— ¿De veras?
—Charles Kent ha sido detenido en Liverpool.
Ni un músculo de su rostro se movió, se limitó a abrir un poco más los ojos y, a continuación, preguntó con tono de reto:
— ¿Debería importarme?
En aquel momento vi el parecido que me había llamado la atención desde el principio, algo familiar con la forma de ser de Charles Kent. Las dos voces: una áspera y vulgar, la otra refinada, tenían el mismo timbre. Era en miss Russell en quien pensaba subconscientemente aquella noche, frente a la verja de Fernly Park.
Miré a Poirot, trastornado por mi descubrimiento, y éste me hizo una señal imperceptible.
En respuesta a la pregunta de miss Russell, movió las manos con un gesto típicamente francés.
—Creí que eso le interesaría. Nada más.
—Pues no me interesa de un modo especial. ¿Quién es ese Charles Kent?
—Es un hombre, mademoiselle, que se encontraba en Fernly Park la noche del crimen.
— ¿De veras?
—Afortunadamente, tiene una coartada. A las diez menos cuarto se encontraba en un bar situado a una milla de aquí.
—Tanto mejor para él.
—Pero ignoramos todavía qué estaba haciendo en Fernly Park. ¡A quién vino a ver, por ejemplo!
—Siento no poder ayudarle. No he escuchado ningún comentario. ¿Alguna cosa más?
Hizo un movimiento como para levantarse, pero Poirot la detuvo.
—Hay algo más —dijo amablemente—. Esta mañana hemos tenido noticias frescas. Resulta ahora que Mr. Ackroyd fue asesinado, no a las diez menos cuarto, sino antes, entre las nueve menos diez, que fue precisamente cuando el doctor Sheppard se marchó, y las diez menos diez.
Vi desvanecerse el color en el rostro del ama de llaves, que quedó blanco como el papel. Se inclinó hacia adelante, tambaleándose ligeramente.
—Pero miss Ackroyd dijo...
—Miss Ackroyd ha confesado que mintió. No estuvo en el despacho en toda la noche.
— ¿Entonces?
—Entonces parece deducirse que Charles Kent es el hombre que andamos buscando. Fue a Fernly Park, pero dice que no le es posible dar cuenta de lo que hacía allí.
— ¡Puedo decirle lo que hacía! No tocó un solo cabello de Mr. Ackroyd. No se acercó al despacho. Él no lo hizo, se lo juro.
Su voluntad férrea comenzaba a desplomarse. La desesperación y el temor se reflejaron en su rostro.
—¡Mr. Poirot, Mr. Poirot! Por favor, créame.
Poirot se levantó y se le acercó, dándole unos golpecitos tranquilizadores en el hombro.
— ¡Sí, sí, la creeré! Tenía que hacerla hablar, ¿comprende usted?
Durante un instante una sospecha hizo que se irguiera rápidamente.
— ¿Es cierto lo que me ha dicho?
— ¿Que se sospecha de Charles Kent? Sí, es cierto. Sólo usted puede salvarle, explicando el motivo de su presencia en Fernly Park.
—Vino a verme —dijo en voz baja y deprisa—. Yo salí a su encuentro.
—Se reunió con él en el cobertizo, ¿verdad?
— ¿Cómo lo sabe?
—Mademoiselle, Hercule Poirot tiene que saber esas cosas. Sé que usted fue allí horas antes, que dejó un mensaje, diciéndole a qué hora le vería.
—Sí, es verdad. Había tenido noticias suyas. Me anunciaba su llegaba. No me atreví a dejarle entrar en la casa. Le escribí a las señas que me daba y le dije que le vería en el cobertizo, describiéndoselo de modo que pudiera encontrarlo. Entonces temí que no esperara allí pacientemente y salí corriendo, dejando un papel escrito que decía que estaría a su lado alrededor de las nueve y diez. No quería que los criados me vieran y me escapé por la ventana del salón. Al volver, encontré al doctor Sheppard y me figuré que le extrañaría. Estaba sin aliento, porque había corrido. Ignoraba, desde luego, que le hubiesen invitado a cenar aquella noche.
Se detuvo.
—Continúe. Usted salió para encontrarse con él a las nueve y diez. ¿De qué hablaron ustedes?
—Es difícil. Verá usted...
