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—No. Sólo está retenido como sospechoso.

— ¿Qué explicaciones ha dado?

—Muy pocas. Es un pájaro de cuenta. Lanza insultos, cubre a la gente de improperios, pero no dice nada más.

Al llegar a Liverpool me sorprendió ver cómo era recibido Poirot con aclamaciones entusiastas. El superintendente Hayes, que nos esperaba, había trabajado con él en otro caso hacía tiempo, y tenía evidentemente una opinión exagerada de su talento.

—Ahora que tenemos a monsieur Poirot aquí, la cosa no tardará en resolverse —dijo alegremente—. Creía que se había retirado, monsieur

—Así es, en efecto, mi buen Hayes, pero el retiro es aburrido. Usted no puede imaginarse la monotonía con que un día sigue al otro.

—Me lo figuro. ¿De modo que ha venido usted a echar una mirada a nuestro detenido? ¿Es el doctor Sheppard? ¿Cree usted que podrá identificarle?

—No estoy muy seguro —dije, vacilando.

— ¿Cómo dieron con él? —inquirió Poirot.

—Hicimos circular su descripción. No era gran cosa, lo admito. Ese tipo tiene acento norteamericano y no niega haber estado cerca de King's Abbot la noche de autos. Se limita a preguntar por qué nos interesa saberlo y a decir que nos verá primero en el infierno antes que contestar a nuestras preguntas.

— ¿Podré verle yo también? —preguntó Poirot.

El superintendente hizo un guiño lleno de promesas.

—Estaremos encantados, señor. Usted tiene permiso para hacer lo que quiera. El inspector Japp, de Scotland Yard, preguntó por usted el otro día. Dijo que sabía que usted intervenía en el asunto. ¿Puede decirme dónde se esconde el capitán Patón, señor?

—Dudo que sea conveniente indicárselo en este momento —respondió el belga misteriosamente. Me mordí el labio inferior para no sonreír. El hombre desempeñaba muy bien su papel. Después de algunas formalidades, nos llevaron a presencia del prisionero. Era un muchacho de unos veintidós o veintitrés años, alto, delgado, con manos ligeramente temblorosas y aspecto de poseer una gran fuerza física, agotada hasta cierto punto. Tenía el cabello oscuro y los ojos azules, torvos, que rara vez miraban de frente a su interlocutor. A pesar de la ilusión que me había forjado de poder reconocer al hombre que había visto la noche de autos, me fue imposible decidir si se trataba o no de aquel individuo. No me recordaba a nadie que conociese.

—Bien, Kent —dijo el superintendente—, levántese. Están aquí unos señores que han venido a verle. ¿Reconoce usted a alguno de ellos?

Kent miró de mala gana, pero no contestó. Vi su mirada posarse sobre cada uno de nosotros por turno y volver finalmente hacia mí.

—Bien, doctor —me dijo el superintendente—, ¿le reconoce?

—La estatura es la misma —contesté—. Por su aspecto general, acaso se trate del mismo hombre. No puedo añadir nada más.

— ¿Qué diablos significa todo esto? —preguntó Kent—. ¿De qué se me acusa? Vamos, hablen. ¿Qué suponen que he hecho?

Incliné la cabeza.

—Es el hombre. Reconozco su voz.

— ¿Usted reconoce mi voz? ¿Dónde cree haberla oído antes?

—El viernes por la noche, frente a la verja de Fernly Park. Usted me preguntó el camino que debía seguir.

— ¿Sí, eh?

— ¿Lo admite? —preguntó el inspector.

—No admito nada. Primero debo saber de qué se me acusa.

— ¿No ha leído usted los periódicos durante estos últimos días? —dijo Poirot, hablando por primera vez.

El hombre entornó los ojos.

— ¡Ah! ¿Se trata de eso? He leído que un viejo ha sido enviado al otro barrio en Fernly Park. Intentan demostrar que yo hice la faena, ¿eh?

—Eso es —admitió Poirot—. Usted estuvo allí.

— ¿Cómo lo sabe?

—Por esto. —Poirot sacó algo del bolsillo y se lo enseñó. Era la pluma de oca que habíamos encontrado en el pequeño cobertizo. Al verla, el rostro del hombre cambió de expresión. Alargó la mano.

