Entonces Shaul se incorporó y abrió con cuidado la puerta del armarito que había bajo la pila, sacó el cubo de la basura y lo cubrió de polvos, comentando que como mucho lograrían encontrar huellas de guantes.
– Ahí están los cristales -dijo señalando el interior del cubo. Después añadió que estaba seguro de que, con una luz decente, lograría descubrir alguna pisada, y salió en dirección a la furgoneta de la policía. Regresó con dos focos de gran tamaño y le entregó uno de ellos a Michael-. Antes de pediros que me echéis una mano, vamos a ver si descubrimos alguna huella.
Tzilla se recostó contra la pared y dirigió la vista hacia fuera, donde no tardaron en aparecer dos grandes haces de luz moviéndose de un lado a otro. Al cabo de un rato Michael gritó desde el extremo más alejado del jardín:
– ¡Shaul! ¡Shaul!
Y unos minutos más tarde éste entraba en la cocina y volvía a marcharse cargado con su gran maletín negro. Cuando regresaron, Shaul traía un molde; se lo enseñó orgullosamente a Tzilla diciendo:
– Cualquiera que piense que, después de una semana de lluvias, puede borrar su rastro sin salir volando por los aires tendría que volver a pensárselo. Mira qué suela.
Tzilla observó el molde con curiosidad y preguntó si la huella tenía algo de especial.
– No -dijo Shaul, con una voz de la que se había desvanecido ligeramente el tono triunfal-. Parece una zapatilla de deportes normal y corriente, pero por las mañanas siempre me siento más inspirado -colocó el molde sobre la mesa rústica diciendo que tenía que terminar de fraguar y se limpió las manazas frotándolas una contra otra.
– Un momento -dijo Hildesheimer repentinamente-. Aquí hay algo que no entiendo. El hombre en cuestión había cogido la llave de la casa del llavero, ¿no es así? En el llavero faltaba la llave de la casa. Entonces, ¿cómo es que tuvo que colarse por la ventana?
Hubo un silencio general. Michael fue el primero en romperlo, titubeando, como si estuviera hablando consigo mismo:
– Primero, ni los papeles ni las llaves estaban en el bolso. Después vinimos a buscar aquí una copia de la conferencia y en el llavero faltaba la llave. No encontramos la susodicha copia, ni la lista de los pacientes, ni la agenda de citas, y ahora resulta que alguien se ha colado por la ventana de la cocina y ha tratado de no dejar huellas. La cuestión es: ¿estarían buscando algo además de los papeles? ¿Ha notado si faltaba algo de valor? -le preguntó a Hildesheimer.
– A primera vista, no -dijo el viejo doctor meneando la cabeza-. Los cuadros son valiosos, pero están todos en su sitio. Aunque supongo que tendrá que consultárselo a la familia. Todavía no entiendo por qué la persona que tenía la llave se ha visto obligada a entrar por la ventana.
Michael respondió vacilante que no lo sabía. Sólo podía tratar de imaginárselo: quizá la llave no encajaba y el culpable no logró forzar la puerta. Tendría que meditar sobre ello.
– Si faltara algún objeto, si hubiera señales de desorden como suele ser el caso después de un robo, cabría pensar que nos enfrentamos a dos hechos aislados -dijo Tzilla-. Pero tal como parecen estar las cosas ahora mismo, no encuentro ninguna explicación, como no sea que la llave estuviera estropeada.
Michael le pidió a Hildesheimer que volviera a echar un vistazo, sólo para asegurarse, y comprobara si no faltaba nada de valor; ambos se dirigieron hacia el salón. El anciano repasó con la mirada los muebles, los cuadros, la alfombra, que era china, tejida a mano, explicó, y valía una fortuna, y las dos estatuillas de marfil, cuyo valor también resaltó. Comentó que dos óleos eran originales y muy valiosos, y mencionó los nombres de los artistas, que Michael no había oído en su vida. Al final, respondió a una pregunta de Michael relativa a las joyas de Neidorf:
– Siempre que se iba al extranjero dejaba las joyas en una caja fuerte del banco, sólo se llevaba unas cuantas, y como acababa de regresar el viernes, dudo que tuviera tiempo de recogerlas. Además, creo que algunas joyas las dejaba siempre guardadas en el banco, porque no le gustaba ponérselas. Pero tendrá que preguntárselo a sus hijos.
