El psicoterapeuta, prosiguió el anciano, tenía que descifrar las pautas y repetir las mismas cosas una y otra vez, a veces exactamente con las mismas palabras. Ése era el papel que le correspondía en la situación terapéutica, donde no había lugar para la gratificación de sus propias necesidades manifiestas. Por ejemplo, personalmente, a él no le parecía bien que un terapeuta fumara durante las sesiones, pues ello suponía que estaba satisfaciendo sus propias necesidades; y siempre se lo había recalcado así a los candidatos a quienes supervisaba.
Cuando pasas hora tras hora con personas en cuya compañía te ves obligado a prescindir de tus necesidades, permitiéndoles que te lancen acusaciones infundadas, o que te amen por cualidades que nunca has poseído, comienzas a sentir una profunda necesidad de estar en compañía de tus colegas para intercambiar impresiones, aprender, sentirte seguro y recibir ánimo y apoyo, e incluso para oír críticas objetivas: para tener la sensación de que perteneces a una estructura, de que hay una tradición que respalda tu trabajo.
En algunas ocasiones (Michael se fijó en el gesto de impotencia de Hildesheimer, que había abierto las manos) el terapeuta podía perder el sentido de las proporciones y, entonces, necesitaba una perspectiva nueva que sólo sus colegas podían ofrecerle. Por no mencionar el hecho de que siempre debía mantener la distancia con respecto a sus pacientes, evitando que descubrieran la mínima información sobre su vida privada, con objeto de permitir que la imaginación del paciente se moviera con libertad y proyectara todas sus fantasías sobre la figura del analista.
Michael habría de recordar el discurso completo casi de memoria. Podría haber citado la conclusión textualmente: «Estoy en condiciones de asegurarle que estos dos elementos, una formación profesional intensiva en el nivel más elevado posible y el sentimiento de pertenencia, son los dos motivos principales por los que los jóvenes acuden al Instituto».
Y después, a modo de interludio cómico, Hildesheimer le contó una anécdota. En una entrevista de admisión en el Instituto, cuando le plantearon la típica pregunta de «¿por qué quiere ser psicoanalista?», un candidato respondió: «Porque es un trabajo fácil, muy bien remunerado y que te permite irte de vacaciones siempre que te apetece», y sonrió con descaro.
Michael preguntó con curiosidad si lo habían aceptado. Hildesheimer repuso con otra pregunta. Antes de responder, le gustaría saber si el inspector jefe Ohayon lo habría admitido.
Michael dijo que sí. Y el anciano quiso saber sus motivos. Michael respondió que, a pesar de su impertinencia infantil, aquella respuesta era una provocación que demostraba valor, ya que se suponía que el candidato sabía que no era la respuesta que se esperaba de él y, con ella, había pretendido expresar cuánto le molestaba que le hicieran una pregunta tan banal. El anciano miró a Michael con una expresión que se podría haber descrito como afectuosa.
– ¿Y qué le ocurrió en realidad? -inquirió Michael.
Sí, lo habían aceptado. Tenía cualidades que le permitirían ser un buen psicoanalista. Pero las consideraciones expuestas por el inspector jefe Ohayon también se habían tenido en cuenta. Con una amplia sonrisa, Hildesheimer agregó que habían preferido que descubriera por sí mismo lo equivocado que estaba.
Ya que habían comenzado a hablar de trivialidades, dijo Michael tentativamente, le gustaría preguntarle al profesor algo que sin duda le habrían preguntado muchas veces: ¿En qué se diferenciaban la psicoterapia normal (se abstuvo de decir que no le era desconocida) y el psicoanálisis? Es decir, en tanto que métodos terapéuticos. ¿Podría reducirse esa diferencia al hecho de sentarse en una silla en lugar de tumbarse en un diván?
¿Acaso la diferencia en cuestión le parecía insignificante al inspector jefe?, preguntó Hildesheimer secamente. ¿Podía equipararse un interrogatorio policial realizado en casa del sospechoso, tomando un café, a un interrogatorio llevado a cabo en el despacho de Ohayon bajo una luz cegadora?
Michael se excusó. No había pretendido restar importancia a los aspectos técnicos, pero le gustaría comprender las diferencias esenciales.
Ésa era una de las diferencias esenciales, dijo el profesor humorísticamente. En primer lugar, había que tener presente que no todo el mundo que solicitaba ayuda estaba preparado para psicoanalizarse. (Michael se preguntó si él estaría preparado. ¡Como si se tratara de demostrar sus cualidades!, se reconvino.) El psicoanálisis era un método terapéutico que exigía, entre otras cosas, tener un ego con mayores recursos que los requeridos por otros métodos. En segundo lugar, además de tumbarse en un diván, el paciente tenía que asistir a las sesiones cuatro veces por semana. Y esto tampoco era, dijo Hildesheimer escudriñando a Michael con la mirada, una simple diferencia cuantitativa. Estos dos factores, el diván y las cuatro sesiones semanales, permitían que el paciente llegara a profundizar más en sí mismo y reviviera las experiencias básicas de su pasado. Sería imposible explicarlo todo en un momento, pero, en pocas palabras, se podía decir que, en el psicoanálisis, el quid de la cuestión era la transferencia.
Como ya había dicho antes, la opacidad de la figura del terapeuta facilitaba la transferencia, y esa opacidad era a todas luces mayor cuando el terapeuta se sentaba a espaldas del paciente, de manera que éste no lo viera y se limitara a sentir su presencia y su apoyo.
– Pero no vaya a pensar que es como si el paciente estuviera hablando solo. Todo eso que se cuenta de pacientes hablando con ordenadores son tonterías inventadas por personas que no comprenden el aspecto básico: el hecho de que hay que apoyar al paciente, sostenerlo. Y todas esas caricaturas sobre psicoanalistas que se quedan dormidos detrás del diván no son más que un reflejo del miedo que sienten los pacientes a que, en realidad, el terapeuta no esté con ellos -dijo Hildesheimer sin sonreír-. Un buen psicoanálisis es aquel en el que el analista logra, precisamente gracias a que se citan cuatro veces por semana, que el paciente se sienta suficientemente apoyado para remontarse cada vez más en el tiempo y ahondar en sus experiencias primordiales, y llegue a enfrentarse a ellas desde una perspectiva nueva.
Transcurrió un minuto entero antes de que Michael preguntara si, a causa de la transferencia, el paciente podía acumular tal odio hacia el analista como para llegar a asesinarlo.
– Eso sería muy raro incluso en un pabellón de aislamiento de un psiquiátrico -dijo Hildesheimer después de volver a prender su pipa-, y el psicoanálisis es un tipo de terapia dirigida a personas relativamente sanas, a lo que llamamos neuróticos. Un paciente sometido a psicoanálisis quizá fantasee con la posibilidad de cometer un asesinato, pero todavía me queda por oír que se haya llevado a cabo un intento real de asesinato. En realidad un paciente que está psicoanalizándose se haría daño a sí mismo antes que a su analista -después de dar una chupada a la pipa, el anciano prosiguió diciendo-: y no debe olvidar que la mayoría de los pacientes de Eva son gente del Instituto, candidatos, porque hay muy pocos analistas instructores. Eva tenía muy pocos pacientes que no estuvieran relacionados con el Instituto.
– Tal vez cabría pensar en la posibilidad -divagó Michael en voz alta- de que un analista tuviera información confidencial o comprometedora sobre un paciente, y que éste sintiera miedo. Que se sintiera amenazado, en peligro.
Hildesheimer guardó silencio un instante y luego dijo que ése era exactamente el tema de la conferencia de Eva.