Sonrió con melancolía y pareció sumirse en sus pensamientos. Sintiendo una necesidad casi física de protegerlo, Michael se apresuró a reprimirse y se sentó junto al escritorio, una pieza antigua. Se sacó un par de guantes del bolsillo, se los calzó laboriosamente en sus largas manos y comenzó a abrir los cajones uno tras otro, manejándolos con sumo cuidado, a la vez que le explicaba a Hildesheimer que debían tratar de no dejar huellas. Vació el contenido de los cajones en un sofá que estaba pegado a la pared, enfrente del escritorio.
Cuando llegó al tercer cajón, Hildesheimer, que estaba observándolo con suma concentración, le dijo que allí encontraría una lista de los pacientes y supervisados de Eva. Se levantó de la butaca diciendo que debajo de los papeles del tercer cajón había una lista de nombres y números de teléfono. Lo sabía porque, cuando estaba en el extranjero y surgía algún imprevisto que le impedía regresar a tiempo, Eva siempre le pedía que informara del retraso a sus pacientes. En esas ocasiones tenía que ponerse en contacto con la criada, ir a casa de Neidorf y, lista en mano, llamar a sus pacientes. El anciano hundió el rostro en las manos abiertas. Transcurrieron varios minutos antes de que se recuperara y se enjugase los ojos con un gran pañuelo que sacó del bolsillo de su abrigo.
Michael señaló los papeles amontonados sobre el sofá, advirtió a Hildesheimer que no los tocara, y comenzó a mostrárselos uno por uno, con cuidado de no desordenarlos. Todavía de pie, el anciano los fue examinando mientras Michael los iba depositando en la espesa alfombra que había al pie del sofá y en la que se veía polvo acumulado.
– No, no la veo. La lista no está aquí -dijo Hildesheimer con voz trémula y el rostro inquietantemente pálido.
Michael se apresuró a vaciar el resto del contenido del escritorio, acumulando papeles sobre el sofá. Entre los dos fueron examinándolos uno a uno. Eran una mezcolanza de facturas, notas para conferencias, recortes de periódicos, talonarios de cheques, estados de cuentas bancarias, cartas y todo lo que suele guardarse en un escritorio. Pero no había ningún borrador ni ningún ejemplar mecanografiado de la conferencia que debía haber pronunciado aquella mañana. Como tampoco había otra lista que no fuera la de los miembros del Instituto y los candidatos, que Michael colocó aparte sobre el escritorio. Y tampoco encontraron la agenda de direcciones que Hildesheimer había descrito con todo detalle; se sacó del bolsillo un cuadernito con tapas azules de plástico y dijo:
– Es así…, como ésta -y se la entregó a Michael mientras añadía-: Pero la tendría en el bolso, claro; siempre la llevaba en el bolso.
– Tendremos que tratar de encontrarla aquí, en la casa, porque como ya le he dicho antes en su bolso no había ninguna agenda -dijo Michael con tacto.
Michael miró el cuadernito y Hildesheimer le dijo: -Puede abrirlo si lo desea.
Pasó la primera página de la agenda y Hildesheimer, asomándose por encima de su hombro, le explicó que allí estaba el orden del día: la programación de las sesiones con los pacientes y sus números de teléfono. Michael examinó el escritorio de arriba abajo, sin olvidar un compartimiento secreto que se abría mediante un resorte, una peculiaridad de la mayoría de los escritorios antiguos. Vació su contenido. El anciano dijo muy excitado que en ese cajón secreto Eva guardaba las notas tomadas después de las sesiones preliminares con los nuevos pacientes.
– Las dos primeras sesiones -explicó sin resuello- son lo que llamamos la «toma de contacto» y suelen dedicarse a tratar los aspectos…, digamos de tipo biográfico, la información objetiva, como la edad y la situación familiar, quiénes son los padres del paciente, si está casado, a qué se dedica, además de comentar los motivos que le han llevado a tratarse. En fin, hay quien toma notas durante esas sesiones preliminares. Personalmente, yo estoy en contra de esa costumbre. Eva tomaba notas, pero lo hacía una vez que había concluido la sesión.
Entre los dos examinaron el contenido del cajón, sin encontrar las notas.
Michael miró a su alrededor. Había hecho un inventario mental de todo lo que había en la habitación nada más entrar en ella. Al igual que en la sala de consultas de Hildesheimer, en la de Neidorf había dos butacas, un diván con el sillón del analista detrás, una estantería (sólo una, con bibliografía profesional) y unas cuantas lámparas. Las pantallas de pergamino amarillo conferían a la habitación una atmósfera cálida y acogedora. En la estantería destacaba un pequeño compartimiento cerrado con la llave metida en la cerradura, que resultó contener una pila de folletos con las cubiertas de diferentes colores. Hildesheimer le explicó que eran todas las historias de casos que Eva había expuesto en el Instituto. Michael hojeó los folletos y echó un vistazo a los títulos escritos en la cubierta, todos los cuales ocupaban al menos dos líneas; excepción hecha de las preposiciones y los artículos, no comprendió una sola palabra. Todos los folletos llevaban la inscripción «Confidencial, interno».
Hildesheimer le explicó que la identidad del paciente se encubría a la hora de presentar su caso: el nombre era un seudónimo, no se mencionaba su empleo y se cambiaban todos los detalles por los que se le hubiera podido identificar. Y también se tomaba la precaución añadida de entregar los folletos en mano a los miembros del Instituto en lugar de enviárselos por correo.
Michael cogió una hoja escrita con una letra diminuta y apretada del montón de papeles acumulados sobre el sofá. La examinó con atención y le preguntó a Hildesheimer si era la letra de Eva. El anciano respondió afirmativamente. Era una lista de títulos de libros, la bibliografía del curso que tenía previsto impartir en el Instituto durante el último trimestre del año. El nombre de Freud fue el único que Michael reconoció. Ya no quedaba ningún lugar en la habitación donde buscar documentos, listas de nombres, notas para una conferencia, agendas de direcciones, u otra fuente de información.
Michael encendió un cigarrillo, el primero desde que entrara en la casa. En la mesa colocada entre los dos sillones había un cenicero. Y, a su lado, una caja de pañuelos de papel. Advirtió el inspector jefe que, pese a la semejanza entre la sala de consultas de Hildesheimer y la de Neidorf, el ambiente de ambas era muy distinto. Estaban en una habitación femenina. Los colores dominantes en las cortinas, la alfombra y la tapicería del sofá eran el rojo y el marrón. Aunque los sillones eran más claros, en esa sala no había ni rastro de los tonos pálidos que imperaban en el salón. Tampoco se veía nada semejante a los impresionantes cuadros abstractos de gran tamaño que decoraban las paredes del salón, pinturas que Michael no comprendía pero cuyo colorido lo había cautivado. Aquí los cuadros eran de color blanco y negro, grabados y dibujos a lápiz.
Le preguntó a Hildesheimer dónde estaba el dormitorio. El anciano le respondió, en tono seco y directo, que estaba en el segundo piso. Michael se sintió un tanto molesto al fracasar en su intento de no especular sobre el tipo de relación que habría mantenido el anciano con la doctora Neidorf. Mientras ascendían por la escalera le preguntó si tenían por costumbre verse con frecuencia. De la respuesta del analista dedujo que se habían visto a menudo en casa de Eva y que no solían salir juntos. También llegó a la conclusión de que habían mantenido una relación como la de un padre y una hija, y algo más. No se atrevió a preguntar en voz alta qué podría ser ese «algo más».
Ya en el umbral del dormitorio, Hildesheimer no dio muestras de incomodidad, sino tan sólo de desolación. Una amplia ventana, una cama grande, hecha con primor, un tocador, objetos de maquillaje, un armario enorme. Cuadros de piscinas de Hockney, una maleta sobre la alfombra. La mirada de Michael barrió la habitación como una cámara de cine y tomó un primer plano de la maleta.