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Fui dando nombres hasta acabar con todos los informadores de mi hermana. Ésta continuaba negando con la cabeza de un modo triunfante. Al final me lo dijo.

— ¡Mr. Poirot! ¿Qué te parece?

Me parecía un sinfín de cosas, pero tuve el cuidado de no decirlas a Caroline.

— ¿Por qué ha venido?

—Para verme, naturalmente. Me ha dicho que, conociendo a mi hermano como le conoce, esperaba tener el placer de conocer a su encantadora hermana, quiero decir tu encantadora hermana.

— ¿De qué ha hablado?

—Mucho de él y de los casos que le han sido confiados. Conoce al príncipe Paul de Mauritania, el que acaba de casarse con una bailarina.

-¿Sí?

—Hace unos días leí un párrafo muy interesante sobre ella en Society Snnippets donde se decía que era en realidad una gran duquesa rusa, una de las hijas del zar, que logró escapar de los bolcheviques. Pues bien, resulta que Poirot descubrió un crimen misterioso en el que iban a verse involucrados. El príncipe Paul estaba loco de gratitud.

— ¿No le regaló acaso un alfiler de corbata con una esmeralda del tamaño de un huevo de paloma? —pregunté sarcásticamente.

—No me lo ha dicho, ¿por qué?

—Por nada. Creía que era la costumbre, por lo menos así es en las novelas de detectives. El superdetective tiene siempre sus habitaciones llenas de rubíes, perlas y esmeraldas, regaladas por sus reales clientes.

—Es muy interesante escuchar esas historias de boca de sus protagonistas —dijo mi hermana complacida.

Debería serlo por lo menos para Caroline. Yo no podía dejar de admirar el ingenio de Poirot que supo escoger el tema que más complacía a una solterona de un pequeño pueblo.

— ¿Te ha dicho que la bailarina era realmente una gran duquesa?

—No estaba autorizado a revelarlo —contestó Caroline dándose aires de importancia.

Me pregunté hasta qué punto Poirot habría alterado la verdad al hablar con mi hermana. Era posible que no hubiera dicho nada, sino dejado creer mucho enarcando las cejas o encogiéndose de hombros.

—Después de eso, supongo que estás dispuesta a comer en su mano.

—No seas vulgar, James. No sé dónde aprendes esas expresiones tan ordinarias,

—Probablemente en casa de mis enfermos, que son mi único lazo con el mundo exterior. Por desgracia, no hay entre ellos ni príncipes reales ni interesantes emigres rusos.

Caroline se subió las gafas sobre la frente y miró con atención.

—Estás de mal humor, James. Debe de ser el hígado. Toma una píldora azul esta noche.

Al verme en mi casa, nadie diría nunca que soy doctor en medicina. Caroline receta tanto para mí como para ella.

— ¡Maldito sea mi hígado! —dije con irritación-—. ¿Habéis hablado del crimen?

—Naturalmente, James. ¿Acaso se puede hablar de otra cosa en este pueblo? He conseguido aclararle algunos puntos a Mr. Poirot, que se ha mostrado muy agradecido. Dice que tengo el instinto de un verdadero detective y una intuición maravillosa de la naturaleza humana.

Caroline se parecía a un gato harto de crema. Ronroneaba de placer.

—Ha hablado mucho de las células grises del cerebro y de sus funciones. Dice que las suyas son de primera calidad.

—No me extraña —observé amargamente—. La modestia no se cuenta entre sus cualidades.

—Me gustaría, James, que no fueras tan criticón. Mr. Poirot considera muy importante que Ralph aparezca cuanto antes y que explique cómo empleó su tiempo. Afirma que su desaparición producirá una impresión malísima en la encuesta.

— ¿Qué le has contestado?

—Que estaba de acuerdo con él —dijo mi hermana con aire de suficiencia—. Además, le he explicado cómo la gente juzga los hechos.

—Caroline —manifesté con un tono severo—, ¿le has dicho a Mr. Poirot lo que oíste en el bosque el otro día?

—Sí —contestó Caroline muy ufana.

Me levanté y empecé a andar por el cuarto.