Cuando dieron su labor por finalizada ya eran las cuatro de la mañana. En el vestíbulo había un montón de sacos. Michael ayudó a Eli a cargarlos en la furgoneta. Tzilla comentó que en esa fase era imposible descubrir nada; tendrían que analizarlo todo más adelante, en la oficina. Shaul dijo que había encontrado varias huellas dactilares distintas; presumiblemente, algunas serían de Michael y del doctor, y señaló a Hildesheimer con un gesto mientras dirigía a Michael una mirada reprobadora; pero habría que verificarlas todas.
El anciano al fin se prestó a que Michael lo llevara a casa una vez que todos hubieron salido afuera.
Por el camino, Michael trató una vez más de averiguar si los colegas de Hildesheimer estaban al tanto de su costumbre de ayudar a Neidorf en la preparación de las conferencias. Y de nuevo se quedó con la impresión de que su acompañante no comprendía la pregunta, y la reformuló en otros términos: ¿Era posible que alguien pensara que Hildesheimer tenía una copia de la última conferencia de Neidorf?
Esta vez el anciano lo comprendió. Sí, le parecía muy posible que la gente lo pensara, aunque nadie le había preguntado nada al respecto.
– Todavía no -dijo Michael-, todavía no. Pero me temo que quizá lleguen a preguntárselo, y no sólo a preguntárselo.
El anciano se limitó a mascullar un «ah» para darse por enterado. No se le veía sorprendido ni nervioso y, desde luego, no estaba asustado. Era como si simplemente hubiera comprendido un nuevo detalle técnico. Por su parte, Michael estaba bastante preocupado, pensando en los extremos a los que había llegado el asesino de Neidorf para deshacerse de los distintos ejemplares de la conferencia y de las listas de pacientes.
Examinando el rostro del anciano que iba a su lado con la mirada perdida, Michael se preguntaba hasta qué punto debía confiarle sus pensamientos y terminó por pedirle que no le dijera a nadie que no tenía un ejemplar de la conferencia. Aunque así quizá se pusiera en peligro, tal vez lograrían sacar partido de ese peligro, dijo, y sintió el regusto amargo de la mala conciencia.
El anciano asintió distraídamente, sin demostrar tampoco entonces la menor ansiedad, lo que hizo que Michael se sintiera aún peor.
Dejó al doctor a la entrada de su casa y esperó hasta que, en respuesta a la solicitud que había hecho por radio, vio aparecer un coche blanco con dos policías de paisano dentro.
Después de asegurarse de que la casa estaría vigilada veinticuatro horas al día, regresó a su despacho. Eran más de las cinco de la mañana, todavía no había amanecido y la lluvia había cesado. Hacía un frío glacial.
6
Joe Linder no lograba conciliar el sueño. Un hecho que en sí no tenía nada de raro, pero que aquella noche le estaba resultando más difícil de sobrellevar que habitualmente. Desde su lado de la cama, junto a la ventana, cuya persiana había dejado levantada, veía caer las gotas de lluvia desde las ramas de un ciprés casi tan alto como el tejado.
Veía el rayo de luz que proyectaba la farola del bulevar Agnon, esa luz a la que su hijo Daniel, de cuatro años, también acusaba de no dejarlo dormir. Con bastante impaciencia, Joe le había aconsejado cuando se acostó esa noche, y no por primera vez, que contara elefantes blancos hasta que llegara el Hombre de la Arena, que espolvoreaba arena en los ojos de los niños para que se durmieran. Su hijo protestó. La historia del Hombre de la Arena le daba miedo, la arena le daba miedo, nunca había visto un elefante blanco, sólo sabía contar hasta veinte y, sobre todo, sentía que su padre no estaba allí con él, sino muy lejos. Pero Joe se puso severo y no quiso sentarse junto a la cama de Daniel. Los acontecimientos del día no le permitían relajarse y quedarse quieto junto a su hijo.