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Me alegró oírselo decir. Lo que las jóvenes de hoy leen y declaran ser de su gusto llega a asustarme.

— ¡No me ha felicitado usted todavía, doctor Sheppard! —dijo Flora— ¿No está enterado?

Me alargó la mano izquierda. En el anular llevaba un anillo con una hermosa perla.

—Voy a casarme con Ralph —añadió—. Mi tío está muy satisfecho. Así no salgo de la familia, ¿lo comprende?

Tomé sus manos entre las mías.

—Querida, espero que sea muy dichosa.

—Hace aproximadamente un mes que estamos prometidos —continuó Flora con voz serena—, pero no se anunció el noviazgo hasta ayer. Mi tío mandará arreglar Cross-stones y nos lo cederá para vivir allí. Jugaremos a ser granjeros. En realidad, lo que haremos será cazar todo el invierno, ir a Londres para la temporada y después viajar en el yate. Adoro el mar. Además, cuidaré de los asuntos de la parroquia y asistiré a todas las reuniones de las madres de familia.

En este instante, Mrs. Ackroyd entró, excusándose por el retraso.

Siento decir que detesto a Mrs. Ackroyd. Es una mujer muy desagradable, todo dientes y huesos. Tiene los ojos pequeños, de un azul pálido y de una mirada dura como el pedernal. Por muy efusivas que sean sus palabras, sus ojos siempre permanecen fríos y calculadores.

Me acerqué a ella, dejando a Flora cerca de la ventana. Me dio a estrechar un montón de nudillos y anillos, y empezó a hablar con volubilidad.

¿Estaba enterada del noviazgo de Flora? ¡Sería un matrimonio perfecto! Los muchachos se habían enamorado a primera vista. Harían una pareja espléndida; él tan moreno y ella tan rubia.

—No sé cómo decirle, querido doctor Sheppard, la alegría que siente un corazón de madre.

Mrs. Ackroyd suspiró, tributo debido a su corazón de madre, mientras sus ojos me observaban con astucia.

—Yo me preguntaba... ¡Hace tantos años que usted es amigo de Roger! Sabemos cuánto aprecia sus opiniones. La cosa es difícil para mí en mi posición de viuda del pobre Cecil. Verá usted, estoy convencida de que Roger piensa concederle una dote a mi querida Flora, pero todos sabemos que es algo peculiar cuando se trata de dinero. Algo muy común, según he escuchado, entre los magnates de la industria. Me preguntaba, pues, si usted no tendría inconveniente en tantear el terreno. ¡Flora le aprecia tanto! ¡Le consideramos como un antiguo amigo, aunque sólo hace dos años que le conocemos!

La elocuencia de Mrs. Ackroyd quedó cortada al abrirse la puerta del salón una vez más. Acogí con placer la interrupción. Me resulta odioso intervenir en los asuntos de otras personas y no tenía la menor intención de hacer preguntas a Ackroyd sobre la dote de Flora. Un minuto más y me hubiera visto en la obligación de decírselo así a Mrs. Ackroyd.

— ¿Conoce usted al comandante Blunt, doctor?

—Sí, le conozco.

Muchos son los que conocen a Héctor Blunt, cuando menos por referencias. Ha matado más fieras en países salvajes que cualquier otro hombre viviente. Cuando se habla de él, dicen: « ¡Ah! Blunt. ¿Se refiere al gran cazador, no?»

Su amistad con Ackroyd no deja de extrañarme, pues ambos hombres no tienen nada en común. Blunt tiene unos cinco años menos que Ackroyd. Se hicieron amigos durante su juventud y, aunque sus vidas tomaron rumbos distintos, la amistad perdura. Cada dos años, poco más o menos, Blunt pasa un par de semanas en Fernly Park, y una inmensa cabeza de animal, adornada de un número asombroso de astas y con una mirada que te congela cuando entras en el vestíbulo, patentiza la duradera amistad.

Blunt entró en el cuarto con su paso peculiar, ágil y decidido. Es de estatura mediana y de complexión fuerte y recia. Su rostro tiene el color de la caoba y carece de expresión. Los ojos son grises y dan la impresión de estar vigilando algo que ocurre a mucha distancia. Habla poco y de un modo entrecortado, como si las palabras saliesen de su boca contra su voluntad.