—«Nieve» —dijo un calculador Poirot—. No, amigo mío, está vacía. La encontré en el cobertizo, donde usted la dejó caer aquella noche.

Charles Kent miraba al detective, vacilando.

—Parece usted enterado de muchas cosas, gallito extranjero. Tal vez recuerde que los diarios dicen que el viejo fue despachado entre las diez menos cuarto y las diez.

—Es verdad —convino Poirot.

—Sí, pero, ¿ocurrió realmente así? Eso es lo que me interesa saber.

—Este caballero se lo dirá —contestó Poirot. Señaló a Raglán. Éste vaciló, miró al superintendente Hayes, luego a Poirot y, finalmente, como si hubiese obtenido aprobación de éstos, dijo:

—Así fue, en efecto.

—Entonces no tienen por qué retenerme aquí —dijo Kent—. Estaba lejos de Fernly Park a las nueve y veinticinco. Pueden preguntarlo en The Dog & Whistle. Es un bar situado a una milla de Fernly Park, en la carretera de Cranchester. Recuerdo que armé un escándalo allí. No faltaría mucho para las diez menos cuarto. ¿Qué les parece eso?

Raglán hizo una anotación en su cuaderno.

— ¿Qué anota? —preguntó Kent.

—Se harán las gestiones necesarias —contestó el inspector—. Si usted ha dicho la verdad, no habrá motivo alguno para inculparlo. De todos modos, ¿qué hacía en Fernly Park?

—Fui a ver a alguien.

— ¿A quién?

—Eso es asunto mío.

—Más vale que conteste con cortesía —le avisó el superintendente.

— ¡Al infierno la cortesía! Fui allí por un asunto que me interesaba y no tengo que dar cuenta de ello a nadie. Lo único debe interesar a la poli es si yo estaba lejos cuando se cometió el crimen.

— ¿Se llama usted Charles Kent? —dijo Poirot—. ¿Dónde nació?

El hombre se le quedó mirando y se echó a reír.

—Soy inglés.

—Sí. Creo que lo es. Me parece que nació en el condado de Kent.

El hombre pareció asombrado.

— ¿Por qué? ¿Acaso por mi nombre? ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? ¿Es que un hombre que se llama Kent tiene que haber nacido necesariamente en ese condado?

—En determinadas circunstancias, imagino que sí —señaló Poirot—. ¡En determinadas circunstancias! ¿Me comprende usted?

Hablaba con un tono tan significativo, que los dos policías se sorprendieron. El rostro de Kent se puso rojo como un tomate y, durante un momento, creí que iba a saltar sobre Poirot. Lo pensó mejor y se volvió mientras reía para sus adentros.

Poirot inclinó la cabeza como si estuviera satisfecho y salió de la estancia. Los dos policías no tardaron en reunirse con él.

—Comprobaremos su declaración —observó Raglán—. No creo que mienta, pero tendrá que decir qué hacía en Fernly Park. Me parece que hemos cogido a nuestro chantajista. Por otra parte, si su historia es verídica, no pudo cometer el crimen. Llevaba diez libras encima cuando fue detenido. Creo que las cuarenta libras que han desaparecido han ido a parar a sus manos. Los números de los billetes no corresponden, pero lo primero que haría sería cambiarlos. Mr. Ackroyd debió de dárselo y él se largó con el dinero sin perder tiempo. ¿Qué es eso de que ha nacido en Kent? ¿Qué tiene que ver con el asunto?

—Nada en absoluto —dijo Poirot con voz suave—. Es una idea mía, nada más. Soy famoso por mis pequeñas ideas.

— ¿De veras? —replicó Raglán, mirándole con asombro.

El superintendente se echó a reír ruidosamente.

—Más de una vez he oído al inspector Japp hablar de las ideas de Mr. Poirot. Demasiado fantasiosas para mi gusto, dice, pero siempre hay algo en ellas.

—Usted se burla de mí —contestó Poirot, sonriendo—. Tanto da. Algunas veces, los viejos nos reímos cuando los jóvenes inteligentes no tienen ganas de hacerlo.

Se despidió de ellos con una inclinación de cabeza y salió a la calle.

Almorzamos juntos en un restaurante. Ahora me consta que lo sabía todo y que poseía el último indicio que necesitaba para alcanzar la verdad.