La muchacha no pudo resistir mi mirada.
—Pensaba irme de todos modos —contestó insegura.
No insistí. Me abrió la puerta y, cuando ya traspasaba el umbral, dijo de pronto en voz baja:
—Dispense usted, señor. ¿No hay noticias del capitán Patón?
Negué con la cabeza y la miré inquisitivamente.
—Pues debería volver —insistió ella con ojos suplicantes—. Sí, sí. ¡Debería volver! ¿Nadie sabe dónde está?;
— ¿Lo sabe usted acaso?
—No lo sé, pero quienquiera que sienta amistad por él le diría que debería volver.
Me entretuve pensando que tal vez la muchacha diría algo más. Su siguiente pregunta me sorprendió.
— ¿Cuándo creen que ocurrió el crimen? ¿Poco antes de las diez?
—Así es. Entre las diez menos cuarto y las diez.
— ¿No antes? ¿No antes de las diez menos cuarto?
La miré con atención. Estaba claro que esperaba con ansiedad una respuesta afirmativa.
—No hay que pensar siquiera en ello. Miss Ackroyd saludó a su tío a las diez menos cuarto.
Se volvió abatida.
« ¡Hermosa chica!», me dije al alejarme. « ¡Muy hermosa!»
Caroline estaba en casa. Había recibido la visita de Poirot y estaba sumamente complacida y orgullosa.
—Le ayudo en su trabajo —me explicó.
Me sentí algo inquieto. Caroline es ya bastante difícil de manejar tal como es. ¿Qué ocurriría si alguien alentaba su instinto detectivesco?
— ¿Y qué haces? ¿Te ha encomendado buscar a la misteriosa muchacha que acompañaba a Ralph Patón?
—No, eso ya lo hago por mi cuenta. Pero hay una cosa que Mr. Poirot desea que descubra para él.
— ¿De qué se trata?
—Quiere saber si las botas de Ralph Patón eran negras o marrones —respondió Caroline con gran solemnidad.
Me quedé mirándola. Comprendo ahora que fui un estúpido en ese asunto de las botas, que no me di cuenta de su importancia.
—Eran unos zapatos marrones —dije—. Yo los vi.
—No se trata de zapatos, sino de botas, James. Mr. Poirot desea saber si el par de botas que Ralph tenía en el hotel eran marrones o negras. Es un detalle esencial.
No sé si seré tonto, pero no acertaba a comprenderlo.
— ¿Y cómo lo sabrás?
Caroline me dijo que eso no presentaba dificultad alguna. La mejor amiga de Annie, nuestra doncella, era la de miss Gannett que se llama Clara. Esa tal Clara salía a pasear con el botones del Three Boars. Nada tan sencillo pues. Con ayuda de miss Gannett, que prestaría lealmente su cooperación dejando la tarde libre a Clara, el asunto se llevaría a cabo con la máxima rapidez.
Cuando nos sentamos para almorzar, Caroline observó con indiferencia estudiada:
—En cuanto a las botas de Ralph Patón...
—Sí. ¿Qué ocurre con ellas?
—Mr. Poirot creía que eran de color marrón, pero se equivocaba. Son negras.
Caroline asintió varias veces. Al parecer, pensaba que había superado a Poirot.
No le contesté. Me preocupaba la idea de que el color de un par de botas de Ralph Patón tuviera algo que ver con el caso.
Capítulo XV
Geoffrey Raymond
Aquel mismo día estaba destinado a recibir una nueva prueba del éxito de la táctica de Poirot. Su método estaba inspirado en su profundo conocimiento de la naturaleza humana. Una mezcla de temor y de remordimiento había arrancado la verdad a Mrs. Ackroyd. Fue la primera en reaccionar.
Por la tarde, cuando volví de mis visitas a los enfermos, Caroline me dijo que Geoffrey acababa de irse.
— ¿Quería verme? —pregunté, mientras colgaba mi abrigo en el vestíbulo.
Caroline revoloteaba a mi alrededor.
—Quería ver a Mr. Poirot. Llegaba de The Larches. Mr. Poirot había salido. Raymond pensó que tal vez estaría aquí, o que tú sabrías dónde encontrarle.
—No tengo la menor idea.