Me dijo, con el modo brusco que le es habitual, «¿Cómo está usted, Sheppard?», y se colocó frente a la chimenea, mirando por encima de nuestras cabezas, como si viera algo muy interesante, allá en Timbuctú.

—Comandante Blunt —dijo Flora—, hábleme de estos objetos africanos. Estoy segura de que los conoce todos.

Había oído decir que Blunt era enemigo de las mujeres, pero noté la rapidez con que se reunió con Flora ante la vitrina. Ambos se inclinaron sobre los objetos.

Temía que Mrs. Ackroyd volviese a hablar de dotes y me apresuré a hacer algunas observaciones sobre una nueva especie de hortensia. Tenía conocimiento de su existencia porque lo había leído en The Daily Mail aquella mañana. Mrs. Ackroyd no sabía nada de horticultura, pero era de esas mujeres que quieren parecer bien informadas de los tópicos en boga y ella también leía The Daily Mail, así que conversamos animadamente hasta que Ackroyd y su secretario se reunieron con nosotros. Parker anunció de inmediato que la comida estaba servida.

Me senté entre Mrs. Ackroyd y Flora. Blunt se encontraba al otro lado de Mrs. Ackroyd y Geoffrey Raymond junto al cazador.

La cena no fue alegre. Ackroyd estaba visiblemente preocupado y apenas si probó bocado. Mrs. Ackroyd, Raymond y yo nos encargamos de mantener animada la conversación. Flora parecía afectada por la depresión de su tío y Blunt se mostró tan taciturno como siempre.

Después de la comida, Ackroyd deslizó su brazo en mi codo y me llevó a su despacho.

—En cuanto sirvan el café, no volverán a interrumpirnos —dijo—. He dado instrucciones a Raymond para que no nos molesten.

Le miré con atención, aunque disimulándolo. Se advertía que estaba bajo la influencia de alguna fuerte excitación. Durante un minuto o dos, recorrió la habitación de arriba abajo y, al entrar Parker con la bandeja de café, se dejó caer en un sillón delante del fuego.

El despacho era una estancia confortable. Unas estanterías llenas de libros ocupaban una de las paredes. Los sillones eran grandes y tapizados de cuero azul oscuro. Un escritorio de grandes dimensiones se encontraba al lado de la ventana y estaba cubierto de papeles cuidadosamente doblados y archivados. En una mesa redonda había algunas revistas y hojas deportivas.

—El dolor se ha reproducido después de las comidas estos últimos tiempos —observó Ackroyd, de pasada, al servir el café—. Debe usted darme más tabletas de ésas.

Me dio la impresión de que pretendía dejar claro que nuestra conversación era médica y contesté en el mismo sentido:

—Lo presumía y he traído unas cuantas.

—Es usted muy amable. Démelas ahora, por favor.

—Están en mi maletín, en el vestíbulo. Voy a buscarlas.

Ackroyd me detuvo.

—No se moleste, Parker se lo traerá. ¡Traiga el maletín del doctor, Parker!

—Muy bien, señor.

Parker se retiró. Yo iba a hablar, pero Ackroyd levantó la mano.

—Todavía no. Espere. ¿No ve que estoy tan nervioso que apenas puedo contenerme? —Tras una breve pausa prosiguió—: Cerciórese de que esa ventana esté cerrada, ¿quiere?

Algo sorprendido, me levanté y me acerqué a la ventana. No era una ventana de dos hojas, sino del tipo guillotina. Las pesadas cortinas azules la tapaban, pero estaba abierta por la parte superior.

Parker volvió con mi maletín mientras yo permanecía delante de la ventana.

—Ya está cerrada —anuncié.

— ¿Herméticamente?

—Sí, sí. ¿Qué le pasa, Ackroyd?

La puerta acababa de cerrarse detrás de Parker o, de lo contrario, yo no habría formulado la pregunta.

Ackroyd esperó un minuto antes de contestar.

—Estoy sufriendo como un condenado —dijo lentamente—. No busque esas dichosas tabletas. Sólo he hablado de ellas a causa de Parker. Los criados son siempre curiosos. Venga aquí y siéntese. La puerta está cerrada, ¿verdad?

—Sí. Nadie nos oirá. No se preocupe.