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– Un momento -solicitó Michael-. Antes de hablar de la conferencia, necesito saber algunas cosas sobre la doctora.

– ¿Qué quiere saber? -preguntó Hildesheimer vaciando la pipa en el cenicero de porcelana.

– ¿Cómo llegó al Instituto? ¿A qué se dedicaba antes? -Michael sintió que se iba poniendo tenso sin saber por qué.

Eva había trabajado varios años de psicóloga en la sanidad pública. Había llegado al Instituto a una edad relativamente avanzada. Treinta y siete años era el tope máximo de edad para aceptar a un candidato y Eva tenía treinta y seis cuando se unió a ellos. Sus grandes dotes se hicieron patentes desde el principio. Hacía seis años se había convertido en analista instructora. Y ya era miembro del Comité de Formación desde antes; Hildesheimer pensaba que Eva lo sucedería en la presidencia del Comité después de su jubilación; iba a jubilarse el mes siguiente y todo indicaba que la elegirían a ella.

Cuando Michael quiso informarse sobre la vida familiar de Neidorf, el anciano le contó que su difunto marido se dedicaba a los negocios, que no valoraba el trabajo de su esposa ni comprendía que era una gran profesional. Eso había sido una fuente de dificultades para Eva, dificultades de las que sólo Hildesheimer tenía noticia. Eva había mantenido unida a su familia mientras luchaba por sus derechos: su marido incluso se oponía a que trabajara. Al final, dijo el anciano con un deje de orgullo, el marido había llegado a apreciar su valía como mujer independiente.

– Estaban muy unidos- agregó con tristeza.

Eva había sido su paciente y, después, su colega, y algo más especial. Su marido murió repentinamente, hacía tres años; le sacaba unos cuantos años a Eva y había muerto de un ataque apoplético durante un viaje de negocios, en el aeropuerto de Nueva York. Eva tuvo que ir allí para recoger el cadáver. Y después surgieron problemas con la herencia, porque a Eva no le interesaban en absoluto los negocios y su marido estaba metido en muchos negocios, y su hijo…, en fin, su hijo se había convertido en un loco de la naturaleza y el ecologismo, y su principal interés en la vida era la Sociedad Protectora de la Naturaleza. Un buen chico, inteligente, pero sin el menor interés por los negocios. Al final, con gran alivio para todos, el yerno de Eva, el marido de su hija, se prestó a encargarse de los asuntos económicos.

Michael le preguntó entonces qué relación tenía Eva con sus hijos. Hildesheimer respondió, escogiendo las palabras con cuidado, que estaba muy unida a su hija. A veces le había dado la impresión de que estaban excesivamente unidas. Nava dependía mucho de su madre y nunca daba un solo paso sin consultárselo antes. Ahora bien, desde que Nava y su marido se trasladaron a Chicago, la situación había cambiado; en su opinión, a mejor. Siempre había pensado que el punto débil de Eva eran sus hijos. Con el hijo la relación era más compleja; tenían menos cosas en común, y no sólo en lo relativo a sus esferas de interés. Además estaba el problema de que él se identificaba con su padre y con las objeciones que ponía a la profesión de Eva, pero también eso había mejorado una vez que el chico consiguió un trabajo en la Sociedad Protectora de la Naturaleza.

– ¿Y el yerno? -preguntó Michael-, ¿cómo eran las relaciones con su yerno?

Correctas, en opinión de Hildesheimer, quizá no particularmente cordiales, sobre todo si se comparaban con la relación que Eva tenía con su hija, pero el yerno la admiraba mucho y, por su parte, Eva le estaba muy agradecida por haberla liberado de toda responsabilidad con respecto a los negocios familiares. Michael le pidió que, si era posible, le aclarara más en qué consistían esos negocios. No mencionó que ya había visto a Hillel Zehavi, el yerno, en Tel Aviv.

