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—La llamada telefónica, el sillón cambiado de sitio

—Cree usted realmente que este último detalle es importante?

—Tal vez no —admitió mi amigo—. Puede haber sido movido por accidente y Raymond o Blunt haberlo colocado en su sitio inconscientemente, bajo la impresión que sufrían. Además, están las cuarenta libras que han desa-parecido.

—Que Ackroyd entregó a Ralph —sugerí—. Acaso Ackroyd cediera después de rehusar.

— ¡Eso deja todavía una cosa sin explicación!

— ¿Cuál?

— ¿Por qué está Blunt tan seguro de que era Raymond el que hablaba con Mr. Ackroyd a las nueve y media?

—Nos lo ha explicado él mismo.

— ¿Lo cree usted así? No insisto. Pero dígame, en cambio, ¿cuáles eran los motivos de Ralph Patón para desaparecer?

—Eso es harina de otro costal. Tendré que hablarle como médico. Ralph debió de perder el dominio de sus nervios. Si descubrió de repente que su tío había sido asesinado unos minutos después de que se alejara de su lado, y tal vez después de una entrevista tempestuosa, es muy posible que huyera sin pensar en las consecuencias de su acto. Muchos hombres han obrado en circunstancias similares como si fuesen culpables, a pesar de su inocencia.

—Sí, es verdad, pero es preciso tener en cuenta una cosa.

—Sé lo que va a decir usted. ¡El motivo! Ralph hereda una fortuna considerable a la muerte de su tío.

—Éste es uno de los motivos.

— ¿Uno?

Mais oui. ¿No comprende usted que son tres los motivos que se nos presentan? Alguien robó el sobre azul y su contenido. Éste es otro de los motivos. ¡Chantaje! Ralph Patón era tal vez el hombre que hacía víctima de ese chantaje a Mrs. Ferrars. Recuerde que Hammond no estaba enterado de que Ralph hubiera pedido dinero a su tío últimamente, lo que hace pensar que se lo procuraba en otra parte. Luego está el hecho de que se encontraba en un lío que temía llegase a conocimiento de su tío y, finalmente, está el que usted acaba de mencionar.

— ¡Dios mío! El caso se presenta cada vez más negro.

— ¿De veras? Aquí es donde no estamos de acuerdo usted y yo. Tres motivos son muchos. Me inclino a creer que, después de todo, Ralph Patón es inocente.

Capítulo XIV

Mrs. Ackroyd

Después de la conversación que acabo de relatar, me pareció que el asunto entraba en una fase distinta. Se puede dividir en dos partes, bien diferenciadas. La primera empieza con la muerte de Ackroyd el viernes por la noche y acaba al atardecer del lunes siguiente. Es el relato fiel de lo ocurrido expuesto a Poirot. Yo estuve a su lado continuamente. Veía lo que él veía e hice lo que pude por adivinar sus pensamientos. Comprendo ahora que fracasé en este punto. Aunque Poirot me enseñó sus descubri-mientos —por ejemplo, la alianza de oro— se calló las impresiones vitales y lógicas a las que llegó. Como descubrí más adelante, este secretismo era una de sus principales características. Se permitía lanzar sugerencias sin ir más allá. Como he dicho, mi relato hasta el lunes al atardecer pudo ser el de Poirot en persona. Él era Sherlock Holmes y yo Watson. Pero, después del lunes, nuestros caminos se separaron. Poirot tenía trabajo. Me enteré de lo que hacía porque en King's Abbot se sabe todo, pero no me lo comunicaba de antemano. Yo también tenía mis preocupaciones. Al recordarlo, lo que me llamaba la atención era que el asunto se parecía a un rompecabezas en el cual todos intervenían, aportando sus conocimientos particulares: un detalle, una observación, que contribuían a su solución. No obstante, a Poirot le tocó el honor de colocar todas esas piezas en su lugar correspondiente.

Algunos de los incidentes parecían entonces carentes de interés y de significado. Estaba, por ejemplo, la cuestión de los zapatos negros, pero eso vendrá después. Para poner las cosas por orden riguroso, debo empezar con la llamada de Mrs. Ackroyd.

Me envió a buscar el martes por la mañana de un modo tan urgente, que me apresuré a trasladarme a su lado, convencido de que la encontraría in extremis.

