Después de haber estado en el salón de actos año tras año, escuchando presentaciones de casos y debates teóricos mientras su mirada vagaba por las paredes, sabía, como todos los demás, el lugar exacto donde estaban situadas todas las fotos.
Los retratos de los muertos cubrían por completo las paredes, y después de que, unos meses atrás, se colgara la última foto, alguien había comentado en broma que a partir de ese momento todos los demás estarían obligados a vivir eternamente. Gold había pasado muchas horas escudriñando la mirada de los muertos y no había ni un detalle de sus expresiones que desconociera. Recordaba, por ejemplo, los ojos risueños de Fruma Hollander, una supervisora del Instituto perteneciente a la generación posterior a la de los fundadores, fallecida súbitamente de un infarto a los sesenta y un años. Estaba colgada a la derecha de la entrada y cualquiera que se sentara en ese lado del fondo de la sala, podía verle los ojos sin que el cristal le deslumbrara. A la izquierda de la puerta estaba colgado el retrato de Seymour Levenstein, que había llegado al Instituto desde la asociación de Nueva York y había muerto a la edad de cincuenta y dos años de cáncer. Las fechas correspondientes al nacimiento y a la muerte estaban grabadas bajo el nombre de los retratados en el marco. Mientras esperaban a algún paciente que se retrasaba, los terapeutas podían ir de un retrato a otro y contemplar las facciones de todos los muertos del Instituto.
La fotografía que se había caído era la de Mimi Zilberthal. Gold recordaba que el veterano psicoanalista al que le preguntó en cierta ocasión de qué había muerto Zilberthal le había dirigido una mirada fulminante mientras le interrogaba sobre la importancia que eso tenía para él. Tal vez otra persona habría persistido en el asunto, pero a Gold le dio la impresión de que allí se escondía algo muy desagradable y prefirió no descubrirlo.
Mas aquel sábado, cuando ya todo se había venido abajo, Gold alcanzó a oír un retazo de conversación entre Joe Linder y Nahum Rosenfeld. Blandiendo el marco sin cristal, Joe le dijo a Rosenfeld en tono desafiante, casi a gritos, que el hecho de que se hubiera presentado la oportunidad de deshacerse de aquel retrato no significaba que tuvieran derecho a prescindir de él. Y Gold recordaba las palabras exactas: «No se quita de la pared el retrato de alguien sólo porque se haya suicidado». Joe y Rosenfeld estaban en la cocina y no advirtieron la presencia de Gold junto a la puerta. Después de todo lo que había vivido aquella mañana, la nueva revelación no lo conmovió particularmente.
Gold se apresuró a barrer los fragmentos de cristal y colocó la foto en la cocina junto a la pequeña nevera; hecho lo cual, se dirigió al almacén para coger las sillas. Eran poco más de las nueve y le quedaba mucho tiempo por delante, aun cuando calculaba que necesitaría unas cien sillas (gente de todo el país vendría a escuchar la conferencia de Eva Neidorf). Una vez que hubo colocado las sillas plegables en filas semicirculares, observó su obra satisfecho, aunque decidió traer algunas más de las habitaciones contiguas.
Al entrar en las habitaciones del Instituto, y sobre todo cuando estaba solo en el edificio, no dejaba de sorprenderse de lo apropiadas que eran para la función que desempeñaban. El primer cuarto en el que entró, situado a la derecha de la entrada, estaba en penumbra, como los demás, y sus altas ventanas y el pesado mobiliario creaban un ambiente solemne, misterioso. Siempre que descorría las espesas cortinas, Gold veía en su imaginación el interior de una catedral gótica.
En todas las habitaciones había un diván y, detrás, un recio sillón para el psicoanalista, un sillón que no era tan cómodo como parecía. (Todos los miembros del Instituto se quejaban de dolor de espalda. Y muchos de los terapeutas se colocaban discretamente un almohadoncito detrás de la espalda durante las sesiones de terapia.) En cada una de las habitaciones había cuadros de tonos desvaídos y algunas sillas de más que se utilizaban para los seminarios.