Hildesheimer no estaba al tanto de los detalles. Tan sólo sabía que Eva y Hillel habían vuelto juntos desde Chicago para asistir a una importante junta directiva que estaba prevista para el domingo por la mañana. Lo sabía porque Eva se había tomado un día más de permiso con objeto de asistir a esa junta. Cuando habló con ella por teléfono, Eva se había quejado de que en el vuelo a Tel Aviv se enteró a la fuerza de todas las cosas que no había querido saber durante años. Hillel estuvo explicándole a lo largo de cuatro horas los asuntos que se iban a decidir en la junta y cómo debía votar. Tanto Eva como Hillel tenían derecho a firmar documentos.

Sin cambiar de postura ni de tono de voz, haciendo un gran esfuerzo para no manifestar su excitación, Michael preguntó si habían discutido.

El anciano lanzó una carcajada ronca y sonora.

– ¡Eva discutiendo por asuntos de negocios! Quería dejarlo todo en manos de su yerno desde hacía tiempo, pero Hillel se negaba en rotundo; siempre insistía en que le diera su consentimiento para tomar la menor decisión. Eva se quejaba mucho de eso -Hildesheimer dirigió una mirada penetrante a Michael al comprender de pronto el curso de sus pensamientos. Meneó la cabeza con aire incrédulo y dijo que Michael estaba sobre una pista falsa.

Michael señaló la posibilidad de que alguien hubiera cometido el asesinato en el Instituto con idea de que las sospechas recayeran sobre sus miembros. Hildesheimer repuso que, si bien por razones obvias preferiría creer que había sido alguien ajeno al Instituto, era imposible pensar en Hillel; no tenía ningún motivo, y menos de carácter económico. Sacudió la cabeza varias veces y empezó a mirar a Michael con otros ojos, como si estuviera replanteándose la primera impresión que le había causado. Michael dijo que era necesario indagar todas las posibilidades. El anciano se removió inquieto en su sillón hasta que, al cabo, recobró la compostura. Michael se sentía culpable por no haberle desvelado su entrevista con Hillel, que tenía una coartada sin fisuras: desde que aterrizó en el aeropuerto de Ben Gurion, había estado haciendo compañía a su madre en la unidad de cuidados intensivos. Michael no acababa de entender por qué se había contenido, y seguía conteniéndose, para no revelárselo al anciano.

Había llegado el momento de informarse acerca de la conferencia. ¿Era verdad que la doctora Neidorf siempre preparaba sus conferencias con mucha antelación, como le habían explicado esa mañana?, preguntó Michael en tono casual.

Hildesheimer respondió que quienquiera que le hubiese informado sobre ese punto no tenía ni idea del asunto. No había nadie, absolutamente nadie, que tuviera conocimiento del miedo y de la ansiedad con que Eva se enfrentaba a cada una de sus conferencias. Hacía docenas y docenas de borradores antes de pasar el texto a máquina, y después…

– ¿Quién lo pasaba a máquina? -le interrumpió Michael.

– Ella misma -dijo el anciano. A veces él se había visto obligado a leer todas y cada una de las versiones, palabra por palabra. Y, claro está, Eva quería que se las comentara de cabo a rabo. Cuando al fin se sentía satisfecha con una versión, hacía tres copias. Una para su propio uso… Siempre leía las conferencias. Eva no era una persona espontánea y no se le daba bien improvisar.

– ¿Y las otras copias? -preguntó Michael, sintiendo que empezaba a sudar por la espalda.

La segunda copia era para él, dijo Hildesheimer, y Eva guardaba la tercera copia en el despacho de su casa, «para andar sobre seguro». Hildesheimer solía bromear sobre esa manía, y Eva también se lo tomaba a broma.

– Era una perfeccionista incorregible, en todos los aspectos de su vida -dijo con un suspiro-. Pero sólo en lo que la atañía a ella -añadió. Exceptuando las cuestiones morales, en eso sí se podría decir que tenía una actitud rígida. Eva se mostraba inflexible con respecto a lo que ella denominaba «comportamientos no éticos». Mas no quería transmitirle una falsa impresión al inspector: no era una mojigata pagada de sí misma, ni una entremetida mandona. Se trataba básicamente de una cuestión de exigencias profesionales: el bienestar del paciente, la discreción y ese tipo de cosas. Hildesheimer casi siempre estaba de acuerdo con ella.