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— ¿Antes de aquella noche, tuvo usted alguna vez motivo para creer que Mr. Ackroyd era víctima de un chantajista?

—No, señor. Lo oí con sorpresa. Era un caballero de costumbres muy regulares.

— ¿Qué fue lo que oyó?

—Poca cosa, señor. No tuve suerte. Mi trabajo me llamaba a la cocina y, cuando me acerqué una o dos veces al despacho, fue en vano. La primera vez, el doctor Sheppard salía y por poco me descubre, y la segunda, Mr. Raymond pasó por el vestíbulo central y continuó en esa dirección, de modo que no pude seguir adelante. Cuando volví a intentarlo llevando la bandeja, miss Flora me alejó.

Poirot miró fijamente al hombre como para poner a prueba su sinceridad. Parker devolvió la mirada sin pestañear.

—Espero que me crea, señor. Siempre he tenido miedo de que la policía resucitara aquel viejo asunto del comandante Ellerby y sospechara de mí en consecuencia.

Eh bien! Estoy dispuesto a creerle, pero hay una cosa que debo pedirle y es que me enseñe la libreta de su cuenta bancaria. Supongo que usted tendrá una.

—Sí, señor, y la llevo encima.

Sin el menor reparo, la sacó del bolsillo. Poirot cogió la libreta de tapas verdes y le echó una mirada.

— ¡Ah! Veo que este año ha comprado por valor de quinientas libras en bonos de ahorro.

—Sí, señor. He ahorrado más de mil libras como resultado de mi estancia en casa de mi último amo, el comandante Ellerby. Además, he tenido suerte en las carreras de caballos. Recordará usted que un caballo desconocido ganó el Jubilee. Yo apostaba veinte libras.

Poirot le devolvió el librito.

—Puede usted retirarse. Creo que me ha dicho la verdad. En caso contrario, tanto peor para usted, amigo mío.

Cuando Parker se retiró, Poirot recogió su abrigo.

— ¿Sale otra vez?

—Sí, haremos una visita a Mr. Hammond.

— ¿Usted se cree la historia de Parker?

—Es posible. A menos de que sea muy buen actor, parece creer firmemente que Ackroyd era la víctima del chantajista. Si es así, no sabe nada de lo de Mrs. Ferrars.

—En ese caso, ¿quién?

Précisément! ¿Quién? Nuestra visita a Mr. Hammond tiene un objeto determinado, o bien disculpará completamente a Parker o...

— ¡Diga, diga!

—Esta mañana he contraído la mala costumbre de dejar mis frases sin acabar —explicó Poirot con tono de disculpa—. Deberá usted tener paciencia conmigo.

—A propósito —dije algo tímidamente—. Tengo que hacerle una confesión. Temo haber dejado escapar sin querer algo respecto a esa alianza.

— ¿Qué alianza?

—La que usted encontró en el estanque.

— ¡Ah, sí, sí!

—Espero que a usted no le sabrá mal. Fue un descuido imperdonable.

—Nada de eso, amigo mío, nada de eso. No le recomendé silencio. Usted podía hablar si le venía en gana. ¿Su hermana se mostró interesada?

— ¡Ya lo creo! Causó sensación y formularon toda clase de teorías.

— ¡Ah! Sin embargo, es tan sencilla. La verdadera explicación salta a la vista, ¿verdad?

— ¿Lo cree usted así? —comenté desabrido.

Poirot se echó a reír.

—El hombre sabio no hace confidencias. Ya llegamos a casa de Mr. Hammond.

El abogado estaba en su despacho. Nos hicieron pasar sin dilación. Se levantó y nos saludó con la sequedad y la educación habituales.

Poirot fue directo al grano.

—Monsieur, deseo que usted me proporcione cierta información, es decir, si tiene la bondad de dármela. Creo que usted era el notario de la difunta Mrs. Ferrars, de King's Paddock.

Noté la sorpresa que reflejó la mirada del abogado antes de que la reserva profesional pusiera de nuevo una máscara en sus facciones.

—Es cierto. Todos sus asuntos pasaban siempre por mis manos.

—Muy bien. Ahora, antes de pedirle nada, me gustaría que escuchase la historia que Mr. Sheppard le relatará. Supongo que no le importa, amigo mío, repetir la conversación que sostuvo con Mr. Ackroyd el viernes pasado por la noche.

