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El hombre que le trajo el café era Joe Linder…, el doctor Linder, naturalmente; allí todos eran doctores. Las dos mujeres que estaban sentadas una junto a la otra, pálidas pero sin lágrimas en los ojos, eran Nehama Zold (la más joven, vestida uniforme y severamente, rondaría los cuarenta y cinco años; tenía una expresión adusta, y, aunque era básicamente atractiva, parecía haber hecho un esfuerzo consciente por ocultarlo, según advirtió Michael) y Sarah Shenhar (una especie de hada madrina benevolente, con un jersey grandote echado sobre los hombros, tenía al menos sesenta años y una expresión alterada en el bondadoso rostro).

A continuación estaba sentado un hombre muy flaco y de luenga cabellera blanca llamado Nahum Rosenfeld, que nunca se retiraba de la boca un puro corto y fino, y que le trajo a Michael a la memoria una frase que su madre le había repetido a lo largo de toda su infancia: «Come, Michael, come, para que no termines sin carne en los huesos y con malos pensamientos en la cabeza»; frase que, sin duda, era el motivo de que siempre se sintiera incómodo y un tanto receloso en compañía de personas excesivamente delgadas. También había entre los miembros del Comité un hombre muy apuesto llamado Daniel Voller, que, como Rosenfeld, aparentaba andar por la cincuentena; sentados en la zona de la mesa redonda más alejada de Michael había cuatro hombres más, todos los cuales parecían sesentones, tres de ellos de sesenta y pocos años y otro, Shalom Kirshner, calvo y muy gordo, próximo a los setenta. Ninguno de ellos pronunció una sola palabra durante la reunión.

Nehama Zold estaba fumando cigarrillos, cuyas colillas dejaba manchadas de carmín; Joe Linder daba chupadas a una pipa, y Rosenfeld, claro está, fumaba un puro. Michael se sacó un paquete aplastado del bolsillo y alguien empujó un cenicero en su dirección.

Una vez que Hildesheimer hubo concluido de presentar a sus colegas, hizo la presentación de Michael, mencionando su rango, que no pareció impresionar a nadie, y diciendo que era el agente de la policía «encargado de investigar nuestra tragedia». A continuación dijo:

– El inspector jefe Ohayon se ha prestado amablemente a reunirse con nosotros para aclarar algunos asuntos, a petición mía, y ayudarnos en todo lo que pueda.

En el silencio que se hizo a continuación Michael se recostó en su asiento, dando caladas al cigarrillo, sin atreverse a tomar un sorbo del café caliente que tenía delante. Todos lo miraban de hito en hito y en el aire flotaba una desconfianza que casi se podía palpar. Esta gente, pensó, no cree en mi capacidad para resolver nada y está cargada de prejuicios sobre la policía y, probablemente, sobre cualquier persona cuyos padres no fueran europeos.

En ese momento se llamó al orden y amonestó a su lado más débil para que no cediera a impulsos irrelevantes, como la necesidad de causar buena impresión. Había que poner manos a la obra.

Consciente de que todas las miradas estaban posadas en él, tuvo que hacer un gran esfuerzo para arrancar a hablar. Lo más prudente sería plantear en seguida la pregunta que había estado rondándole en la cabeza desde que Hildesheimer la sacara a relucir cuando estaban junto al cadáver. En la sala se hizo un silencio absoluto cuando terminó de preguntar qué estaría haciendo la doctora Neidorf en el Instituto a una hora tan temprana. Mientras tomaba el café a sorbos observó las expresiones de las personas sentadas en torno a la mesa.

Rosenfeld tenía una expresión ausente; Linder, de perplejidad; Nehama Zold, inquisitiva, y Sarah Shenhar, de miedo. Hildesheimer estaba ocupado observando a sus colegas, que se revolvían inquietos.

