Flora se había puesto muy pálida.
— ¡Demasiado tarde! —susurró.
Poirot se inclinó para mirarla fijamente a los ojos.
—Mire usted, mademoiselle. Papá Poirot es quien se lo pide, el viejo papá Poirot, que sabe muchas cosas y tiene mucha experiencia. No voy a hacerle caer en trampas, mademoiselle. ¿No quiere confiar en mí y decirme dónde se esconde?
La muchacha se levantó y se encaró con él.
—Monsieur Poirot, le juro solemnemente que ignoro dónde está Ralph y que no lo he visto ni he sabido de él durante o después del día del crimen.
Volvió a sentarse. Poirot la contempló en silencio unos instantes y de pronto dio una palmada en la mesa.
—Bien! Ésta es la cuestión. —Su rostro adquirió una expresión dura— Ahora hago un llamamiento a los demás que están sentados en torno a esta mesa: a Mrs. Ackroyd, al comandante Blunt, al doctor Sheppard, a Mr. Raymond. Todos eran amigos del desaparecido. ¡Si saben dónde se esconde Patón, hablen! —Hubo un largo silencio en el que Poirot nos miró a todos alternativamente—. Se lo ruego. ¡Hablen!
Pero el silencio se prolongó hasta que Mrs. Ackroyd lo rompió.
—La verdad —se lamentó— es que la ausencia de Ralph es muy extraña, mucho. No presentarse en un momento como éste, deja entrever que hay algo detrás de su actitud. No puedo dejar de pensar, querida Flora, que es una suerte que vuestro compromiso no haya sido anunciado formalmente.
— ¡Madre! —exclamó Flora con enfado.
— ¡Es la Providencia! —declaró Mrs. Ackroyd—. Tengo una fe ciega en la Providencia, la divinidad que da forma a nuestros fines, como dicen unos bellos versos de Shakespeare .
— ¡Estoy seguro, Mrs. Ackroyd —exclamó Raymond, cuya risa irresponsable retumbó en el comedor—, de que no hará responsable al Todopoderoso de todos los tobillos hinchados!
Supongo que Raymond lo dijo para relajar la tensión, pero Mrs. Ackroyd le lanzó una mirada de reproche mientras sacaba su pañuelo.
— ¡Mi hija se ha ahorrado muchos disgustos! No es que piense un solo momento que el querido Ralph tenga algo que ver con la muerte del pobre Roger. No lo creo. Pero también es cierto que tengo un corazón confiado. Desde la infancia soy así. Me cuesta mucho creer en la maldad ajena. Pero, desde luego, no hay que olvidar que cuando era niño fue víctima de algunos ataques aéreos. Dicen que a veces los resultados tardan en manifestarse. Las personas no son responsables de sus actos, pierden el dominio sobre ellas mismos y no permiten que nadie les ayude.
— ¡Mamá! No creerás que Ralph es culpable?
— ¡Vamos, Mrs. Ackroyd! —exclamó Blunt.
—No sé qué pensar —dijo Mrs. Ackroyd, lloriqueando—. Todo esto me trastorna. ¿Qué sería de la herencia, de esta finca, si se descubriera que Ralph es culpable?
Raymond apartó la silla de la mesa con violencia. El comandante permaneció inmóvil, mirando pensativamente a la dama.
—Algo así como una neurosis de guerra, ¿sabe usted? —continuó ella con obstinación—. Creo también que Roger le ataba muy corto con el dinero, con las mejores intenciones del mundo, desde luego. Veo que todos están indignados, pero encuentro muy extraño que Ralph no se haya presentado y repito que me alegro de que el compromiso de Flora no haya sido aún anunciado formalmente.
—Lo será mañana —afirmó miss Ackroyd con voz clara.
— ¡Flora! —exclamó su madre anonadada.
Flora se había vuelto hacia el secretario.
—Mande por favor el anuncio a The Morning Post y a The Times, Mr. Raymond.
—Si usted lo juzga sensato, miss Ackroyd.
La muchacha se volvió impulsivamente hacia Blunt.
— ¿Me comprende, verdad? ¿Qué más puedo hacer? Tal como están las cosas, debo permanecer al lado de Ralph. ¿Debo hacerlo, no?
