Me dijo que debía marcharse y la acompañé hasta la puerta del consultorio en el momento que sonaba el batintín del almuerzo. Nunca hubiese sospechado que miss Russell fuese aficionada a las historias de detectives. Me divertía muchísimo pensar que salía de su cuarto para regañar a una criada delincuente, para después volver a la lectura del «Misterio de la séptima muerte» o algo por el estilo.
Capítulo III
El hombre que cultivaba calabacines
Dije a Caroline, mientras almorzábamos, que cenaría en Fernly Park. No objetó nada. Muy al contrario.
— ¡Magnífico! —exclamó—. Te enterarás de todo. A propósito, ¿qué pasa con Ralph?
— ¿Con Ralph? —dije sorprendido—. ¡Nada!
—Entonces, ¿por qué se aloja en el Three Boars y no en Fernly Park?
No dudé un minuto de que la afirmación de Caroline fuera verídica. Ralph Patón debía de hospedarse en la posada del pueblo. Me bastaba con que ella lo dijera.
—Ackroyd me ha dicho que estaba en Londres. —Cogido por sorpresa, olvidé mi prudente norma de no dar nunca la menor información.
— ¡Oh! —dijo Caroline. Vi cómo su nariz se arrugaba mientras rumiaba estas palabras—. Llegó al Three Boars ayer por la mañana. Continúa allí y anoche se le vio en compañía de una muchacha.
Esto no me causó la menor sorpresa. Ralph pasa, a mi entender, casi todo su tiempo con una muchacha u otra, pero me extrañó que escogiera King's Abbot, en vez de la alegre metrópoli, para entregarse a ese gozoso pasatiempo.
— ¿Con una de las camareras?
—No, eso es lo más interesante. Salió para encontrarse con ella. No sé quién era.
¡Cuan amargo para Caroline tener que confesar semejante cosa!
—Pero lo adivino —continuó mi infatigable hermana.
Esperé pacientemente a que se explicara.
—Su prima.
— ¿Flora Ackroyd? —exclamé sorprendido.
Flora Ackroyd no es, desde luego, pariente ni de cerca ni de lejos de Ralph Patón, pero se ha considerado durante tantos años a Ralph como hijo de Ackroyd, que el parentesco se impone por sí solo.
—Flora Ackroyd —asintió mi hermana.
— ¿Por qué no fue a Fernly Park si deseaba verla?
—Noviazgo secreto —dijo Caroline con fruición—. El viejo Ackroyd no quiere saber nada de eso y tienen que verse a escondidas.
Veía yo muchos puntos oscuros en la teoría de Caroline, pero me abstuve de indicárselos. Una inocente observación respecto a nuestro nuevo vecino cambió el curso de la conversación.
La casa contigua a la nuestra, The Larches, ha sido alquilada últimamente por un forastero. Con gran contrariedad de Caroline, no ha podido enterarse de nada que le concierna, aparte del hecho de que se trata de un extranjero. Sus «confidentes» han fracasado en toda la línea.
Es de presumir que el buen hombre compra leche, legumbres, carne y pescado, como todo el mundo, pero ninguno de los proveedores da la sensación de saber lo más mínimo respecto a él. Al parecer, se llama Porrott, un nombre que transmite una extraña sensación de irrealidad. Lo único que sabemos es su interés por el cultivo de calabacines. Pero esto no es, desde luego, lo que Caroline desea conocer. Quiere saber de dónde viene, qué hace, si está casado, lo que su mujer era o todavía es, si tiene hijos, cuál era el nombre de soltera de su madre. Nunca puedo dejar de pensar que alguien como Caroline debió de inventar los formularios de los pasaportes.
—Mi querida Caroline, no me cabe duda, en cuanto a la profesión de ese hombre. Es un peluquero retirado de los negocios. No tienes más que mirarle el bigote.
Caroline no opinaba como yo. Insistió en que, si el hombre fuese peluquero, tendría el cabello ondulado en vez de lacio. Todos los peluqueros lo tienen así.
Cité algunos peluqueros a los que conozco personalmente y que llevan el cabello liso, pero Caroline rehusó dejarse convencer.
