«Cuatro personas estaban presentes cuando la policía llegó: usted, Parker, el comandante Blunt y Mr. Raymond. Eliminé inmediatamente a Parker, puesto que, fuese cual fuese la hora en que se descubriera el crimen, se encontraría allí. Además, él fue quien me habló del sillón cambiado de sitio. Parker quedaba descartado del crimen, pero era posible que hubiese sido el chantajista. Raymond y Blunt eran sospechosos, puesto que, si el crimen hubiese sido descubierto por la mañana, cabía en lo posible que llegaran demasiado tarde para impedir fuera encontrado el objeto colocado en la mesa.
» ¿Qué era ese objeto? Hace un momento ha oído usted lo que argumentaba con respecto al fragmento de conversación oído. Tan pronto como supe que el representante de una compañía de dictáfonos había estado en la casa, la idea de un dictáfono arraigó en mi mente. ¿Recuerda lo que he dicho hace media hora? Todos estaban de acuerdo con mi teoría, pero parecía que un hecho vital se les había escapado. Si se usó un dictáfono aquella noche, ¿por qué no se encontró?
—No había pensado en eso.
—Sabemos que le fue entregado un dictáfono a Mr. Ackroyd, pero no estaba entre los objetos de su pertenencia. Si algo fue retirado de la mesa, ¿por qué no había de ser el dictáfono? Sin embargo, la empresa no era fácil.
»La atención de todos estaba naturalmente concentrada en el muerto. Creo que cualquiera podía haberse acercado a la mesa sin que le vieran los demás, pero un dictáfono es un objeto voluminoso. No se puede meter en un bolsillo. Debió de tener un receptáculo capaz de contenerlo. Ya ve usted adonde llegamos. La figura del asesino toma forma. Es la persona que se encontraba en el lugar del crimen, pero que tal vez no hubiese estado presente si se hubiese descubierto a la mañana siguiente, una persona que llevaba un receptáculo dentro del cual cabía el dictáfono...
Le interrumpí:
— ¿Por qué habría de llevarse el dictáfono? ¿Qué ganaba con ello?
—Usted se parece a Mr. Raymond. Parte de una base falsa: de que a las nueve y media se oyó la voz de Mr. Ackroyd hablando al dictáfono. Pero considere por un momento este útil invento. Usted le dicta, ¿verdad? Y más tarde el secretario o un mecanógrafo lo pone en marcha y la voz vuelve a sonar.
— ¿Quiere decir...? —exclamé.
—Sí, eso es lo que quiero decir. A las nueve y media, Mr. Ackroyd ya estaba muerto. ¡Era el dictáfono el que hablaba y no el hombre!
—El criminal lo hizo funcionar. Entonces, debía encontrarse en el cuarto en aquel momento.
—Es probable, pero no debemos excluir la posibilidad de que le hubiera adaptado un mecanismo especial, algo sencillo como la maquinaria de un vulgar despertador. En ese caso tenemos que añadir dos particularidades a nuestro retrato imaginario del asesino. Debía ser alguien que estaba enterado de la compra del dictáfono y que tenía conocimientos de mecánica.
»A esas conclusiones había llegado cuando encontramos las huellas de la ventana. Aquí podía escoger entre tres conclusiones. Primera: Era factible que las hubiera dejado Ralph Patón. Estaba en Fernly Park aquella noche y pudo introducirse en el despacho y encontrar a su tío muerto. Ésta era una hipótesis. Segunda: Cabía la posibilidad de que las huellas hubiesen sido hechas por alguien que llevara la misma clase de tacones de goma en los zapatos, pero los habitantes de la casa tenían zapatos de suela de crepé y deseché la idea de que alguien de fuera tuviese la misma clase de zapatos que Ralph Patón. Charles Kent llevaba, lo sabemos por la camarera del bar The Dog & Whistle un par de botas que se le «caían de los pies».
»Esas huellas podían haber sido dejadas por alguien que trataba deliberadamente de hacer recaer las sospechas sobre Ralph Patón. Para probar esa teoría era preciso dilucidar algunos hechos. El par de zapatos de Ralph incautado por la policía en el Three Boars. Ni Ralph ni ninguna otra persona pudo llevarlos aquella noche, puesto que los tenían en los bajos de la posada para limpiarlos.
