— ¡Tonterías! —replicó Caroline—. Debes saber algo interesante.
De momento, no contesté. Estaba abrumado por la excitación. Había leído en algún sitio algo referente al «vencedor perfecto» que consistía en hacer Mah-Jong de salida. Nunca supuse que algo así me llegara a ocurrir.
Sorprendido por el triunfo, puse las fichas boca arriba encima de la mesa.
—Como dicen en el Club Shanghai —exclamé—: ¡Tíw-ho, el «vencedor perfecto»!
Los ojos del coronel casi salieron de sus órbitas.
— ¡Por todos los diablos! —gritó maravillado—. ¡Nunca jamás había visto semejante cosa!
Fue entonces cuando, molesto por las pullas de Caroline y la excitación del glorioso triunfo, cometí una imprudencia temeraria.
—Y ahora, algo ciertamente interesante —dije—. ¿Qué les parece una alianza de oro con una fecha y las palabras «Recuerdo de R.» grabadas en el interior?
Paso por alto la escena que siguió. Fui obligado a explicar dónde había sido encontrado aquel tesoro. Tuve que revelar la fecha.
—13 de marzo —dijo Caroline—. Hace seis meses de eso. ¡Ah!
Al cabo de un buen rato de discusiones, se desarrollaron tres teorías:
Primera: La del coronel Cárter. Que Ralph estaba casado secretamente con Flora. La primera y más sencilla.
Segunda: La de miss Gannett. Que Roger Ackroyd estaba casado con Mrs. Ferrars.
Tercera: La de Caroline. Que Roger Ackroyd estaba casado con su ama de llaves, miss Russell.
Todavía apareció una cuarta superteoría. La formuló mi hermana al acostarnos.
—No me extrañaría que Geoffrey y Flora se hubieran casado.
—Pero entonces habrían grabado: «Recuerdo de G» y no de «R» —objeté.
— ¡Quién sabe! Algunas muchachas llaman a los hombres por sus apellidos. Y ya has oído lo que miss Gannett ha dicho de Flora.
Debo decir que no había oído nada al respecto, pero viniendo de Caroline respeté su insinuación.
— ¿Y Héctor Blunt? Si alguien...
— ¡Desatinas! —dijo Caroline—. La admira, tal vez está enamorado de ella, pero, créeme, una muchacha no se encapricha de un hombre que podría ser su padre cuando hay en la casa un secretario joven y guapo. Puede animar al comandante para despistar. Las chicas son astutas, pero te diré una cosa, James Sheppard. Flora Ackroyd no ama a Ralph Patón y nunca lo ha amado. Convéncete de eso.
Dócilmente me dejé convencer.
Capítulo XVII
Parker
A la mañana siguiente pensé que me había mostrado algo indiscreto debido al entusiasmo provocado por el Tiw-ho. Era cierto que Poirot no me había pedido que silenciara el descubrimiento del anillo, pero, por otra parte, no había hablado del mismo en Fernly Park y yo era la única persona enterada de su existencia.
Me sentía culpable. La noticia debía de correr actualmente en alas del viento por todo Kings Abbot y esperaba un diluvio de reproches del detective de un momento a otro.
Los funerales de Mrs. Ferrars y de Roger Ackroyd se celebraron a las once. Fue una ceremonia triste e impresionante. Todos los moradores de Fernly Park estaban presentes.
Cuando terminó, Poirot me cogió del brazo y me invitó a acompañarle a The Larches. Su expresión era grave y temí que mi indiscreción de la noche anterior hubiese llegado a sus oídos. Sin embargo, pronto comprendí que algo distinto le embargaba.
—Tenemos que actuar —dijo de pronto—. Con la ayuda de usted me propongo interrogar a un testigo. Le haremos preguntas, le infundiremos semejante temor, que la verdad surgirá.
— ¿De qué testigo habla usted? —pregunté sorprendido.
— ¡De Parker! Le he pedido que viniera a mi casa esta mañana a las doce. Debe de estar esperándome.
— ¿Qué espera usted? —me aventuré a decir, mirándole de reojo.
—Sólo sé una cosa y es que no estoy satisfecho.
— ¿Cree usted que es el chantajista?