—Mademoiselle —dijo Poirot, interrumpiéndola—, en este asunto debo saber la verdad, la pura verdad. Lo que usted va a decirme no saldrá de estas paredes. ¡Verá usted, voy a ayudarla! Charles Kent es su hijo, ¿verdad?
Asintió, ruborizándose.
—Nadie lo ha sabido nunca. Fue hace muchos años, en el condado de Kent. No estaba casada.
— ¡Por eso escogió el nombre del condado para darle un apellido! Comprendo.
—Encontré trabajo. Logré pagar su manutención. Nunca le dije que era su madre, pero se maleó, empezó a beber, a tomar drogas. Me las compuse para pagar su pasaje al Canadá. No oí hablar de él durante un año o dos. Luego, de un modo u otro, descubrió que yo era su madre. Me escribió pidiéndome dinero, escribió que había vuelto a Inglaterra. Decía que vendría a Fernly Park. Yo no me atrevía a dejarle entrar en la casa. ¡Siem-pre me han considerado muy respetable! Si alguien sospechaba podía perder mi empleo de ama de llaves. De modo que le escribí tal como acabo de decirle a usted.
— ¿Por la mañana vino a ver al doctor Sheppard?
—Sí. Quería saber si se podía intentar algo para cambiar sus hábitos. No era mal chico antes de aficionarse a los estupefacientes.
—Comprendo. Ahora continuaremos la historia. ¿Fue aquella noche al cobertizo?
—Si, él me estaba esperando cuando llegué. Se mostró brutal y grosero. Le había llevado todo el dinero que tenía y se lo entregué. Hablamos un rato y se marchó.
— ¿Qué hora era?
—Debía de ser entre las nueve y veinte y las nueve y veinticinco. No había sonado todavía la media cuando regresaba a la casa.
— ¿Por dónde se fue?
—Por el mismo camino que siguió al venir, por el sendero que se une al camino antes de llegar al mismo cobertizo.
Poirot asintió.
—Y usted, ¿qué hizo?
—Regresé a casa. El comandante Blunt estaba paseando por la terraza, fumando. Di una vuelta para entrar por la puerta lateral. Eran entonces las nueve y media.
Poirot asintió de nuevo. Hizo unas anotaciones en un cuadernillo.
—Creo que con esto basta.
— ¿Tendré que decirle todo esto al inspector Raglán?
—Tal vez sí. Pero no nos precipitemos. Vayamos poco a poco, con orden y método. A Kent no se le acusa todavía formalmente del crimen. Pueden surgir circunstancias que hagan innecesaria su historia.
—Gracias, Mr. Poirot. Usted ha sido muy bueno, muy bueno. Usted me cree, ¿verdad? ¿Verdad que cree que Charles no es culpable de este horroroso crimen?
—Me parece que no hay duda de que el hombre que estaba hablando con Mr. Ackroyd en el despacho, a las nueve y media, no pudo ser su hijo. Tenga valor, mademoiselle. Todo acabará bien.
Miss Russell salió. Poirot y yo permanecimos solos.
— ¿Con que era eso? Vaya, vaya —dije—. Siempre volvemos a Ralph Patón. ¿Cómo adivinó usted que miss Russell era la persona que Charles Kent vino a ver? ¿Se fijó en el parecido?
—La había relacionado con el desconocido mucho antes de ver al joven, tan pronto como descubrí esa pluma. La pluma hablaba de cocaína y recordé su relato de la primera visita de miss Russell a su consultorio. Luego descubrí el artículo sobre la cocaína en el diario. Todo parecía claro. Ella había leído el artículo del periódico y fue a verle a usted para hacerle unas cuantas preguntas. Mencionó la cocaína, puesto que el artículo en cuestión trataba de ésta. Más tarde, cuando usted dio la sensación de extrañeza, empezó a hablar de historias de detectives y de venenos que no dejan rastro. Sospeché que fuera un hijo o un hermano. En fin, un pariente varón más bien indeseable. ¡Ah, tengo que irme! Es hora de almorzar.
—Quédese a almorzar con nosotros.
Poirot meneó la cabeza. Sus ojos brillaron alegremente.
—Hoy no. No me gustaría obligar a mademoiselle Caroline a seguir el régimen vegetariano dos días consecutivos.
Se me ocurrió pensar que a Hercule Poirot se le escapaban muy pocas cosas.