Joe tenía la vaga sensación de haberse equivocado en su orden de prioridades. No había sido el bien del paciente a lo que había concedido mayor importancia, sino a su propio bien, a sus propias necesidades. Ni él mismo se había dejado engañar por los supuestos «nuevos métodos» que incorporó a sus tratamientos. Y Hildesheimer, que tampoco estaba convencido de la pureza de sus propósitos, le había acusado sin ambages de recurrir a aquellos métodos para disfrazar su propia necesidad de nuevos estímulos y su ansia de emociones.
Pero el rapapolvo más vehemente que Hildesheimer le había dirigido tuvo lugar en un contexto diferente, después de una conferencia sobre la interpretación de los sueños que Joe había pronunciado ante los estudiantes de primer curso del Instituto. «Con idea de romper el hielo», trató de explicarle al anciano más adelante, les había contado a los estudiantes, «que estaban tan tensos y nerviosos que me dieron pena», sus propios sueños íntimos, «para animar un poco el ambiente con un toque cómico… ¿Qué hay de malo en ello? ¿Por qué tiene que ser todo tan solemne?». Ni que decir tiene que sus sueños estaban plagados de incidentes sabrosos y de detalles muy personales. Los candidatos se escandalizaron y comentaron el asunto; Joe nunca supo qué habían dicho al respecto ni cómo le había llegado la información a Hildesheimer, que reaccionó con una indignación sin paliativos.
Joe trató de aplacar el pánico que le infundió el anciano diciéndose que esos estallidos de furia eran típicos de los alemanes y que todo el asunto no tenía nada que ver con él. Nunca antes había visto a Hildesheimer perdiendo hasta tal punto el dominio de sí mismo y levantando la voz. Las críticas fueron muy duras. Entre otras cosas, Hildesheimer dijo: «Está usted perdiendo el criterio por completo y actuando sin otro propósito que gratificar sus propias necesidades. La necesidad de que lo quieran le ha hecho perder el sentido. Esto no puede continuar así. ¿Hasta cuándo, hasta cuándo cree que podrá seguir engañando a sus pacientes? Lo que usted hace no es psicoanálisis…, ¡no es más que una actuación circense!».
Con el corazón en la mano, Joe reconocía que en las acusaciones del profesor había algo de verdad. En su fuero interno estaba harto de oír día tras día a sus pacientes, absortos en sus cuitas personales, de pedirles que realizaran asociaciones, de insistir en sacar a flote la verdad. La frase «¿y a qué le recuerda eso?» le había llegado a sonar hueca y a veces no era capaz de pronunciarla con la entonación correcta. Algunos pacientes lo notaban. No sabría decir en qué momento preciso había empezado a flojear su práctica profesional. Lo cierto era que todavía no tenía ninguna hora libre, pero tampoco tenía una lista de espera, y en los últimos tiempos ningún candidato había solicitado que supervisara su trabajo. Sólo le quedaban dos supervisados, y los dos le venían de tiempo atrás.
Comenzó a advertir que en cuanto abría la boca para decir algo, antes de haber pronunciado una sola palabra, en las caras de sus oyentes aparecía una sonrisa, y comprendió que poco a poco habían llegado a adjudicarle el papel de bufón de la corte. Aún no se habían puesto en tela de juicio sus facultades perceptivas ni su agudeza para el diagnóstico. Nadie sonreía cuando venía a consultarle, oficiosamente, claro está, el caso de algún paciente especialmente problemático, y todo el mundo reconocía que siempre daba en el clavo. Pero últimamente había llegado al convencimiento de que la decadencia se había iniciado y de que ya iba cuesta abajo.
Además de todo eso, o antes que todo eso, le preocupaba la certeza de que su matrimonio estaba al borde de la ruptura, y el hecho de que fuera su segundo matrimonio intensificaba la sensación de desesperación, el cinismo y el pesimismo que envolvían hasta el más mínimo detalle de su vida cotidiana.
