Batya Gur
El asesinato del sábado por la mañana
Traducción de María Corniero
Título originaclass="underline" The Saturday Morning Murder. A Psychoanalylitic case
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Habrían de pasar varios años, y Shlomo Gold lo sabía, para que dejara de sentir que una mano fría le estrujaba el corazón cada vez que aparcaba su coche frente al Instituto de la calle Disraeli. Incluso había llegado a pensar alguna vez que la asociación psicoanalítica debería trasladar su sede fuera de Talbieh sólo para que él se librara de aquella ansiedad recurrente. Como también se le había ocurrido la idea de solicitar un permiso especial para tratar a sus pacientes en otro lugar, pero sus supervisores opinaban que debía enfrentarse a la situación con sus propios recursos internos y no a través de cambios externos.
Todavía oía las palabras del viejo Hildesheimer reverberando en su memoria. El problema no era el edificio, había dicho el anciano; no era el edificio el causante de su ansiedad, sino los sentimientos que albergaba con respecto a lo ocurrido. Desde el día en que sucedió, Gold oía esas palabras, pronunciadas con marcado acento alemán, siempre que se acercaba al edificio. Sobre todo la frase relativa a que eran sus propias emociones a las que debía hacer cara, y no a las paredes de piedra.
Naturalmente, había afirmado Hildesheimer en aquella ocasión, la circunstancia de que la implicada fuera la psicoanalista de Gold había de tomarse en cuenta, y quizá -y en ese punto el anciano le dirigió una mirada penetrante e inquisitiva- debería tratar de «sacar el máximo partido posible de las dificultades de la situación». Mas Shlomo Gold, que antaño recibiera con tanto orgullo las llaves del edificio, ya no lograba entrar en su despacho del Instituto sin sufrir un ataque de ansiedad.
¡Y pensar en lo que le había costado que le confiaran las llaves! Hubo de esperar al final de su segundo año de estudios en el Instituto para que el Comité de Formación se reuniera y condescendiera a estimarlo apto para aspirar a convertirse en un verdadero psicoanalista y tratar a su primer paciente (bajo supervisión, claro está). Y ahora todo aquello era cosa del pasado: las llaves y su orgullo y la emoción de sentir el Instituto como algo propio cuando abría la puerta…, nada había vuelto a ser igual desde aquel sábado.
Había quien se burlaba de la actitud de Gold hacia el edificio de planta circular y estilo árabe donde el Instituto había instalado su sede. Hasta aquel sábado por la mañana, Gold había presumido de aquella casa de piedra ante cualquier visitante de Jerusalén que se le pusiera a tiro. Nunca ocultó el sentimiento de pertenencia que le inspiraba aquel lugar. Estiraba los brazos como si quisiera abarcar la achaparrada construcción de dos plantas y porche circular, su gran jardín con rosales cuajados de flores a lo largo de todo el año, su doble escalinata que ascendía hasta la entrada curvándose desde ambos extremos del porche. Después, esperaba expectante los comentarios de aprobación, el reconocimiento de que el majestuoso edificio se adaptaba perfectamente a su función.
Y ahora aquella ingenuidad, la admiración sin reservas, el sentimiento de pertenecer a una tribu esotérica, el orgullo de tratar a su primer paciente, se habían desvanecido dando paso a la opresión y a la ansiedad que lo perseguían desde el «sábado negro», como lo llamaba para sí; el sábado en que se ofreció a preparar el edificio para la conferencia que iba a pronunciar la doctora Eva Neidorf, recién llegada de Chicago, donde había pasado un mes en casa de su hija.
Aquel sábado, Shlomo Gold se había acercado al Instituto sin sospechar que su vida estaba a punto de dar un giro radical. Era un sábado de marzo, el sol resplandecía, los pájaros piaban, y Gold, emocionado ante la perspectiva de ver a Eva Neidorf, había salido temprano de su casa de Beit Hakerem para arreglar el salón de actos, colocar las sillas plegables del almacén y llenar de agua el gran depósito de la cafetera. Todo el mundo querría tomar café un sábado por la mañana. La conferencia estaba programada para las diez y media, y, unos minutos antes de las nueve, el coche de Gold se deslizó suavemente ladera abajo.
