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Michael no les contó que, después de hacerle la habitual advertencia de que no estaría seguro hasta después de la autopsia, el forense le había dicho que, por la distancia a la que había sido disparada la bala, había que descartar la posibilidad de un suicidio; como tampoco les explicó que podía obtener una orden judicial para violar la confidencialidad médica. Se quedó pacientemente a la espera.

Con un gesto, Hildesheimer pidió permiso para hablar y Michael se lo concedió. Con un leve temblor en la voz, el anciano confirmó lo que había dicho el inspector y, a continuación, pasó a describir con todo lujo de detalles los hechos de la mañana. El semblante de Rosenfeld, que había adquirido una palidez sepulcral, comenzó a crisparse espasmódicamente; Joe Linder se puso en pie de un salto; Nehama Zold empezó a sufrir violentas sacudidas. Hildesheimer se disculpó por la forma en que se habían enterado de la noticia; nadie dijo nada. Michael estaba pensando que eran un grupo de personas muy comedidas. Pasó un largo rato sin que tampoco él dijera nada. Escudriñó los rostros de los presentes sin descubrir nada que estuviera fuera de lugar: había expresiones de horror y de conmoción, de pena también, pero sobre todo vio miedo e incredulidad. Al final posó la vista en Joe Linder. Éste alzó los ojos y, siguiendo su mirada, Michael contempló con él las fotografías de los muertos.

– En el caso de que haya sido un asesinato -prosiguió Michael, como si no se hubiera producido un inciso-, lo que yo me pregunto es por qué el asesino no dejó el arma, una pistola, vamos a suponer, en la mano de la doctora Neidorf, para dar la impresión de que se había suicidado y desviarnos de su pista al menos en las fases iniciales de la investigación. Se mire por donde se mire, tiene que haber alguien implicado, alguien que sabe más de lo que sabemos nosotros -habló con gran lentitud, sin estar seguro de hasta qué punto sus oyentes serían capaces de asimilar lo que les decía dado lo afectados que estaban por la noticia.

Los miembros del Comité de Formación lo miraron y después se miraron entre sí. Joe Linder dijo que Eva no se había suicidado. Rosenfeld explicó que, aun cuando hubiera decidido quitarse la vida, algo que no estaba dispuesto a creer por ningún concepto, el Instituto sería el último lugar del mundo donde lo habría hecho. Tenía que entender, le advirtió a Michael, que el suicidio es un acto de venganza y de odio contra los allegados a la persona que lo comete. Eva Neidorf, dijo pausada y sonoramente, con voz estudiada y contenida, era una persona libre de todo odio. No era tan egoísta como para hacer una cosa así en el Instituto, ni tampoco en cualquier otro sitio, añadió, y con mano trémula, encendió otro cigarro. Aun cuando hubiera descubierto que sufría una enfermedad incurable, añadió dirigiendo una mirada alrededor de la mesa, habría esperado. Estaba convencido de ello.

En el atractivo semblante de Daniel Voller se pintó una expresión crítica, que fue acentuándose mientras Rosenfeld seguía hablando. Al final abrió la boca y la cerró sin haber dicho nada. Giró la cabeza y miró primero en dirección a la ventana y después a Hildesheimer.

Los demás mostraron unánimemente, con movimientos de cabeza y murmullos de aprobación, su apoyo a lo que había dicho Rosenfeld.

Joe Linder se puso de pie otra vez y declaró que no tendría sentido intentar ocultar la cabeza bajo tierra. Aun en el supuesto de que Eva Neidorf se hubiera suicidado, nunca lo habría hecho sin poner sus asuntos en orden: los pacientes, los supervisados, la conferencia de esa misma mañana, su hija, que había dado a luz hacía un mes. De ninguna manera. Sabía que nuestro conocimiento de los seres humanos es limitado, era consciente de que siempre podía ocurrir algo imprevisto… Alzó la vista hacia la galería de retratos y una expresión de ira cruzó su rostro. No pretendía decir que los psicoanalistas fueran inmunes a la depresión o a los trastornos emocionales, o incluso al suicido, pero Eva era distinta.