A sus cincuenta años, con un hijo de cuatro… ¿Cuántas veces se podía recomenzar la vida para volver a descubrir que el camino elegido era un callejón sin salida? Eso es lo que desde hacía tiempo venía preguntándose todas las mañanas cuando se miraba al espejo para afeitarse.
Cada vez que pensaba en la profesión que desempeñaba antes y en su primer matrimonio, se veía obligado a reconocer que ni siquiera había nadie a quien pudiera echarle las culpas. Había gozado de todas las oportunidades posibles y la responsabilidad de haber echado las cosas a perder era suya y nada más que suya.
Le quedaba el recurso de culpar a Deutsch de no haber hecho un buen trabajo, pero saber que el psicoanálisis al que se había sometido no había resuelto todos sus problemas no era ningún consuelo.
Y para colmo, noche tras noche, no se libraba del recuerdo de su primera mujer ni de la pregunta de qué habría ocurrido si no la hubiera dejado marcharse, si no se hubiera empeñado en que abortara, si no se hubiese negado en rotundo a ser padre. Su primera mujer, que, tal como lo descubrió años más tarde, había sido su oportunidad perdida, rehízo su vida con éxito. Si al menos hubiera comprendido hasta qué punto su matrimonio dependía de él, de su habilidad para aceptar las cosas (las cosas que más deseaba, en realidad), para asumir el profundo compromiso en el que ella pretendía basar su vida en común, para apreciar la sencillez de su esposa, su buen sentido, su optimismo; si lo hubiera comprendido, la habría retenido. Nunca la habría dejado marcharse.
No debería haberse empeñado en que abortara. Ni siquiera se acordaba ya de los argumentos que había esgrimido para justificar su decisión de no traer hijos a este mundo. Pero sí recordaba, como si fuera ayer, el día en que la trajo a casa, pálida y débil, hecha un mar de lágrimas, al apartamento sin calefacción donde estuvo tiritando en la cama durante dos días mientras él le llevaba tazas de té que no conseguían hacerla entrar en calor. No había tenido la presencia de ánimo necesaria para tocarla.
Dos meses más tarde, cuando la llevó al aeropuerto, su mujer tenía un rictus decidido en la boca. Se fue a Nueva York. Y dos años después Joe no puso ningún obstáculo cuando ella le comunicó que quería «oficializar la situación» y que pensaba volver a Israel para divorciarse. Había algo en su expresión que le impidió sugerir que se reconciliaran. Su mujer no lo había perdonado.
Lo cierto era, pensó Joe con la mirada fija en la tapa del libro, que la había amado mucho, a su manera infantil y limitada, pero se lo había demostrado de una forma tan retorcida que todo proyecto de recomenzar de nuevo quedó condenado al fracaso desde el principio.
Veinte años habían transcurrido desde entonces, y siete desde que se casó con Dalya, que le comunicó su embarazo cuando ya era demasiado tarde para tomar ninguna medida al respecto. Siempre que miraba a su hijo, Daniel le inspiraba amor y alegría, pero también una enorme ansiedad, sobre todo cuando se despertaba a media noche y se levantaba para ver si el chico seguía vivo. Sólo su hijo, pensó Joe, mirando el libro que tenía sobre las rodillas, le transmitía la emoción y la seguridad de sentirse amado incondicionalmente. Y, algunas veces, también Yoav.
Su relación con Yoav, que, para él, era una de las maravillas de su vida, constituía una fuente de tensiones continuas con Dalya. Su mujer solía preguntarle retóricamente, por lo general de madrugada y vuelta de espaldas hacia la pared: -¿Y por qué las cosas son tan distintas con Yoav? ¿Sólo porque es más joven que tú y te admira sin reservas? ¿Porque te acepta tal como eres? ¿No será que nuestro ex don Juan tiene alguna pequeña rareza que ocultar? Porque, en el fondo, ¿no es eso lo que eres?
Joe sonreía. Como cualquier otra persona de su profesión, daba por sentado que en todo el mundo hay una inclinación homosexual latente, un elemento femenino en todo hombre, un elemento masculino en toda mujer, y un cierto grado de atracción hacia las personas del mismo sexo. Y así se lo había explicado a Dalya: