Cada vez que cerraba los ojos volvía a enfrentarse con la expresión del rostro de Hildesheimer cuando el anciano salió del cuarto pequeño.
Cogió el despertador de la mesilla de noche y vio que eran las dos de la mañana. Suspirando, se levantó de la cama procurando no hacer ruido. Echó un vistazo al semblante de su mujer y comprobó con alivio que Dalya ni se había movido. Lo último que le apetecía en aquel momento era una charla íntima sobre qué le estaba impidiendo dormir en esa ocasión.
Ni él mismo lo sabía muy bien. La muerte de Eva Neidorf no le había causado dolor ni aflicción, porque Neidorf nunca le había caído bien y hasta le inspiraba cierto miedo. Era consciente de que si ella le hubiera demostrado un mínimo de cordialidad, quizá la habría visto con otros ojos. Pero, en aquel momento, no era el sentimiento de culpa el que predominaba en él. No, no se sentía culpable, ni siquiera después de la muerte de Neidorf. El sentimiento más fuerte que su colega seguía inspirándole era de resentimiento, porque Neidorf nunca había dejado de demostrarle de diversas formas los recelos que le inspiraba ni su falta de confianza en sus capacidades como psicoterapeuta. Lo había llevado a creer que lo rechazaba de plano y que nada podría alterar esa situación.
Joe estaba convencido de que Hildesheimer no le habría impedido convertirse en analista instructor de no ser por la decidida e inapelable oposición de Neidorf; ella, que había llegado mucho más lejos que Linder en el Instituto a pesar de haberse incorporado a él varios años más tarde, le hacía sentirse en su presencia como un niño cuyos desesperados esfuerzos por agradar eran notorios para cualquiera.
Para ser sincero, incluso sentía cierta satisfacción malévola porque hubiera muerto, y quizá hasta por cómo había muerto. Y la idea de que entre ellos hubiese un asesino no le llenaba de ansiedad: sentía una pizca de aprensión, pero sobre todo curiosidad.
Siempre había partido de la base de que cualquiera, excepción hecha de Hildesheimer, era capaz de cualquier cosa. Pensar en Hildesheimer, en la desolación del anciano, le producía una alegría maliciosa e infantil, enturbiada por el regusto amargo de su propia mezquindad. Joe Linder, que tenía por costumbre felicitarse a sí mismo por su inquebrantable honradez, a quien nadie aventajaba cuando se trataba de autocriticarse, que siempre sostenía apasionadamente que estaba dispuesto a encarar el peor de sus pensamientos, no se atrevía a reconocer ante sí mismo que, en realidad, no sentía afecto por el anciano.
Nunca había tenido el valor de decir una sola palabra en contra de Hildesheimer. Proclamaba, aun ante sí mismo, que el anciano era el epítome de la perfección, esto es, como psicoanalista y como cabeza visible del Instituto. Mas lo cierto era que le costaba mucho disimular el disgusto de que el anciano no lo estrechara entre sus brazos y lo escogiera como sucesor, o, al menos, siguiera mostrando algún interés por él.
Estaba dispuesto a reconocer su anhelo de intimar con Hildesheimer y sus rabiosos celos de Eva Neidorf («Su Alteza», la llamaba, aunque sólo cuando estaba solo o con sus mejores amigos) y de la relación especial que la unía al «viejo Ernst», como Linder lo llamaba a sus espaldas, odiándose mientras lo hacía, porque era consciente de que con esa familiaridad trataba de impresionar a los miembros más jóvenes; y eso también estaba dispuesto a reconocerlo.
Se levantó de la cama, se arropó con su vieja bata de lana, haciendo caso omiso del desagradable olor a sudor rancio que desprendía, y se rindió al monstruo verde de la envidia.
