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Le miraba fijamente y me pareció verle cambiar de expresión, pero esta impresión se desvaneció en el acto.

—Su hermana, ¿está segura de que no eran de color marrón?

—Absolutamente.

— ¡Ah! ¡Qué lástima!

Parecía desanimado y no entró en explicaciones, sino que inmediatamente empezó a hablar de otra cosa.

—El ama de llaves, miss Russell, fue a su consulta aquel viernes por la mañana. ¿Sería indiscreto preguntar qué ocurrió durante esa entrevista, detalles profesionales aparte?

—Nada de eso. Después de la consulta, hablamos unos minutos de venenos, de la facilidad o de la dificultad de descubrir el empleo de los estupefacientes y de los que se entregan a ese vicio.

— ¿Con una mención especial de la cocaína?

— ¿Cómo lo sabe usted? —pregunté sorprendido.

Por toda respuesta, se levantó y se acercó a un extremo de la habitación donde tenía archivados unos periódicos. Me trajo un número del Daily Budget del 16 de septiembre, que era viernes, y me enseñó un artículo sobre el contrabando de cocaína. Era un artículo de estilo sombrío y trágico escrito con la intención de llamar la atención sobre el tema.

—Ésta es la idea que le puso la cocaína en la cabeza, amigo mío.

Le hubiera hecho nuevas preguntas, pero no comprendía del todo su razonamiento, pero en aquel momento la puerta se abrió y anunciaron a Geoffrey Raymond.

El joven entró tan alegre y jovial como siempre y nos saludó a ambos.

— ¿Cómo está usted, doctor? Mr. Poirot, es la segunda vez que vengo a su casa esta mañana. Tenía ganas de verle.

—Tal vez haga bien retirándome —sugerí algo torpemente.

—Por mí no lo haga, doctor. Verá usted —dijo, sentándose por indicación de Poirot—. Tengo que hacer una confesión.

En verité?

—En realidad no tiene importancia, pero mi conciencia me remuerde desde ayer por la tarde. Usted nos acusó a todos de esconder algo, Mr. Poirot. Yo me confieso culpable. Callaba algo, en efecto.

— ¿Y qué es, Mr. Raymond?

—Le repito que nada importante. Tenía deudas, muchas, y ese legado ha llegado oportunamente. Quinientas libras me ponen a flote y me dejan un pequeño sobrante.

Sonrió, mirándonos con esa franqueza que le hacía resultar tan simpático a todo el mundo.

—Ya sabe lo que es eso —prosiguió—. La policía sospecha de todo el mundo y es desagradable confesar que uno está en apuros por temor a causar mala impresión. Pero fui un tonto, puesto que Blunt y yo estuvimos en la sala del billar a partir de las diez menos cuarto, de forma que tengo una excelente coartada y nada que temer. Sin embargo, cuando usted nos gritó eso de que callábamos cosas, sentí un ligero malestar y pensé que más valía aligerar mi espíritu de ese peso.

Se levantó, siempre sonriente.

—Es usted un muchacho muy cuerdo —dijo Poirot, mirándole con aprobación—. Verá usted, cuando sé que alguien me esconde cosas, sospecho que lo que se calla puede ser muy malo. Usted ha obrado bien.

—Me alegro de verme libre de toda sospecha —dijo Raymond riendo—. Ahora me retiro.

— ¡De forma que ya sabemos lo de Mr. Raymond! —afirmé en cuanto salió.

—Sí. Es una bagatela, pero si no hubiese estado en el billar, ¿quién sabe? Después de todo, muchos crímenes han sido cometidos por menos de quinientas libras. Todo depende de la cantidad de dinero que hace falta para corromper a un hombre. Es una cuestión de relatividad. ¿No es cierto? ¿Ha pensado usted, amigo mío, en que muchas personas resultarán beneficiadas en esa casa con la muerte de Mr. Ackroyd? Mrs. Ackroyd, miss Flora, Mr. Raymond, el ama de llaves. Con una excepción: el co-mandante Blunt.

Pronunció este nombre con un tono tan singular, que le miré asombrado.

—No le entiendo.

—Dos de las personas que acusé me han dicho la verdad.

— ¿Cree que el comandante tiene algo que esconder?

—En cuanto a eso —observó Poirot, displicente—, hay un refrán que dice que los ingleses esconden sólo una cosa: su amor. El comandante Blunt no sabe disimular.

—A veces me pregunto si no hemos ido demasiado aprisa al llegar a algunas conclusiones.

— ¿A qué se refiere?

—Estamos convencidos de que el individuo que hizo víctima de un chantaje a Mrs. Ferrars es necesariamente el asesino de Mr. Ackroyd. ¿Acaso no nos equivocamos?

Poirot meneó la cabeza con energía.

— ¡Muy bien, excelente! Me preguntaba si usted tendría esa idea. Desde luego, es posible. Pero debemos recordar una cosa. La carta desapareció. Sin embargo, tal como dice usted, eso no indica que fuera el criminal quien se apoderó de ella. Cuando usted encontró el cuerpo, Parker pudo sustraer la carta sin que lo viera.

— ¿Parker?

—Sí, Parker. Siempre vuelvo a Parker, no como el asesino, no. Él no cometió el crimen, sino como el truhán capaz de aterrorizar a Mrs. Ferrars. Quizás obtuviera información de la muerte de Mr. Ferrars a través de uno de los criados de King's Paddock. De todos modos, es más probable que se haya enterado de ello por un huésped ocasional como Blunt, por ejemplo.

—Parker pudo coger la carta —admití—. No me fijé en que faltaba hasta bastante después.

— ¿Cuándo exactamente? ¿Después de entrar Blunt y Raymond en el cuarto o antes?

—No lo recuerdo. Creo que fue antes. No, después. Sí, estoy casi seguro que fue después.

—Esto ensancha el campo hasta tres —opinó Poirot—. Parker es, sin embargo, el más indicado. Tengo la intención de someter a Parker a un pequeño experimento. ¿Quiere usted acompañarme a Fernly Park?

Asentí complacido y los dos nos pusimos en camino inmediatamente.

Al llegar a la mansión, Poirot preguntó por miss Ackroyd y Flora no tardó en presentarse ante nosotros.

—Mademoiselle Flora —dijo Poirot—. Tengo que confiarle un pequeño secreto. No estoy convencido todavía de la inocencia de Parker. Necesito su ayuda para someterle a un pequeño experimento. Deseo reconstruir algunos de sus movimientos de aquella noche, pero tenemos que encontrar una excusa. ¡Ah, sí! Dígale que yo desearía saber si las voces de los que hablaban en el vestíbulo pequeño pueden oírse desde la terraza. Ahora llame usted a Parker, por favor.

Así lo hizo y el mayordomo se presentó servicial como siempre.

— ¿Ha llamado usted, señor?

—Sí, mi buen Parker. Pienso hacer un pequeño experimento. He colocado al comandante Blunt en la terraza, frente a la ventana del despacho. Deseo saber si alguien que estuviera allí alcanzaría a oír las voces de miss Ackroyd y de usted cuando se encontraban en el vestíbulo aquella noche. Quiero recrear aquella escena. Traiga usted la bandeja o lo que llevara.

Parker se alejó y nos trasladamos al vestíbulo, frente a la puerta del despacho. Pronto oímos un ruido de tintineo en el vestíbulo y Parker apareció en el umbral de la puerta, cargado con una bandeja con la botella de whisky, un sifón y dos vasos.

—Un momento —exclamó Poirot, levantando la mano y al parecer muy excitado—. Tenemos que hacerlo todo con orden, tal como ocurrió. Es mi método usual.

—Costumbre extranjera, señor —dijo Parker—. Creo que lo llaman reconstrucción del crimen...

Parker permaneció de pie, imperturbable, con la bandeja en las manos, aguardando pacientemente las órdenes de Poirot.

— ¡Ah! Nuestro buen Parker sabe eso —exclamó Poirot—. Ha leído cosas. Ahora, se lo ruego, hagámoslo todo del modo más exacto. Usted salió del vestíbulo. Mademoiselle, ¿dónde...?

—Aquí —dijo Flora, colocándose frente a la puerta del despacho.

—Exacto, señor —dijo Parker.

—Acababa de cerrar la puerta —continuó Flora.

—Sí, señorita —asintió Parker—. Su mano estaba todavía en el picaporte, como ahora.

—Pues bien, allez! Representen la pequeña comedia.

Flora tenía la mano en el picaporte y Parker entró por la puerta del vestíbulo, llevando la bandeja.