Miss Russell
Raglán había recibido un golpe muy duro. La generosa mentira de Blunt no le engañó más que a nosotros. Nuestro viaje de regreso al pueblo fue amenizado por sus quejas.
—Esto lo cambia todo. No sé si usted lo comprende, Mr. Poirot.
—Creo que sí, creo que sí —replicó Poirot—. Verá usted, yo me había familiarizado con la idea hace algún tiempo.
El inspector, que estaba al corriente desde hacía sólo media hora escasa, miró tristemente a Poirot y continuó la enumeración de sus descubrimientos.
— ¡Todas esas coartadas no tienen valor alguno! ¡Absolutamente ninguno! Tenemos que volver a empezar. Descubrir lo que cada cual hacía a partir de las nueve y media. Las nueve y media, ésa es la hora clave. Usted tenía razón respecto a Kent. No le soltaremos de momento. Déjeme pensar. A las nueve y cuarenta y cinco, en el bar The Dog & Whistle. Pudo llegar allí en un cuarto de hora, si anduvo de prisa. Es posible que fuese su voz la que Mr. Raymond oyó que pedía dinero y que Mr. Ackroyd le negó. Pero una cosa está clara. No fue él quien telefoneó. La estación se encuentra a media milla en la otra dirección, a más de una milla y media del bar, y él estuvo en el local hasta las diez y cuarto aproximadamente. ¡Maldita llamada telefónica! ¡Siempre nos estrellamos contra ella!
—En efecto —asintió Poirot—. ¡Es curioso!
—Quizás el capitán Patón subió al despacho de su tío y, al encontrarle asesinado, decidió telefonear. Luego, temiendo verse acusado, huyó. Es posible, ¿verdad?
— ¿Por qué tenía que telefonear?
—Quizá dudara de que Mr. Ackroyd estuviera verdaderamente muerto y pensó en mandarle el médico tan pronto como fuera posible, aunque sin dar la cara. ¿Qué le parece mi teoría? Creo que es muy buena.
El inspector quedó tan satisfecho con su perorata, que cualquier objeción sería inútil en aquel momento.
Llegamos a mi casa en aquel instante y me apresuré a recibir a mis enfermos, que me habían estado esperando bastante rato. Poirot se marchó con el inspector a la comisaría.
Tras despedir al último paciente, entré en el cuartito situado en la parte trasera de la casa, al que llamo mi taller. Estoy bastante orgulloso del aparato de radio que he construido allí. Caroline odia mi taller, en el que guardo mis herramientas y no permito a Annie que me lo revuelva todo con su escoba y sus trapos. Estaba ajustando las piezas de un despertador que me habían denunciado como indigno de toda confianza, cuando la puerta se abrió. Caroline asomó la cabeza.
— ¿Estás aquí, James? —dijo con tono de reproche—. Mr. Poirot quiere verte.
— ¡Qué bien! —exclamé irritado, pues su entrada inesperada me había sobresaltado y se me había caído una pieza del delicado mecanismo—. Si quiere verme, puede entrar aquí.
— ¿Aquí?
—Eso es lo que he dicho, aquí.
Caroline hizo una mueca significativa y se retiró, volviendo al cabo de unos instantes con Poirot. Se retiró de nuevo, dando un portazo.
— ¡Ah, amigo mío! —dijo Poirot, acercándose y frotándose las manos—. Usted no puede librarse de mí tan fácilmente, ya lo ve.
— ¿Ha terminado usted con el inspector?
—De momento, sí. Y usted, ¿ha visitado a todos sus enfermos?
—Sí.
Poirot se sentó y me miró con la cabeza ladeada y el aspecto de quien saborea una broma exquisita.
—Usted se equivoca —dijo finalmente—. Todavía le queda un enfermo por examinar.
— ¿No se tratará de usted? —exclamé con sorpresa.
—No, bien entendu. Yo tengo una salud espléndida. Para decirle la verdad, se trata de un pequeño complot. Deseo ver a alguien y, al mismo tiempo, no es preciso que el pueblo en masa se entere del asunto, lo cual no dejaría de ocurrir si esa señora viniera a mi casa, puesto que se trata de una señora. Ya ha venido a verle en calidad de enferma con anterioridad.