Joe Linder rompió el silencio para decir que tal vez había ido allí para repasar el borrador de su conferencia. La expresión con la que habló revelaba que ni él mismo creía en esa hipótesis. Nehama Zold se apresuró a refutarla, preguntando en tono nasal y arrastrando las palabras qué le habría impedido a Neidorf repasar la conferencia en su casa grande y vacía. Sarah Shenhar asintió con la cabeza y masculló algo sobre la paz y la tranquilidad que Neidorf había ganado después de que sus hijos se marcharan de casa.

Rosenfeld señaló que la conferencia estaba con toda seguridad redactada a la perfección. A nadie le eran desconocidos los esfuerzos que Neidorf consagraba a la preparación de sus disertaciones. Todos asintieron.

– Debía de tenerla lista desde hace semanas -aseveró Rosenfeld.

– ¿Qué hay de su familia? -preguntó Nehama-. ¿Quién va a informar a sus hijos? -y se enjugó el ojo derecho con el dorso de la mano.

Hildesheimer explicó que el hijo de Neidorf estaba realizando un estudio biológico de campo en Galilea y que, por ese motivo, no había ido a recibir a su madre al aeropuerto. La policía, añadió, dirigiendo la vista hacia Michael, que se apresuró a asentir, estaba tratando de localizarlo en ese mismo momento.

– El marido de su hija, que regresó en el mismo vuelo que Eva, está en Tel Aviv, en casa de sus padres. Ya deben de habérselo notificado -y Hildesheimer posó la vista en Michael, que volvió a asentir.

A continuación, Michael preguntó si había alguna posibilidad de que Neidorf se hubiera citado con alguien en el Instituto aquella mañana.

La nueva pregunta provocó un barboteo de voces y las palabras «paciente» y «supervisado» resonaron en el aire. Una vez más fue Joe Linder quien interrumpió los murmullos. La doctora Neidorf recibía a sus pacientes en la sala de consultas que tenía en casa, dijo, y no había ningún motivo para que se desviara de su práctica habitual, aunque, tal vez, después del viaje… La voz de Linder se volvió gradualmente más y más titubeante hasta que cesó. Hubo gestos dubitativos de asentimiento. Después de tomar el último sorbo de café y de encender otro cigarrillo, Michael preguntó si podrían facilitarle una lista de los pacientes de la doctora Neidorf.

Por el alboroto que se desató, cualquiera habría pensado que acababa de estallar una bomba en la sala. A excepción del doctor Hildesheimer, todos los presentes se pusieron a hablar a la vez, y un par de ellos a gritos. El tono general era de indignación. Rosenfeld se quitó el puro de la boca y dijo severamente que el inspector jefe Ohayon sin duda comprendería que estaba pidiendo algo imposible. Esa información era confidencial. Y no había más que hablar. Todos aclamaron su intervención.

– Sí -dijo Michael quedamente-, comprendo que esa información es confidencial, pero tenemos entre manos una muerte por causas no naturales. Por otra parte, tengo entendido que los pacientes son candidatos a ingresar en el Instituto y que el proceso de analizarse es un aspecto importante de su formación. ¿Sería alguien tan amable de explicarme por qué es todo esto tan confidencial?

Se hizo un silencio absoluto. Incluso Hildesheimer se quedó mirando a Michael de hito en hito, mientras el policía sacaba otro cigarrillo y se divertía observando la reacción de asombro de los psicoanalistas ante sus conocimientos.

– Todo parece indicar que Eva Neidorf ha fallecido a consecuencia de una herida de bala en la sien. En estas circunstancias, estoy seguro de que convendrán conmigo en que debemos averiguar quién ha estado con ella esta mañana. También cabe la posibilidad de que se haya quitado la vida. En ese caso deberíamos preguntarnos por qué la pistola causante de la muerte no estaba junto al cadáver. En cualquier caso, es evidente que, tanto antes como después de que muriera, había alguien con ella. Como es lógico, estamos buscando la pistola y lo que les pido es que hagan lo posible por cooperar conmigo y respondan a todas mis preguntas. Por ejemplo: ¿es concebible que se pegara un tiro? Y, en tal caso, ¿quién se llevó la pistola? -Michael se quedó callado y comenzó a examinar uno a uno los rostros que lo rodeaban: todos parecían paralizados por el horror.