Los seminarios semanales se celebraban a última hora de la tarde, por lo general los martes, y todos los estudiantes del Instituto asistían a ellos. En esas ocasiones, los cuartos se iluminaban bien y el ambiente lóbrego se disipaba ligeramente. Las sillas se disponían en círculo y de la cocina emanaba un aroma a café y a pasteles, a la espera del descanso, cuando todo el mundo bajaría a tomar un tentempié.
Una vez a la semana, con gran satisfacción de Hildesheimer, que deseaba «ver el edificio vivo y respirando», un gran bullicio animaba el Instituto, la calle se llenaba de coches y, durante el descanso para tomar café, un rumor de conversaciones e, incluso, de risas resonaba en el aire, mientras los profesores y los alumnos confraternizaban y se contaban anécdotas de las experiencias vividas a lo largo de la semana.
Pero nada era comparable a los sábados.
Los días de los seminarios, nunca faltaba alguien que saliera de algún despacho en el último momento y les pidiera a quienes habían llegado pronto que se retirasen unos instantes a la cocina para poder acompañar a su paciente hasta la salida manteniendo en secreto su identidad. Mas los sábados, hasta los pájaros madrugadores encontraban las puertas abiertas de par en par y sabían que, si se les antojaba, podían silbar una cancioncilla sin inmiscuirse en el mundo interior de las personas que otros días ocupaban los divanes.
Cierto era que no había suficientes gabinetes para acoger a los treinta candidatos y a todos los pacientes.
Cierto era, también, que la asignación de los gabinetes resultaba problemática, así como la programación de las citas, pero siempre que se presentaban quejas en las reuniones del Comité de Formación, el viejo Hildesheimer insistía en que los candidatos siguieran viendo a sus pacientes en el Instituto hasta que se convirtieran en miembros de pleno derecho. Había que utilizar el edificio, había que habitarlo, decía, según le habían contado a Gold.
Aunque no se podía decir que la gente se peleara por las habitaciones, las diferencias de veteranía y de estatus que había entre los candidatos se ponían claramente en evidencia. Ni que decir tiene que a un candidato recién llegado se le asignaría el cuarto pequeño, mientras que un candidato veterano con tres pacientes podría elegir la habitación que más le conviniera.
En el cuarto pequeño había poco espacio, desde luego, pero su mayor inconveniente era que estaba situado junto a la cocina. Las voces de quienes conversaban en susurros mientras tomaban café en los breves intervalos entre paciente y paciente, el timbre del teléfono, la voz queda y vacilante de la secretaria contestando a las llamadas…, todos aquellos sonidos lograban penetrar en el cuarto a pesar de los persistentes esfuerzos por aislarlo; como el de colgar una doble cortina por la parte interior de la puerta.
Los pacientes tratados en aquel cuarto nunca dejaban de reaccionar ante el fenómeno en cuestión. Gold pasó muchas horas dando distintas interpretaciones a su segundo caso, una mujer que nunca se sobrepuso a la sospecha de que sus palabras se oían en la habitación contigua.
Pero los sábados, cuando los miembros del Instituto se reunían para asistir a conferencias y realizar votaciones, todo estaba permitido. Las ventanas se abrían de par en par y la luz límpida y dorada de Jerusalén y del mundo exterior penetraba en los despachos. Aquel sábado, Gold entró silbando en el cuarto pequeño para coger la última silla. El cuarto pequeño, que era donde él trabajaba, tenía un aire familiar, amigable. Aunque Gold sentía afecto por «su» despacho, anhelaba el momento en que, en virtud de su veteranía, le permitieran trasladarse al primer cuarto situado a la derecha de la entrada; en la intimidad, se refería a él llamándolo el «despacho de Fruma», porque Fruma Hollander, una mujer soltera y sin hijos, había legado sus grandes y confortables muebles al Instituto; y los muebles, e incluso los mortecinos óleos de la habitación, retenían parte de la benévola cordialidad y de la alegría de vivir de su antigua dueña.