Hildesheimer fue el último en tomar la palabra y, después de resumir lo que los demás habían dicho hasta entonces, añadió, en tono de disculpa y a la vez firme, que dada la estrecha relación que lo unía a Eva Neidorf no podía imaginar que no le hubiera confiado cualquier cosa que pudiera estar preocupándole, que había hablado con ella la víspera, cuando llegó a casa desde el aeropuerto de Ben Gurion, y que la había notado alegre y optimista; un poco fatigada por el vuelo, desde luego, un poco tensa, pero contenta, en definitiva. Contenta por el nacimiento de su nieto, contenta de estar en casa e incluso contenta con su conferencia.

Michael exhaló un suspiro y preguntó si habían comprendido las implicaciones de todo lo que se había dicho.

Entonces todas las miradas se clavaron en Hildesheimer, que de pronto adquirió una gran semejanza con una morsa triste y bondadosa; el anciano dijo muy quedamente, casi en un susurro, que se temía mucho que el asunto se trataba de un asesinato; no tendría sentido negarlo o tratar de hablar de un accidente, porque ¿cómo podría ocurrir un accidente de esas características en el Instituto? Al fin y al cabo, dijo despacio, ¿cómo podría haber ido a verla allí alguien que no perteneciera al Instituto? Y ningún miembro del mismo tenía por costumbre pasearse los sábados por la mañana con un arma en el bolsillo.

– Lo siento terriblemente -dijo con voz ahogada- pero, además de llorar la pérdida de nuestra amiga y colega, hemos de enfrentarnos a este hecho espantoso.

Joe Linder preguntó si no cabía la posibilidad de que alguien se hubiera introducido subrepticiamente en el edificio.

No, respondió Michael, no había señales de que se hubiera forzado ninguna entrada y, además, Neidorf debía de haber ido allí para ver a alguien. Tampoco había indicios de que hubieran trasladado allí su cuerpo desde otro lugar. Y ¿qué otro motivo podría haberla llevado al Instituto a una hora tan temprana?

Rosenfeld dijo con voz trémula que, suponiendo que Eva se hubiera visto con alguien en el Instituto, tendría que haberse citado previamente con la persona en cuestión.

– Y la cuestión es -dijo a modo de conclusión- que la mañana de una conferencia -y ahí hizo una pausa para reflexionar- sólo algo extremadamente urgente, algo que constituyera una emergencia, podría haberla traído al Instituto a una hora tan intempestiva.

– A no ser que el encuentro tuviera lugar ayer -dijo Joe Linder a la desesperada, provocando un sobresalto general-. ¿Cómo podemos saber a qué hora nos dejó, es decir, murió? -e hizo un ademán brusco, como para espantar la palabra que se había atrevido a pronunciar.

Hildesheimer dijo que el médico que había examinado el cadáver opinaba que la muerte no se había producido hacía mucho, aunque, ciertamente, ese extremo estaba por confirmar.

Y Michael retomó el hilo de sus palabras donde lo había dejado. Se veía obligado a pedirles una vez más los nombres de todos los pacientes de la doctora Neidorf, así como los nombres de todas las personas relacionadas con el Instituto: miembros, candidatos, todo el mundo.

¿Y los supervisados?, quiso saber Joe Linder. ¿Por qué no estaba interesado en recibir una lista de los supervisados?

Michael repasó velozmente toda la información que le había facilitado Gold. No había mencionado en ningún momento a los supervisados. Miró con aire inquisitivo a Linder, quien a su vez le dirigió una mirada provocadora, como si quisiera decir: creía que estaba usted al tanto de todo lo relacionado con el Instituto; pero, bajo el escrutinio de Hildesheimer, Linder no tardó en recobrar su gravedad y en explicar que los candidatos tenían que someter a supervisión sus casos analíticos; un supervisor diferente para cada caso; «tres casos…, tres supervisores», concluyó con macabra fruición.

Ohayon preguntó quiénes eran los supervisores. ¿Era una tarea reservada a los miembros del Comité de Formación o estaba abierta a cualquier miembro del Instituto?