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– Cualquiera a quien el Comité de Formación considere capacitado para supervisar -respondió Rosenfeld, que había recobrado la compostura. Las manos ya no le temblaban.

Michael se levantó y dijo que, más adelante, se entrevistaría con cada uno de ellos por separado; entre tanto le gustaría que le dieran sus direcciones y números de teléfono. Les quedaría muy agradecido si pudieran entregarle por escrito una breve descripción de sus movimientos durante las últimas veinticuatro horas, añadió, y encendió otro cigarrillo. Cuando parecía que alguien iba a protestar, Hildesheimer dijo en tono autoritario que esperaba una colaboración sin reservas por parte de todos los presentes; no tenían nada que ocultar.

– Hay que descubrir al culpable -dijo, y su voz reverberó en la amplia sala-. No podemos seguir conviviendo en tanto que este asunto no se resuelva. Son demasiadas las personas que están a nuestro cargo como para que podamos permitirnos no saber quién de nosotros es capaz de cometer un asesinato.

Por fin lo habían dicho, pensó Michael, e hizo un gesto afirmativo en dirección a los dos policías que finalmente habían terminado de registrar las habitaciones y se dirigían hacia el exterior del edificio para esperarlo allí, tal como habían acordado. Volvió a examinar las fotografías de la muerta, repasándolas una por una mientras escuchaba al anciano, que estaba explicando cómo iba a depender de ellos, de los miembros del Comité de Formación, tres de los cuales también componían la Junta Directiva, enfrentarse a los problemas derivados de la muerte de Eva Neidorf: tanto del hecho en sí mismo «como de la espantosa manera en que nos la han arrebatado». Prosiguió diciendo que tendrían que ocuparse de todos sus pacientes y supervisados, ser capaces de prestar ayuda, sobrellevar la desconfianza que todos sentirían hacia los demás, y concluyó diciendo que estaban a punto de vivir «un período extremadamente difícil. Debemos hacer cuanto esté en nuestra mano para contribuir a que, cuando menos, el aspecto policial del asunto se resuelva lo antes posible. Les ruego que no se sientan ofendidos y hagan lo que el inspector jefe les ha pedido».

Joe Linder se excusó y le preguntó al inspector jefe Ohayon si le permitía cancelar una cita que tenía para comer, a la que ya no podría acudir, pero en todo caso tendría que comunicarlo, «a no ser que nadie pueda salir de la habitación hasta que se hayan confirmado todas las coartadas, como en las novelas de Agatha Christie».

Aquella broma no arrancó ninguna sonrisa. Michael acompañó a Linder a la cocina, donde estaba sentado un policía uniformado, a quien indicó con un gesto que dejara telefonear al doctor. Después se marchó de la habitación y se quedó a la espera cerca de la puerta, desde donde escuchó a Joe Linder diciendo en tono íntimo a alguien llamado Yoav que no podría acudir a la cita que habían concertado.

– No, no tengo una reunión del Comité -dijo Joe por teléfono-. Han encontrado a Eva Neidorf muerta en el Instituto -no mencionó la pistola. Ni tampoco el asesinato.

Se oyó un crujir de papeles cuando los miembros del Comité de Formación entregaron el escrito requerido por Ohayon. Uno tras otro fueron saliendo del Instituto. El último en irse fue Ernst Hildesheimer, que, sin saberlo, se había ganado un nuevo admirador aquella mañana.

4

Cuando consiguieron localizarlo ya era casi de noche. El inspector jefe Ohayon estaba regresando de Tel Aviv, donde había mantenido una breve conversación con el yerno de Neidorf, Hillel, que ahora tendría que llamar a su mujer a Chicago para comunicarle la noticia y, después, organizar el entierro; todo ello desde la habitación del hospital Ichilov donde su madre estaba ingresada a causa de un edema pulmonar provocado por un infarto de miocardio. Cuando el inspector lo abordó en la sala de espera de la unidad de cuidados intensivos, Hillel palideció y se quitó las gafas, pero Michael tuvo la sensación de que todavía no había asimilado la noticia. Al salir de la sala oyó cómo seguía murmurando: «No es posible. No lo puedo creer». Hillel no había proporcionado a Ohayon ninguna pista.