—No sé cómo clasificarle —me dijo agraviada—. Le pedí prestadas unas herramientas el otro día y se mostró muy cortés, pero no pude sonsacarle nada. Le pregunté bruscamente si era francés y me contestó que no. Des-pués de eso no me atreví a preguntarle nada más.
Empecé a sentir mayor interés por nuestro misterioso vecino. Un hombre capaz de enmudecer a Caroline y de dejarla con las manos vacías, como una nueva reina de Saba, tenía que ser una personalidad.
—Creo —comentó Caroline— que posee uno de esos modernos aparatos aspiradores de polvo.
Percibí la insinuación de un regalo y vi en sus ojos el brillo de la oportunidad de hacer más preguntas. Aproveché para escaparme al jardín. Me gusta la jardinería. Estaba muy atareado exterminando raíces de dientes de león cuando sonó muy cerca un grito de aviso. Un objeto pesado pasó silbando junto a mi oreja y cayó a mis pies, donde se aplastó con un ruido repugnante. Era un calabacín.
Miré hacia arriba con enojo. Por encima de la tapia, a mi izquierda, surgió un rostro humano. Pertenecía a una cabeza semejante a un huevo, parcialmente cubierta de cabellos de un negro sospechoso y en la cual destacaban un mostacho enorme y un par de ojillos despiertos. Se trataba de nuestro misterioso vecino Mr. Porrott.
Él se apresuró a disculparse.
—Le pido mil perdones, monsieur. ¡No tengo excusa! Durante varios meses he cultivado calabacines. Esta mañana, de pronto, me he encolerizado con ellos y los he mandado a paseo, no sólo mental, sino también físicamente. Et voilá! Cojo el mayor y lo echo por encima de la tapia. ¡Monsieur, estoy avergonzado y me pongo a sus pies!
Ante tan profusas disculpas, mi cólera se disipó, como era natural. Después de todo, el dichoso calabacín no me había tocado. Pero esperaba que nuestro nuevo amigo no tuviese por costumbre arrojar cucurbitáceas de ese tamaño por encima de los muros. Semejante hábito le haría indeseable como vecino.
El extraño personaje pareció leer en mi pensamiento.
— ¡Ah, no! —exclamó—. No se inquiete usted. No es mi costumbre dejarme llevar por estos excesos. ¿Pero cree usted posible, monsieur, que un hombre trabaje y sude para lograr cierta clase de bienestar y una vida conforme a sus ambiciones para descubrir que, después de todo, echa de menos los días de trabajo ingrato y la antigua tarea que creyó que le hacía tan feliz dejar?
—Sí —dije lentamente—. Creo que eso ocurre a menudo. Yo soy tal vez un ejemplo de ello. Hace un año que cobré una herencia, suficiente para permitirme la realización de mi sueño. Siempre deseé viajar, ver mundo. Pues bien, de eso hace un año, tal como le digo, y continúo aquí.
—Son las cadenas del hábito —afirmó mi vecino—. Trabajamos para alcanzar un objetivo y, una vez conseguido éste, descubrimos que lo que echamos de menos es el trabajo diario. Créame, monsieur, mi trabajo era interesante, el más interesante del mundo.
— ¿Sí? —dije para animarle. Por un momento me sentí movido por la misma curiosidad que Caroline.
— ¡El estudio de la naturaleza humana, monsieur!
— ¡Ah, ah! -—contesté amablemente.
No me cabía duda de que era peluquero jubilado. ¿Quién conoce mejor que un peluquero los secretos de la naturaleza humana?
—También tenía un amigo; un amigo que durante muchos años no se alejó de mi lado. A pesar de que algunas veces hacía gala de una imbecilidad que daba miedo, me era muy querido. Figúrese que echo de menos hasta su estupidez. Su naiveté, su honradez, el placer que disfrutaba sorprendiéndole con mis dotes superiores, todo eso lo echo de menos más de lo que puedo decirle.
— ¿Murió? —pregunté con interés.
—No. Vive y prospera, pero al otro lado del mundo. Se encuentra actualmente en Argentina.
— ¿En Argentina? —dije con envidia.