— ¡Miss Russell!
—Précisément. Deseo hablar con ella, de modo que le he enviado una nota citándola en su consultorio. ¿No me guardará usted rencor?
—Al contrario. Supongo que me permitirá presenciar la entrevista.
— ¡No faltaba más! ¡Se trata de su consultorio!
—Verá usted —continué, dejando caer los alicates que tenía en la mano—. Ese asunto es extraordinariamente misterioso. Cada nuevo acontecimiento es como el giro de un calidoscopio, la visión cambia por completo de as-pecto. ¿Por qué siente usted tanto interés por ver a miss Russell?
Poirot enarcó las cejas.
— ¡Me parece que es obvio!
—Vuelve usted a las andadas —rezongué—. Según usted, todo es obvio, pero me deja en la mayor oscuridad.
Poirot meneó la cabeza jovialmente.
—Se burla usted de mí. Tome el caso, por ejemplo, de mademoiselle Flora. El inspector se sorprendió, pero usted no.
—Nunca imaginé que pudiese ser ella la ladrona —exclamé.
—Tal vez no, pero yo le estaba mirando a usted y su rostro no demostró, como el de Raglán, sorpresa o incredulidad.
Callé un momento.
—Creo que tiene usted razón —admití—. Hace tiempo que tenía la impresión de que Flora callaba algo, así que, cuando reveló la verdad, estaba preparado para oírla. ¡En cuanto a Raglán, le trastornó completamente, pobre hombre!
—Ah! Pour ça, oui! El desgraciado tiene que poner nuevamente en orden sus ideas. Aproveché su estado de caos mental para obtener de él un pequeño favor.
— ¿Cuál?
Poirot sacó una hoja de papel del bolsillo y leyó en voz alta lo que había escrito en la misma:
—«La policía anda buscando hace días al capitán Ralph Patón, sobrino de Mr. Ackroyd, de Fernly Park, cuya muerte ocurrió en circunstancias trágicas el viernes pasado. El capitán Patón fue localizado en Liverpool cuando iba a embarcar rumbo a América.»
Poirot volvió a doblar la hoja de papel.
—Esto, amigo mío, saldrá en los diarios de mañana.
Le miré en el colmo del asombro.
—Pero no es cierto. ¡No está en Liverpool!
Poirot me miró sonriente.
— ¡Usted tiene la inteligencia muy despierta! Es cierto, no se le ha visto en Liverpool. El inspector Raglán no quería dejarme enviar esta nota a la prensa, sobre todo porque no podía explicarle nada más, pero le aseguré que unos resultados interesantísimos se derivarían de su publicación y cedió, pero con la condición de que él declinaba toda responsabilidad.
Le miré asombrado y él me sonrió.
—Para serle franco —declaré finalmente—, no sé lo que usted espera conseguir con esto.
—Debería usted emplear más sus células grises —opinó Poirot
VOY AQUÍ gravemente.
Se acercó a mi mesa de trabajo.
—Es usted aficionado a la mecánica —dijo, inspeccionando mis trabajos.
Todo hombre tiene una afición u otra. Yo llamé inmediatamente la atención de Poirot sobre mi aparato de radio. Al encontrar en él un auditorio bien dispuesto, le enseñé una o dos invenciones mías, cosas sin importancia, pero que son útiles en la casa.
—Decididamente —comentó Poirot—, debería ser inventor y no médico. Pero oigo el timbre. Aquí tiene a su paciente. Vamos al consultorio.
Antes ya me había llamado la atención la madura belleza del ama de llaves. Volvió a impresionarme. Vestida muy sencilla de negro, alta, erguida y de aspecto independiente como siempre, con sus grandes ojos negros y un poco de color en sus mejillas, por lo general pálidas, comprendí que de joven había sido muy hermosa.
—Buenos días, mademoiselle —saludó Poirot—. ¿Quiere usted sentarse? El doctor Sheppard ha tenido la bondad de prestarme su consultorio para una conversación que deseo sostener con usted.
Miss Russell se sentó con su sangre fría habitual.
Si estaba interiormente agitada, exteriormente no lo manifestaba en lo más mínimo.
—Miss Russell, tengo noticias para usted.