—En absoluto —dije y de inmediato relaté la historia de aquella extraña noche.

Hammond escuchó con suma atención.

— ¡Chantaje! —exclamó el abogado pensativo.

— ¿Le sorprende? —preguntó Poirot.

—No, no me sorprende. Sospechaba algo por el estilo desde hace tiempo.

—Eso nos lleva a la información que vengo a pedirle. Si alguien puede darnos una idea de las sumas pagadas es usted, monsieur.

—No tengo por qué oponerme a darle esa información —afirmó Hammond, al cabo de un momento—. Durante el último año, Mrs. Ferrars vendió algunas obligaciones y el dinero producto de esa venta no volvió a invertirlo, sino que se depositó en su cuenta corriente. Sus rentas eran muy elevadas y, como vivía con modestia después del fallecimiento del marido, supuse que las sumas se destinaban a unos pagos especiales. En una ocasión, le pregunté al respecto y me dijo que se veía obligada a mantener a varios parientes pobres de su marido. No insistí, como puede suponer. Hasta ahora pensé que ese dinero lo recibía alguna mujer que tendría derechos sobre Ashley Ferrars. No soñé siquiera en que Mrs. Ferrars en persona estuviera complicada en el asunto.

— ¿Y el importe? —preguntó Poirot.

—Las diversas cantidades subían por lo menos a veinte mil libras.

— ¡Veinte mil libras! —exclamé—. ¡En un solo año!

—Mrs. Ferrars era una mujer riquísima —dijo Poirot—. Y el castigo por un crimen no es precisamente agradable.

— ¿Necesitan saber algo más? —inquirió Mr. Hammond.

— ¡Gracias, no! —dijo Poirot, levantándose—. Dispénsenos por haberle perturbado.

—Ninguna molestia, se lo aseguro.

—La palabra «perturbado» —le dije al salir— se aplica sólo a los trastornos mentales.

— ¡Ah! Mi inglés nunca será perfecto. Curiosa lengua. Habría tenido que decir «fastidiado», n’est ce pas?

—«Molestado» era la palabra justa.

—Gracias, amigo mío —me dijo Poirot—, por recordarme la palabra exacta. Eh bien ¿Qué me dice ahora de nuestro amigo Parker? ¿Con veinte mil libras en su poder habría continuado haciendo de mayordomo? Je ne pense pas. Desde luego, es posible que haya ingresado el dinero en el banco bajo otro nombre, pero estoy dispuesto a creer que nos ha dicho la verdad. Si es un pillo, lo es en pequeña escala. No tiene grandes ideas. Eso nos deja dos posibilidades: Raymond o el comandante Blunt.

—No puede ser Raymond —objeté—, puesto que sabemos que se encontraba apurado por una suma de quinientas libras.

—Eso es lo que dice.

— ¡Y en cuanto a Héctor Blunt...!

—Voy a decirle algo sobre el buen comandante —interrumpió Poirot— Mi trabajo consiste en enterarme. Eh bien! Me he enterado. He descubierto que ese legado de que habla sube a unas veinte mil libras. ¿Qué le parece?

Estaba tan sorprendido que apenas pude contestar.

— ¡Es imposible! ¡Un hombre tan conocido como Héctor Blunt!

Poirot se encogió de hombros.

— ¿Quién sabe? Él sí es hombre de grandes ideas. Confieso que no me lo imagino en el papel de chantajista, pero hay otra posibilidad que usted aún no ha considerado siquiera.

— ¿Cuál?

—El fuego, amigo mío. Ackroyd pudo destruir esa carta junto con el sobre azul después de salir usted.

—No lo creo probable. Sin embargo, es posible. Quizá cambiara de idea.

Llegábamos a casa e invité a Poirot a almorzar con nosotros.

Pensé que Caroline estaría contenta, pero es empresa difícil satisfacer a las mujeres. Resultó que almorzábamos chuletas. En la cocina tenían callos con cebollas. ¡Y dos pequeñas chuletas para tres personas es un problema de complicada solución!

Sin embargo, Caroline no se dejó amilanar por tan poca cosa. Mintiendo con descaro, explicó a Poirot que, aunque James se reía siempre de ella, seguía un régimen estrictamente vegetariano. Habló largo y tendido sobre el asunto y comió un plato de legumbres, al tiempo que se explayaba sobre los peligros que encierra el comer carne.