– Todos llevamos dentro un poco de todo, de todos los abundantes dones de la creación: la homosexualidad y la autodestrucción, el rencor y la malevolencia, el sadismo y el masoquismo…, lo que quieras. La cuestión es cuánto de cada cosa posee cada persona: ésa es la única diferencia entre los enfermos y los sanos, la medida en que se poseen las cosas. Y a mí me gustan las mujeres. Los hombres también, lo reconozco, pero la homosexualidad no es el factor dominante de mi personalidad. Ése no es el problema.
Dalya prefirió no darse por enterada de lo que Joe pretendía decir con esas palabras.
La primera acusación que le había lanzado esa mañana contenía cierta dosis de dolorosa verdad, aunque, como de costumbre, Dalya no había dicho nada nuevo. Yoav Alon, que era diez años menor que Joe, lo admiraba sin reservas, estaba muy unido a él y dependía de él. Evidentemente, Joe representaba para Yoav una figura paterna, era como su hermano mayor. Nunca lo habían comentado explícitamente.
En su relación con Joe, Yoav conservaba la autoestima haciéndose cargo de las cuestiones prácticas (Joe no sabía ni cambiar un fusible) y manteniéndolos al tanto de lo que sucedía en el mundo (Joe nunca leía el periódico, y la frase «se lo preguntaremos a Yoav» se convirtió en una pieza más del juego del toma y daca: «Yo soy el experto en las interioridades del ser humano y tú eres el responsable del mundo exterior»).
Se habían conocido cuando, poco después de su divorcio, Joe tuvo una aventura con la hermana de Yoav. Fue ella quien lo llevó al piso de Arnona, donde Joe vivía muchos años antes de que la zona se pusiera tan de moda, y dos meses después, cuando la hermana de Yoav siguió su camino, él continuó presentándose allí con obstinada regularidad, sin previo aviso, y se pasaba las horas escuchando en silencio las conversaciones de las personas que siempre llenaban la casa. También empezó a quedarse a dormir, cuando Joe no tenía alguna visita femenina, y su amigo se quedaba levantado hasta muy tarde charlando con él y animándolo a que le contara sus cosas.
Yoav había llevado a Osnat a casa de Joe para que la conociera incluso antes de presentársela a sus padres. Dalya lo veía como una parte integrante del mundo de su marido y como tal lo aceptaba, pero desde hacía un año había comenzado a quejarse del delicado vínculo que existía entre su marido y el militar tostado por el sol, aquel israelí de nacimiento que se quitaba la coraza cuando estaba en compañía de su maduro amigo.
Pero Joe tenía la impresión de que también Yoav se había distanciado de él durante el último año.
– ¿Qué te preocupa tanto últimamente? -se había atrevido a preguntarle en una ocasión.
Y Yoav, después de aparentar que no comprendía de qué le estaba hablando su amigo, acabó por sonrojarse y decirle:
– Es este maldito trabajo mío; me está chupando la sangre.
Joe intentó sondearlo más, pero Yoav esquivó sus preguntas. Ahora pasaban mucho tiempo en silencio o hablando de banalidades. Aun sabiendo que el retraimiento de Yoav no tenía nada que ver con él, a Joe le dolía tanto que no tenía el ánimo necesario para intentar derribar las nuevas barreras. Trataba a su amigo con tanta delicadeza y tacto como si fuera un adolescente y se guardaba para sí sus sentimientos heridos.
Joe Linder no concebía un sacrificio mayor que ése: querer a alguien y dejarle ser como era.
Pero no podía evitar que también eso le pareciera un elemento más del proceso global de su decadencia, un síntoma de cómo la gente empezaba a cansarse de su compañía. Ya no le restaban energías para cambiar nada. No poseía la envidiable capacidad de Eva Neidorf para confiar en su poder para alterar el curso de su propia vida y de las vidas ajenas.
