante el último año, por ejemplo?

—No puedo decirlo. Mr. Ackroyd no me dijo nada de ese tema.

—Comprendo, Mr. Hammond. Creo que usted está al corriente de las disposiciones testamentarias de Mr. Ackroyd.

—Desde luego. Ése es el motivo de mi presencia aquí hoy.

—Así pues, en vista de que actúo en nombre de miss Ackroyd, no tendrá usted inconveniente en darme a conocer los términos del testamento.

—Son muy sencillos. Descartando la fraseología legal y después de hacer constar algunos legados y dádivas...