—He intentado hacerle esperar —añadió Caroline—, pero me ha dicho que quería volver a The Larches dentro de media hora y se ha ido al pueblo. Es una lástima, porque Mr. Poirot regresó exactamente un minuto después de irse Raymond.
— ¿Ha venido aquí?
—No, ha entrado en su casa.
— ¿Cómo lo sabes?
—Le he visto por la ventana lateral —explicó Caroline.
Creía que el tema estaba acabado, pero mi hermana no era de la misma opinión.
— ¿No vas allá?
— ¿Adonde?
—A The Larches, desde luego.
— ¿Para qué, mi querida Caroline?
—Mr. Raymond quería verle con mucha urgencia. Así te enterarías de lo que ocurre.
Enarqué las cejas.
—La curiosidad no es mi peor vicio —observé con frialdad—. Puedo vivir confortablemente sin saber al dedillo qué hacen o piensan mis vecinos.
— ¡Tonterías, James! Tienes tantas ganas de saberlo como yo, pero no eres franco y te gusta disimular tu curiosidad.
—Es cierto, Caroline —dije, entrando en mi sala de consultas.
Diez minutos después, Caroline llamó a la puerta y entró con un bote de jalea.
—Me pregunto, James, si te molestaría llevar este bote de jalea de nísperos a Mr. Poirot. Se lo he prometido. No ha comido nunca jalea de nísperos hecha en casa.
— ¿Por qué no puede ir Annie?
—Está zurciendo y la necesito.
Nos miramos fijamente.
—Muy bien. Sin embargo, si llevo este maldito tarro, lo dejaré en la puerta. ¿Lo oyes?
Mi hermana enarcó las cejas.
—Naturalmente. ¿Quién ha hablado de otra cosa?
Caroline siempre pronunciaba la última palabra.
—Si «por casualidad» ves a Mr. Poirot —ironizó cuando abría la puerta—, puedes decirle lo de las botas.
Era un tiro acertado. Yo deseaba, ansiaba comprender el enigma de las botas. Cuando la anciana del gorro bretón me abrió la puerta, pregunté si Poirot estaba en casa.
Él salió a recibirme, mostrando una gran satisfacción al verme.
—Siéntese, mi buen amigo. ¿En este sillón? ¿En esta silla? La habitación no está demasiado caldeada, ¿verdad?
Me ahogaba, pero me abstuve de decírselo. Las ventanas estaban cerradas y un gran fuego ardía en el hogar.
—Los ingleses tienen la manía del aire fresco —declaró Poirot—. El aire está muy bien en la calle, que es donde pertenece. ¿Por qué admitirlo en casa? Pero no discutamos esas nimiedades. ¿Tiene usted algo para mí?
—Dos cosas —dije—. Ante todo, esto de parte de mi hermana.
Le entregué el bote de jalea.
— ¡Cuan amable es miss Caroline al recordar su promesa! ¿Y la segunda cosa?
—Una información. —Le hablé de mi entrevista con Mrs. Ackroyd. Me escuchó con interés, pero sin excitarse.
—Esto echa un poco de luz sobre el asunto —dijo pensativamente— y tiene cierto valor, porque confirma la declaración del ama de llaves. Ella dijo, como recordará usted, que encontró abierta la tapa de la vitrina y la cerró al pasar.
— ¿Qué le parece su excusa de que fue al salón para ver si las flores estaban frescas?
— ¡Ah! No la tomaremos en serio, ¿verdad, amigo mío? Era tal como usted dice, una excusa, inventada apresuradamente por una mujer que se veía en la necesidad de explicar su presencia, cosa que por otra parte no se le hubiera ocurrido a usted preguntar. Pensé que tal vez su agitación se debía al hecho de que había abierto la vitrina, pero creo que ahora tenemos que buscar otro motivo.
—Sí. ¿A quién fue a ver fuera de la casa? ¿Y por qué?
— ¿Usted cree que fue a ver a alguien?
—Estoy convencido de ello.
Poirot asintió.
—Yo también.
Hubo una pausa.
—A propósito —dije—, mi hermana me ha encargado que le transmita un mensaje. Las botas de Ralph Patón eran negras y no marrones.