No, el anciano no le inspiraba la menor lástima. Se lo tenía bien merecido. Si le hubiera tomado a él bajo su protección en lugar de a Su Alteza, se habría evitado todo aquel sufrimiento. Joe tenía la convicción de que los ángeles sólo existían en el cielo y, ahora, Eva Neidorf se lo había demostrado. Nadie se habría tomado el trabajo de asesinar a Joe Linder, por ejemplo. Qué habría hecho Neidorf, se preguntó, para desatar tanta violencia en un miembro de un grupo que era el mayor paladín del orden y el control social. Joe siempre había sospechado que las personas que se ocultan tras una fachada de frialdad y formalidad, como Neidorf, debían de tener vicios terribles que esconder. Ni siquiera ahora, después de su muerte, permitirían que Joe se convirtiera en analista instructor. Aun cuando Rosenfeld viera por fin realizado su sueño de llegar a presidir el Comité de Formación, no tendría el valor, ni quizá el deseo, de reconocer la capacidad profesional de Joe.
Hacía frío. Se ciñó el cinturón, se subió el cuello de la bata y entró en la cocina arrastrando los pies. La pila estaba llena de platos, como de costumbre, y una cucaracha gigantesca avanzaba lentamente desde la nevera hacia la barra de mármol. Los platos grasientos se quedarían en la pila hasta que la asistenta llegara el lunes si Joe no los lavaba. Lanzó un juramento al no encontrar ni un solo vaso limpio; después sacó la leche de la nevera y la vertió en un vaso con restos del cacao que Daniel había tomado para cenar y, a continuación, se encaminó al cuarto de estar, que estaba separado de la cocina por un tabique bajo. Se dejó caer en el sillón que había frente a la televisión, estiró las piernas, encendió la lamparita para leer, colocó el vaso sobre la mesa que estaba a su lado y, una vez más, se dispuso a abordar el controvertido libro de Janet Malcolm En los archivos de Freud.
«Sólo alguien que se odia tanto a sí mismo como tú es capaz de leer un libro que le disgusta tanto», le había dicho Dalya aquella mañana. La frase resonó en sus oídos mientras trataba de localizar la página donde había interrumpido la lectura.
Su mujer le había lanzado ese trallazo durante su pelea cotidiana, que Joe había intentado zanjar dándole a entender, al coger el libro, que no quería participar y que el tema lo aburría. Aunque no lograba reconstruir el comienzo de la discusión, recordaba vividamente un par de andanadas de su mujer que le habían dejado sin respuesta, a él, que era famoso por sus réplicas sarcásticas.
Encendió un cigarrillo y trató de comprender por qué lo atraía aquel libro que llevaba varios días alterando la paz de su espíritu. El libro trataba sobre un episodio que había revolucionado el mundo del psicoanálisis. Joe empezó por preguntarse si consideraba que tenía algo en común con Jeffrey Masson, el joven y brillante psicoanalista que protagonizaba la obra, y una vez que se hubo arriesgado a preguntárselo, no tuvo más remedio que responder afirmativamente. Al igual que Masson, Joe había llegado al Instituto desde un área distinta, había causado una gran impresión a todo el mundo, durante los primeros años, al menos, gracias a su erudición, a su encanto, a su ingenio, a su sentido del humor y a la perspicacia, pronta y clarividente, con la que comprendía los problemas de los pacientes. Nunca había tenido la menor dificultad a la hora de identificar los conflictos de otras personas. Incluso ahora, cuando ya había caído en descrédito, nadie ponía en duda su habilidad para el diagnóstico. Joe no entendía por qué las cosas habían comenzado a torcerse ni sabía precisar el momento en que dejó de ser un joven y prometedor analista, el momento en que un poso de amargura había comenzado a impregnar su visión de las cosas en lugar de la compasión que solía sentir antes.
Sabía, sin acabar de comprender el porqué, que el problema radicaba en la monotonía de la rutina diaria, que había sido la soledad de las terapias, la falta de refuerzos, lo que, con el paso de los años, le había abocado al fracaso. Solía repetirse a menudo, en son de guasa pero también con tristeza, una serie de frases altamente reveladoras que había oído de boca de Deutsch justo al principio, en los viejos tiempos. Deutsch tenía la costumbre de repetir una de ellas como si se tratara de un mantra: «En nuestra profesión no hay atajos. Los atajos sólo sirven para alargar el camino. Es un proceso angustiosamente lento; siempre comporta sufrimientos. A veces es como cincelar un bloque de mármol, otras como esculpir un trozo de hielo, pero nunca se puede tomar un atajo».