El ritmo de sus pensamientos se detuvo. Miró el libro y después el cigarrillo que se consumía en el cenicero, casi un cilindro de ceniza. En la habitación hacía un frío intenso y, cuando se levantó y se encaminó al armarito para servirse un whisky, dando gracias a cualesquiera que fueran los poderes supremos porque los vasos de vino estaban limpios, su dolor crónico de espalda le pegó un latigazo. Regresó al sillón y al sentarse aplastó un extraño bulto, que resultó ser el patito de goma de Daniel. Le acarició la cabeza con la mano que tenía libre. Cuando el día estaba despejado, desde el gran mirador del cuarto de estar se divisaban las colinas de Judea. Pero eran las tres de la madrugada y, en ese momento, no había nada que ver salvo el cielo negro. Desde que en 1967 se iniciara un desarrollo urbanístico acelerado, el piso, situado en un edificio de cuatro plantas que hasta entonces se alzaba solo en una isla de quietud, había perdido todo su encanto. Sólo de noche se recuperaba parte de la antigua magia del lugar y Joe pasaba largas horas contemplando la inmensa oscuridad del exterior. Algunas noches se sentaba en el sillón frente a la ventana hasta que la luz despuntaba en el cielo.
También había noches diferentes. No abundaban, pero las había.
A veces disfrutaba teniendo gente a su alrededor, mucha gente. Hacía dos semanas había celebrado una fiesta en honor de Tammy Zvielli, el sábado en que a Tammy le tocó hacer la presentación de un caso, después de la votación. Acudieron todos y Joe preparó su ponche especial, que, como de costumbre, tuvo un efecto desinhibidor. Dalya cumplió con su papel de anfitriona. Fue una breve tregua. Joe abrazaba a todo el mundo y los quería a todos; hasta su dolor de espalda se desvaneció a pesar del frío y de que estuvo sentado en la terraza. Fue como si las bromas y el sentimiento de compañerismo caldearan la atmósfera.
Hildesheimer no había ido (nunca participaba en los acontecimientos sociales, porque «ése es precisamente el tipo de situación que echa a perder la transferencia» y, en las fiestas de Joe, siempre había algún paciente) y Eva tampoco fue, con lo que Joe no estuvo cohibido.
Ya de madrugada llegó el momento culminante de la fiesta, cuando sólo quedaban los jóvenes, la gente que todavía veía a Joe como un objeto digno de admiración. Entonces dio lo mejor de sí mismo: estuvo ingenioso, ocurrente y desbordante de humor. Incluso a Yoav, que también había ido porque era amigo de Tammy, se le veía animado. Ni siquiera el momento en que todos se retiraron y Joe se quedó solo entre los vasos de papel y los restos del ponche le entristeció. Revivió el placer de sentirse admirado sin reservas y se regodeó con su triunfo.
Exhaló un suspiro y se levantó del sillón. Se dirigió automáticamente hacia la estantería y, casi sin mirar, cogió un libro de suaves tapas de cuero cuyos desgastados cantos habían sido dorados en su día. Había memorizado todas sus páginas, hasta la última línea. Circulaba la leyenda de que Deutsch le había puesto como condición para aceptarlo en el Instituto que aprendiera alemán. Y, por su parte, Joe Linder cultivaba de buena gana cualquier fantasía que lo convirtiera en centro de atención y proyectara una imagen suya especial e interesante. La fluidez con que hablaba alemán era motivo de admiración general en el Instituto. Pero, en realidad, el alemán era su lengua natal, la lengua que hablaba con sus padres, un matrimonio judeoalemán que había emigrado a Holanda.
En sus momentos más bajos Joe se refugiaba en la poesía alemana, era su consuelo secreto. El libro se abrió por el poema de Hölderlin «La mitad de la vida»; se lo sabía de memoria, pero le gustaba contemplar las letras góticas, los versos, y acariciar el papel fino y delicado.
Joe tenía dos secretos, dos islas radiantes: el amor que le inspiraba su primera mujer, perdida para siempre, y su amor a la poesía.
Pero en esta ocasión Hölderlin no le trajo ningún consuelo y sintió un nudo en la garganta mientras contenía las lágrimas, unas lágrimas para las que no hallaba salida.