Mrs. Ackroyd estaba en la cama. Ésa fue una concesión por su parte a la etiqueta de la situación. Me alargó su huesuda mano y me señaló una silla junto al lecho.

—Bien, Mrs. Ackroyd. ¿Qué le pasa?

Le hablé con jovialidad, una característica de los médicos de cabecera.

—Estoy deshecha —afirmó con voz débil—, completamente deshecha. Es la impresión de la muerte del pobre Roger. Dicen que son cosas que no se sienten en el acto ¿sabe usted? La reacción viene después.

Es una lástima que su profesión le impida a un médico decir algunas veces lo que piensa en realidad. Hubiera dado cualquier cosa por poder contestarle: « ¡Pamplinas!»

En vez de eso, le propuse tomar un tónico, que Mrs. Ackroyd aceptó enseguida. El primer movimiento del juego estaba hecho. No se me ocurrió en ningún momento que me había enviado a buscar a causa del efecto que le causó la muerte de Roger, pero Mrs. Ackroyd es incapaz de seguir una línea recta, sea cual sea el asunto a tratar. Siempre recurre a medios tortuosos. Me pregunté con curiosidad por qué me habría mandado llamar.

— ¡Luego está esa escena de ayer!

— ¿Qué escena?

—Doctor, ¿cómo puede usted decir eso? ¿Acaso lo ha olvidado? Hablo de ese hombre horrible, de ese francés o belga, de su modo de maltratarnos a todos. Me trastornó completamente después de la muerte de Roger.

—Lo siento mucho, Mrs. Ackroyd.

—No sé qué es lo que se proponía, gritándonos como lo hizo. Sé cuál es mi deber y nunca soñaría con ocultar nada. He ayudado a la policía con todos los medios a mi alcance.

Mrs. Ackroyd se detuvo mientras yo contestaba:

— ¡Sí, sí, desde luego! —Empezaba a vislumbrar de qué se trataba.

—Nadie puede acusarme de haber faltado a mi deber. Estoy segura de que el inspector Raglán está satisfecho. ¿Por qué tiene que meterse en todo ese forastero intrigante? Es el hombre más ridículo que he visto en mi vida. Se parece a un cómico francés de esos que salen en las revistas. No comprendo por qué Flora ha insistido en que se encargue del caso. No me lo dijo de antemano. Todo lo hizo por su propia iniciativa. Flora es demasiado independiente. Soy una mujer de mundo y soy su madre. Debió dejar que la aconsejara ante todo.

Escuché todo eso en silencio.

— ¿Qué pensará ese individuo? Me gustaría saberlo. ¿Creerá acaso que escondo algo? Ayer me acusó.

Me encogí de hombros.

—No tiene importancia, Mrs. Ackroyd. Puesto que no esconde usted nada, lo que ha dicho no se refiere a usted.

La dama cambió de conversación, como era su costumbre.

— ¡Los criados son tan fastidiosos! Hablan, charlan entre ellos. Luego se sabe y, probablemente, no hay nada de cierto en todo ello.

— ¿Han hablado los criados? ¿De qué?

Mrs. Ackroyd me lanzó una mirada muy astuta que me hizo perder la calma.

—Estaba convencida de que usted lo sabría, doctor. Usted estuvo todo el tiempo con Mr. Poirot, ¿verdad?

—Sí, es cierto.

—Entonces, lo sabe. Fue esa muchacha, Úrsula Bourne, ¿verdad? Desde luego, sale de la casa y trata de hacer todo el mal posible. Es una mujer despechada. Todas son iguales. Y usted que estaba allí, doctor, sabrá exactamente lo que dijo. Me preocupa la idea de que se formen im-presiones erróneas. Después de todo, hay pequeños detalles que no se explican a la policía, ¿verdad? A veces son cosas familiares que no tienen nada que ver con el crimen. Pero si la muchacha se sentía despechada, puede haber inventado toda clase de mentiras.

Comprendí que Mrs. Ackroyd estaba verdaderamente angustiada. Poirot no se había equivocado. De las seis personas reunidas en torno a la mesa ayer, Mrs. Ackroyd, por lo menos, tenía algo que esconder. A mí sólo me quedaba descubrir qué era.