En el Centro de Control no lograban entender por qué la radio de Michael no había captado ningún mensaje hasta que llegó a Motza, el suburbio más próximo a Jerusalén. Se suponía que la frecuencia de emisión, como le recordó Naftali desde el Control, llegaba hasta Tel Aviv. Michael no le explicó el motivo: sólo había tenido que apretar el botón correcto para poder disfrutar de un rato a solas. Mientras trataba de ordenar sus ideas se vio arrastrado hacia su mundo interior y fue como si entre Tel Aviv y Jerusalén no mediara ninguna distancia. Su vida ya era bastante difícil sin la investigación que le había caído en suerte, pensó rebelándose contra el destino.

La mujer de la que estaba enamorado le había dicho en cierta ocasión que sólo quien lo conociera íntimamente podía advertir cuándo estaba preocupado: se le notaba cada vez más ausente, los ojos se le ponían vidriosos y sus reacciones se volvían mecánicas. «Estás desvaneciéndote otra vez; no tardarás en desaparecer por completo», le habría dicho aquella mujer si hubiera estado con él en el coche en ese momento. Michael conducía automáticamente, olvidado de los vehículos que transitaban por la carretera; ponía el intermitente, adelantaba y se ajustaba al límite de velocidad de manera inconsciente.

La semilla de la añoranza por aquella mujer fue hinchándose y creciendo en su interior, hasta que a la entrada de Abu Ghosh incluso creyó percibir un leve eco de su aroma en el coche. Al fin encendió la radio para escapar de la nostalgia y del dolor. Nunca se citaban los sábados; tal como ella lo había expresado años atrás: «Los ladrones no se reúnen el día del sabbath», y no se había reído al decirlo.

Desde el Control le dijeron que habría que revisar su radio en cuanto llegara. Michael les dio la razón.

– Vayamos al grano -dijo Naftali-, te están buscando, todo el mundo te está buscando; los chicos de tu equipo y también un tipo de apellido muy largo que no para de llamar para hablar contigo.

Michael quiso saber el apellido de la persona que le estaba llamando; Naftali lo dijo a trompicones y después lo deletreó, y Michael comentó que conocía a la persona en cuestión.

Le pidió a Naftali que les dijera a los miembros del equipo de investigaciones especiales que se pondría en contacto con ellos desde la ciudad para informarles de su paradero, y luego le preguntó qué quería Hildesheimer.

– No lo ha dicho. Pero me ha dejado su número de teléfono.

Michael le pidió que se lo diera. Ya eran las ocho y media y la ciudad estaba llena de gente. Los sábados por la noche no eran el mejor momento para conducir por el centro de Jerusalén y Michael se desvió por Narkis, una bocacalle tranquila, y empezó a buscar una cabina telefónica.

Perdió tres fichas antes de encontrar un teléfono que funcionara. Hildesheimer respondió a la llamada como si la hubiera estado esperando con la mano en el auricular. Después de disculparse por lo tardío de la hora y por las molestias que estaba causándole, el anciano le preguntó si podría verlo. Michael quiso saber dónde le vendría bien citarse y el anciano inquirió dubitativamente desde dónde lo estaba llamando. Al final, el inspector jefe Ohayon se encontró de camino hacia el domicilio de Hildesheimer, situado en la calle Alfasi, en el corazón de Rehavia, que estaba a unos minutos de distancia.

Tal como podría haberlo imaginado, el piso de Hildesheimer estaba en una de las viejas casas ocupadas por los inmigrantes alemanes que llegaron al país en los años treinta. A diferencia de otros muchos edificios comprados por los acaudalados judíos ortodoxos de Estados Unidos que habían hecho Aliyah [1] después de 1967, la casa del psicoanalista no estaba rehabilitada.

En el primer piso del edificio de tres plantas, una pequeña placa anunciaba: «Profesor Ernst Hildesheimer, psiquiatra, especialista en enfermedades nerviosas y en psicoanálisis».

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[1] «Hacer Aliyah» significa «volver a casa», y en la acepción que le dan los judíos se refiere a emigrar a Israel. (N. de la T.)