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La lluvia había arreciado. Hildesheimer dio una chupada a su pipa y, después de vaciar la cazoleta con una cerilla usada, la volvió a cargar. Como el cenicero de porcelana estaba desbordándose, lo volcó en una papelera situada junto a la mesa, hecho lo cual se puso en pie y, pese a que estaba diluviando, abrió la ventana. Michael se hundió más en su sillón y continuó escuchando el caudal de palabras con acento alemán.

Fue en aquellos años cuando llegó Fruma Hollander, por ejemplo, que todavía era muy joven, y también Litzie Sternfeld (Michael recordó la figura que había visto en la cocina). Ambas se psicoanalizaron con Deutsch y se quedaron en su casa una temporada larga, hasta que encontraron otro lugar donde vivir. Fruma ya había muerto y Litzie, como él mismo, ya no era ninguna jovencita.

La lluvia fue amainando mientras el viento cobraba más fuerza y la habitación se inundó de un agradable aroma a tierra húmeda que disipó el olor del tabaco.

Se mirara como se mirase, llevaban una vida dura: el proceso de formación psicoanalítica era extremadamente arduo y apenas si ganaban dinero. Deutsch se empeñó en que trataran a los niños y adolescentes llegados de Alemania sin sus padres, la juventud Aliyah, y, como es lógico, ellos no les podían pagar nada. De hecho, Deutsch mantenía a todos los… -buscó la palabra adecuada- candidatos, eso es lo que eran en realidad, tanto él como los Levine, Fruma y Litzie, candidatos a ingresar en un instituto que aún no existía como tal. Y Deutsch era su supervisor.

Hildesheimer hubo de trabajar durante cinco años antes de que Deutsch le permitiera tratar por su cuenta a los pacientes, y en aquellos tiempos también se celebraban seminarios clínicos, en los que los miembros del grupo exponían sus casos y Deutsch los comentaba. Llegado a ese punto, Hildesheimer hizo algunos comentarios sobre Deutsch y sus grandes dotes profesionales, su seriedad, su sentido de la responsabilidad, y sobre lo mucho que aún sentía que le debía.

Tenían la sensación de estar abriendo nuevos caminos. En realidad los problemas económicos y la lentitud de sus progresos profesionales no preocupaban a nadie. Sí, ni que decir tiene que había tensiones, que derivaban básicamente de la personalidad dominante de Deutsch, y también de las condiciones de vida en Israel. El calor asfixiante. La sequedad de los veranos de Jerusalén. Y las dificultades de comunicación. Echó un vistazo a las estanterías llenas de libros y prosiguió hablando. Todos los seminarios se impartían en alemán, y las terapias se llevaban a cabo en una mezcla de idiomas, incluido el hebreo chapurreado… -volvió a desplegar su sonrisa infantil-. Claro que ahora resultaba difícil imaginar que hubiese habido un tiempo en el que no hablaba ni una palabra de hebreo, ¡sus esfuerzos le había costado! ¡Menudos esfuerzos! Hizo una pausa para preguntar a Michael si él había nacido en Israel.

No, pero había vivido allí desde los tres años.

Las lenguas no presentan tantas dificultades para los niños.

No, convino Michael, pero también había dificultades de otro tipo.

Sí, dijo el viejo, y le dirigió una mirada perspicaz.

Michael inhaló el aroma de los jazmines que debían de crecer justo debajo de la ventana y encendió otro cigarrillo. El sexto, según sus cuentas.

Con el tiempo, Hildesheimer y los Levine llegaron a ser auténticos analistas cualificados y comenzaron a supervisar al grupo que llegó al país después de la guerra. En aquel entonces Deutsch era el único analista instructor. En un principio sólo admitían a psiquiatras; después, también a psicólogos. E incluso aceptaron a alguien que procedía de un área totalmente distinta, algo que hoy sería impensable: Deutsch quedó tan impresionado con su personalidad y su intuición que él mismo se ocupó de formarlo del principio al fin. Hildesheimer supervisó su trabajo y, en la actualidad, esa persona era un miembro muy respetado del Instituto. Sin estar muy seguro de ello, Michael tenía la sensación de que debía enterarse de quién era esa persona, y de que, sin mencionar nombres, el anciano estaba tratando de ponerle sobre aviso de algo. Sabía que con el paso del tiempo llegaría a saber quién era el analista en cuestión. Aunque no se hubiera dicho nada explícitamente, Michael comprendió que a Hildesheimer no le gustaba ese «miembro muy respetado».

Y después, ya estaban a comienzos de los años cincuenta, llegaron a ser veinte analistas y cinco candidatos, y la casa se les quedó pequeña. Deutsch estaba cansado y quería mudarse a vivir solo. Los Levine estaban en Londres, asistiendo a un curso. Entre Deutsch y Hildesheimer encontraron el edificio en el que Michael había estado aquella mañana y que, andando el tiempo, Deutsch legaría al Instituto (por eso llevaba su nombre). Habían levantado una planta más cuando el actual edificio dejó de cubrir sus necesidades, prosiguió el anciano, porque ya había cerca de ciento veinte miembros, incluidos los candidatos, y cuando se celebraba una conferencia, como aquella mañana (una expresión de angustia veló su rostro) casi no cabían. O cuando un candidato tenía que hacer una presentación… Se interrumpió al ver la expresión inquisitiva del inspector jefe.

Michael le preguntó qué era una presentación y el anciano le explicó que, una vez que un candidato había cumplido los requisitos, es decir, después de analizar a tres personas bajo supervisión, además de estar psicoanalizándose él mismo, solicitaba al Comité de Formación del Instituto permiso para exponer uno de sus casos; si éste no ponía ninguna objeción, y si los supervisores del candidato daban el visto bueno, se le indicaba que expusiera el caso por escrito y lo enviara al Comité de Formación. El Comité podía aprobarlo inmediatamente o pedir que realizara alguna corrección y, a continuación, se fijaba una fecha y el candidato imprimía el texto que había redactado y lo distribuía entre los miembros del Comité. Una vez que todos lo habían leído, el candidato pronunciaba una conferencia sobre el caso ante todos los miembros del Instituto.

El anciano prosiguió explicándole a Michael, que escuchaba atentamente la descripción de aquella vía dolorosa, que en ese momento la gente podía plantear preguntas, expresar críticas o elogios. Y después los candidatos salían de la sala, en la que sólo permanecían los miembros que no eran candidatos, y si había quorum (dos tercios de los miembros presentes, dijo Hildesheimer en respuesta a la pregunta no expresada de Michael), el candidato era aceptado como miembro asociado del Instituto Psicoanalítico.

Michael alzó las cejas y el anciano le explicó el significado del término «miembro asociado».

– ¿Pero qué significa ser un miembro asociado desde el punto de vista práctico? -insistió Michael.

– Ach! -exclamó Hildesheimer en alemán puro. El candidato se convertía en analista independiente, dejaba de estar sujeto a supervisión y recibía la tarifa íntegra por los tratamientos que realizaba. Los candidatos sólo podían cobrar la mitad de la tarifa habitual y, además, en lugar de elegir personalmente a sus pacientes, se los asignaba el Instituto.

¿Y cómo se convertía en miembro de pleno derecho un miembro asociado?, quiso saber Michael.

– Ach so! -respondió Hildesheimer. Dos años después de la presentación inicial, los miembros asociados podían pronunciar otra conferencia, que debía incluir alguna innovación teórica, y entonces, tras una votación adicional, realizada según el modelo de la primera, se le podía aceptar como miembro de pleno derecho.