Le miraba con insistencia y, al cabo de un momento, Blunt asintió con brusquedad.
Mrs. Ackroyd se deshizo en protestas airadas y Flora ni se inmutó. Raymond tomó la palabra:
—Aprecio sus motivos, miss Ackroyd. Pero, ¿no cree usted que se precipita demasiado? Espere un día o dos.
— ¡Mañana mismo! —protestó Flora—. Es inútil continuar así, mamá. A pesar de mis defectos, no soy desleal con mis amigos.
—Mr. Poirot —exclamó la madre con lágrimas en los ojos—, ¿no puede usted hacer algo?
—No hay nada qué hacer —interrumpió Blunt—. Actúa con corrección. Yo lo apruebo y la ayudaré en cuanto de mí dependa.
Flora le alargó la mano.
—Gracias, comandante.
—Mademoiselle —dijo Poirot—, permita usted a un anciano que la felicite por su valor y lealtad, pero no se ofenda si le pido... si le pido solemnemente, que retrase un par de días el anuncio del que habla.
Flora vaciló.
—Se lo ruego, tanto por el bien de Patón como por el suyo propio, mademoiselle. Veo que frunce el entrecejo. No comprende por qué lo digo, pero le aseguro que tengo un motivo. Pas de blagues! Usted puso el caso en mis manos. No ponga ahora trabas a mi cometido.
Flora reflexionó antes de contestar.
—No me gusta esa idea, pero haré lo que dice. —Volvió a sentarse.
—Y ahora, messieurs et mesdames —dijo Poirot rápidamente—, continúo con lo que iba a decir. Compréndanme bien: quiero llegar a la verdad. Ésta, por fea que sea en sí, es siempre curiosa y siempre resulta hermosa para el que la busca con afán. Tengo muchos años, mis facultades no son ya lo que eran. —Aquí esperaba a todas luces una contradicción—. Es muy probable que éste sea el último caso en el que intervendré, pero Hercule Poirot no acabará con un fracaso. Messieurs et mesdames, les advierto que quiero saber y sabré a pesar de todos ustedes.
Pronunció las últimas palabras como un reto. Nos estremecimos todos, excepto Geoffrey Raymond, que continuó de buen humor e impávido como de costumbre.
— ¿Qué quiere usted sugerir con «a pesar de todos nosotros»? —preguntó, enarcando las cejas.
—Pues eso, monsieur. Exactamente eso. Cada uno de los aquí presentes me oculta algo. —Levantó una mano al subir un coro de débiles protestas—. Sí, sí, sé muy bien lo que digo. Puede ser algo sin importancia, trivial, que se supone que tiene que ver con el caso, pero ahí está. Cada uno de ustedes tiene algo que esconder. Confiésenlo, ¿tengo o no tengo razón?
Su mirada, cargada de acusación y de reto, dio la vuelta a la mesa y todas las miradas se rindieron ante la suya, incluso la mía.
—Ya me han contestado —dijo Poirot con una risita extraña. —Se levantó—. Les hago un llamamiento. ¡Díganme la verdad, toda la verdad! —Hubo un silencio—. ¿Nadie quiere hablar? —Volvió a reír—. C'est dommage.
Y salió del comedor.
Capítulo XIII
La pluma de oca
Aquella noche, después de cenar, fui a casa de Poirot a instancias suyas. Caroline me vio alejarme con contrariedad. Creo que le hubiera gustado acompañarme.
Poirot me recibió con mucha cordialidad. Había una botella de whisky irlandés —que detesto— en una mesita, junto con un sifón y un vaso. Él bebía chocolate caliente. Más tarde descubrí que se trataba de su bebida favorita.
Me preguntó cortésmente por mi hermana, afirmando que era una mujer muy interesante.
—Temo que le haya usted hecho subir los humos a la cabeza —dije con brusquedad—. Me refiero al domingo por la tarde.
Se echó a reír alegremente.
—Me gusta siempre recurrir a los expertos —observó sin matizar sus palabras.
—Se habrá enterado usted de todas las habladurías del pueblo. De lo cierto y de lo falso.
—Y de unas informaciones valiosísimas —añadió tranquilamente.