La quietud del sabbath flotaba en el ambiente y en aquel antiguo barrio de Jerusalén, siempre tranquilo, reinaba un silencio absoluto. Al pasar ante la residencia del presidente, cercana a la calle Jabotinsky, Gold advirtió que ni siquiera allí había guardias de seguridad.
Aspiró el aire limpio y puro y esquivó cuidadosamente a un gato negro que cruzaba la calle con elegante desdén. Sonrió al pensar en las supersticiones de los seres humanos, a los que se tenía por racionales; sería su última sonrisa sobre aquel tema porque, también en ese aspecto, su actitud iba a cambiar desde aquel sábado.
Ardía de expectación pensando en la inminente conferencia: estaba a punto de ver a su analista después de un intervalo de cuatro semanas.
Desde que comenzara a psicoanalizarse con Neidorf hacía ya cuatro años, Gold había asistido a numerosas conferencias suyas. Todas y cada una de ellas habían sido apasionantes. Cierto es que siempre lo embargaba un vago sentimiento de insignificancia, la oscura sospecha de que nunca llegaría a ser un gran psicoterapeuta; mas, por otra parte, sabía que su experiencia de aprendizaje era única y que él, Gold, podía dar testimonio del extraordinario don divino que poseía Eva Neidorf: esa intuición maravillosa, esa capacidad para hablar en el momento preciso y guardar silencio cuando era necesario, esa percepción inequívoca del grado de cordialidad requerido; cualidades, todas ellas, de las que Gold había tenido la fortuna de disfrutar al ser psicoanalizado por la doctora.
En el programa del sábado estaba escrito el título de la conferencia de Neidorf: «Algunos aspectos de los problemas éticos y legales que comporta el tratamiento psicoanalítico».
Nadie se había dejado engañar por la expresión eufemística «algunos aspectos».
Shlomo Gold sabía que en la conferencia de aquel día, después de un modesto preámbulo, se ofrecería una exposición brillante y exhaustiva del tema en cuestión. Las revistas del ramo la publicarían y suscitaría acalorados debates, reacciones y contrarreacciones, y Gold ya anticipaba el deleite de ver los leves cambios que Neidorf introduciría en la versión publicada. Una vez más, tendría la oportunidad de gozar de la embriagadora sensación de «haber estado allí», semejante a la que puede tener quien escucha la retransmisión radiofónica de un concierto que ha presenciado en directo.
Gold aparcó en la calle semidesierta frente al edificio. Sacó de la guantera el manojo de llaves del Instituto: las llaves de la puerta principal, del candado del teléfono y del almacén. Abrió la verja verde de hierro, en la que una discreta placa identificaba la función del edificio. Ascendió por una de las escalinatas curvas hasta la puerta de madera, invisible desde la calle. Como de costumbre, no pudo resistirse a la tentación de volver la cabeza y, desde el porche, contemplar la vista de la calle y del amplio jardín cuajado de flores que embalsamaban el aire con aromas de jazmín y de madreselva; después, esbozando una sonrisa, abrió la puerta que daba paso al oscuro vestíbulo.
Las ventanas estaban cerradas y cubiertas por espesos cortinajes, que, ciertamente, desempeñaban bien su labor. Cada uno de los detalles invisibles del vestíbulo era tan familiar para Gold como el hogar de su infancia. Comunicaba con seis habitaciones, todas ellas cerradas con grandes puertas de madera.
Al rememorar lo sucedido, Gold recordó que todo había comenzado con el sonido de un cristal haciéndose añicos. Acababa de arrastrar la mesa de juntas hasta la pared y estaba descansando recostado sobre ella. Al oír que se rompía un cristal, ni siquiera tuvo que alzar la vista. A pesar de su parálisis momentánea, sabía perfectamente qué fotografía se había caído al suelo.