—O eso o...
— ¿Qué? —pregunté después de esperar un minuto o dos.
—Amigo mío, voy a decirle esto: creo que fue él.
Algo en su actitud y su tono me redujo al silencio.
Al llegar a The Larches, nos dijeron que Parker ya estaba esperándonos. El mayordomo se levantó respetuosamente cuando entramos en el cuarto.
—Buenos días, Parker —dijo Poirot con voz amable—. Un momento, se lo ruego.
Se quitó el gabán y los guantes.
—Permítame, señor —dijo Parker, que de inmediato se acercó para ayudarle. Colocó las dos cosas en una silla junto a la puerta. Poirot le observó satisfecho.
—Gracias, mi buen Parker. Siéntese. Lo que tengo que decirle puede entretenernos un buen rato.
Parker se sentó, inclinando la cabeza como si se excusara.
— ¿Por qué cree usted que le he pedido que viniera aquí esta
mañana?
Parker tosió levemente.
—Me pareció comprender, señor, que deseaba usted hacerme algunas preguntas sobre mi difunto amo, sobre su vida privada.
—Précisément! —contestó Poirot, sonriendo—. ¿Tiene usted experiencia en chantajes?
— ¡Señor!
El mayordomo se levantó de un salto.
—No se excite usted. No haga el papel del hombre honrado a quien se insulta. Usted sabe cuanto hay que saber respecto al chantaje, ¿verdad?
—Señor, yo no... yo no he sido nunca...
—...injuriado —sugirió Poirot—, injuriado de este modo antes de ahora. Entonces, mi buen Parker, ¿por qué estaba tan ansioso por oír la conversación que sostenía en el despacho Mr. Ackroyd, la otra noche, después de coger al vuelo la palabra chantaje?
— ¡Yo no... yo...!
— ¿Quién fue su último amo?
— ¿Mi último amo?
—Sí, el señor con quien estaba antes de servir a Mr. Ackroyd.
—El comandante Ellerby, señor.
Poirot le interrumpió sin miramientos.
—Eso mismo, el comandante Ellerby, adicto a los estupefacientes, ¿verdad? Usted viajó con él. Cuando estaba en las Bermudas, hubo un incidente desagradable: un hombre muerto. El comandante era en parte responsable del suceso y se silenció. ¿Cuánto le pagó Ellerby para que usted callara?
Parker miraba al detective boquiabierto. Estaba trastornado y sus mejillas temblaban febrilmente.
—He conseguido informes —continuó Poirot—. Es tal como lo digo. Usted cobró entonces una buena suma de dinero con el chantaje y el comandante Ellerby continuó pagándole hasta su muerte. Ahora quiero saberlo todo respecto a su último experimento.
Parker guardaba silencio.
—Es inútil negarlo. Hercule Poirot lo sabe todo. Lo del comandante Ellerby es cierto, ¿verdad?
Contra su voluntad, Parker asintió. Tenía el rostro de color ceniza.
— ¡Sin embargo, no he tocado un solo cabello a Mr. Ackroyd! —dijo quejumbrosamente—. ¡Se lo juro ante Dios, señor! Siempre he tenido miedo a este momento y le repito que no le he asesinado.
Levantó la voz hasta pronunciar las últimas palabras en un grito.
—Me siento inclinado a creerle, amigo mío —dijo Poirot—. No tiene usted el nervio, el valor necesario, pero es preciso que yo obtenga la verdad.
—Se lo diré todo, señor, todo lo que desea saber. Es verdad que traté de escuchar aquella noche. Una o dos palabras que oí despertaron mi curiosidad, así como el deseo de Mr. Ackroyd de que no le molestaran y su manera de encerrarse con el doctor. Lo que he dicho a la policía es la pura verdad, oí la palabra chantaje, señor y...
Hizo una pausa.
— ¿Y pensó que tal vez allí descubriría algo que pudiera interesarle?
— ¡Pues sí, señor! Pensé que si Mr. Ackroyd era víctima de un chantaje, bien podría tratar de aprovecharme de la ocasión.
Una expresión muy curiosa pasó por el rostro de Poirot. Se inclinó hacia adelante.