»Según la teoría de la policía, Ralph poseía otro par de la misma clase y descubrí que era cierto que tenía dos pares. Para que mi teoría fuera correcta, era preciso que el asesino hubiese llevado los zapatos de Ralph aquella noche y, en tal caso, Ralph debía haberse puesto un tercer par de zapatos de una clase u otra. Supuse que no tendría tres pares de zapatos iguales y que poseería por lo menos un par de botas. Pedí a su hermana Caroline que se enterara de ese punto, insistiendo sobre el color, con el fin, lo confieso, de esconder el verdadero motivo de mis preguntas.
»Ya conoce usted el resultado de sus investigaciones. Ralph Patón tenía un par de botas. La primera pregunta que le hice cuando llegó a mi casa ayer por la mañana fue para saber lo que llevaba puesto la noche fatal. Me contestó en seguida que llevaba botas, en realidad todavía las llevaba puestas, porque no tenía nada más que ponerse.
»De este modo adelantábamos en nuestra descripción del asesino. Era una persona que había tenido la oportunidad de llevarse esos zapatos del cuarto de Ralph Patón en el Three Boars aquel día.
Poirot se detuvo y continuó en voz más alta:
—Hay otro punto. El criminal debía ser una persona que tuviera la oportunidad de retirar la daga de la vitrina. Quizás usted diga con toda razón que cualquiera en la casa pudo haberlo hecho, pero le recordaré que Flora Ackroyd está segura de que la daga no se encontraba en la vitrina cuando la examinó.
Hizo otra pausa.
—Recapitulemos: Una persona que estuvo en el Three Boars aquel día, una persona que conocía bastante bien a Ackroyd para saber que había adquirido un dictáfono, una persona que entendía en cuestiones de mecánica, que tuvo la oportunidad de retirar la daga de la vitrina antes de la llegada de miss Flora, que llevaba consigo un receptáculo capaz de contener el dictáfono como, por ejemplo, un maletín negro, y que se encontró sola en el despacho durante unos minutos después de descubrirse el crimen, mientras Parker telefoneaba a la policía. En fin, ¡usted, doctor Sheppard!
Capítulo XXVI
Y nada más que la verdad
Reinó un silencio de muerte durante un momento. De pronto me eché a reír.
— ¡Está usted loco!
—No —replicó Poirot plácidamente—. No estoy loco. Esa pequeña diferencia en la hora fue lo que me llamó la atención sobre usted desde el principio.
— ¿La diferencia de hora? —repetí intrigado.
—Sí. Recordará que todo el mundo estaba de acuerdo para decir, usted incluido, que hacían falta cinco minutos para ir andando del cobertizo a la casa e incluso menos si se tomaba el atajo de la terraza. Pero usted dejó la casa a las nueve menos diez según su declaración y la de Parker y, sin embargo, eran las nueve cuando traspasaba la verja delante del callejón. Era una noche fría y desapacible, en la cual uno no se sentiría inclinado a entretenerse. ¿Por qué necesitó diez minutos para recorrer un trayecto que requería cinco? Comprendí desde el principio que sólo teníamos su afirmación para probar que la ventana del despacho estaba cerrada. Ackroyd le preguntó si usted la había cerrado, pero no lo comprobó.
«Supongamos, pues, que la ventana del despacho estuviera abierta. ¿Tendría usted tiempo en diez minutos para dar la vuelta a la casa, cambiar sus zapatos, entrar por la ventana, matar a Ackroyd y llegar a la verja a las nueve? Deseché esta teoría, pues era probable que un hombre tan nervioso como Ackroyd, le hubiese oído entrar y hubiera provocado una lucha. Pero, ¿y suponiendo que hubiera matado a Ackroyd antes de salir, mientras estaba de pie al lado de su silla? Podía entonces salir por la puerta central, dar la vuelta hasta el pequeño cobertizo, tomar los zapatos de Ralph Patón del maletín que llevaba aquella noche, ponérselos, atravesar el fango y dejar huellas en la ventana, entrar en el despacho, cerrar la puerta por dentro, volver corriendo al cobertizo, cambiarse nuevamente de zapatos y correr hasta la verja. Hice todo eso el otro día, cuando usted estaba con Mrs. Ackroyd, y empleé exactamente diez minutos. Luego, a casa y disponer de una buena coartada, pues había regulado el dictáfono para que funcionara a las nueve y media.