—Supongo que sabes lo que haces —señalé nerviosamente—. Le estás poniendo la cuerda al cuello a Ralph Patón con tanta seguridad como tú estás sentada en esa silla.

—Nada de eso —replicó Caroline sin inmutarse—. Lo que me ha extrañado muchísimo es que tú no se lo hayas dicho.

—Me he guardado muy bien de hacerlo. Quiero de veras al muchacho.

—Yo también. Por eso digo que piensas en tonterías. No creo que Ralph haya asesinado a su tío, de modo que la verdad no puede hacerle daño, y debemos ayudar a Mr. Poirot en todo lo que podamos. Piensa en la posibilidad de que Ralph estuviera con la misma chica la noche del crimen y, si es así, tiene una coartada perfecta.

—Si tiene una coartada, ¿por qué no viene a decirlo?

—Teme ocasionar disgustos a la chica. Pero si Mr. Poirot la encuentra y le hace ver que es su obligación, se presentará por sí misma para demostrar la inocencia de Ralph.

—Me parece que has imaginado una novela romántica. Lees demasiada literatura barata, Caroline. Siempre te lo he dicho.

Volví a sentarme en mi sillón.

— ¿Poirot te ha preguntado algo más?

—Sólo respecto a los enfermos que recibiste aquella mañana.

— ¿Los enfermos? —repetí sin comprender.

—Sí, los del consultorio. ¿Cuántos y quiénes eran?

— ¿Quieres hacerme creer que has sido capaz de decirle eso?

Caroline es realmente sorprendente.

— ¿Por qué no? —inquirió con tono triunfal—. Veo el sendero que lleva a la puerta de tu consultorio desde esta ventana y tengo una memoria excelente, James. Mucho mejor que la tuya, deja que te lo diga.

— ¡Estoy convencido de ello!

Mi hermana prosiguió, contando con los dedos:

—Vino la vieja Mrs. Bennett y el muchacho de la granja que tenía un dedo herido; Dolly Grice, para que le quitaras una aguja que se clavó en el dedo; el camarero norteamericano del transatlántico. Déjame contar, llevamos cuatro. Sí, y el viejo George Evans, con su úlcera. Además...

Se detuvo de un modo significativo.

-¿Sí?

Caroline creó el climax apropiado y triunfal para sisear con su mejor estilo y ayudada por las muchas «eses» a su disposición.

—Miss Russell.

Se recostó en su silla y me miró fijamente. Y cuando mi hermana te mira así es imposible no darse cuenta.

—No sé a qué te refieres —dije, mintiendo con descaro—. ¿Por qué no había de venir miss Russell a consultarme respecto a su rodilla enferma?

— ¡Qué rodilla enferma ni qué narices! ¡Monsergas! Tiene la rodilla tan enferma como tú y yo. Lo que buscaba era otra cosa.

— ¿Qué?

Caroline tuvo que confesar que lo ignoraba.

— ¡Pero ten por seguro que eso es lo que Mr. Poirot deseaba saber! Esa mujer esconde algo y él lo sabe.

—Es la misma reflexión que Mrs. Ackroyd me hizo ayer —exclamé—. Decía que miss Russell tenía algo sobre su conciencia.

— ¡Ah! —exclamó mi hermana misteriosamente—. Mrs. Ackroyd. ¡Otra que tal!

— ¿Otra qué?

Caroline rehusó explicar sus observaciones. Se limitó a asentir varias veces, dobló su labor y subió a su cuarto para ponerse la blusa de seda de color malva y el medallón de oro, que era su atuendo para cenar.

Me quedé mirando el fuego y pensando en las palabras de Caroline. ¿Habría venido Poirot en realidad para obtener informes sobre miss Russell, o la mente tortuosa de Caroline había interpretado sus reflexiones de acuerdo con sus propias ideas?

La conducta de miss Russell aquella mañana no había sido sospechosa, pero recordaba su insistencia sobre el tópico de las drogas y los venenos. Sin embargo, eso no probaba nada. Ackroyd no había muerto envenenado. Así y todo, era extraño.

Oí la voz de Caroline llamándome desde lo alto de la escalera:

—James, vas a retrasarte para la cena.

Eché carbón al fuego y subí obedientemente.

Conviene tener paz en casa a cualquier precio.