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A las tres y media de la mañana vio en su pequeña agenda que no tenía ninguna cita antes de las nueve. La idea de tomar una pastilla para dormir se convirtió en decisión. Marcó el 174 y, a continuación, el teléfono de su casa, y pidió que lo despertaran; después entró en el dormitorio con un vaso de agua en la mano y abrió el cajón de la mesilla de noche donde guardaba los somníferos.

Encendió la lamparita y estiró los dedos buscando a tientas las pastillas. Rosenfeld le abastecía regularmente de ellas sin dejar de repetirle: «En casa del herrero, cuchillo de palo.

¿No podrías ir a ver a alguien en lugar de vivir a base de esta porquería?».

En esta ocasión Joe Linder sentía que estaba obrando con toda rectitud: hacía dos semanas que no recurría a los somníferos. Había sido una jornada dura, pensó mientras se tragaba la pastilla y volvía a colocar el bote en el cajón. Después apagó la luz y aguardó a que se produjera el milagro.

Pero cuando se disponía a esperar que la pastilla hiciera efecto se dio cuenta de que había notado algo extraño mientras tentaba el contenido del cajón. Algo con lo que siempre solía topar no estaba en su sitio.

Más adelante, Joe Linder diría que, con el paso de los años, iba advirtiendo cuánta razón había tenido Freud al afirmar que nada era accidental. Sólo el determinismo podía explicar por qué recordó la pistola esa noche y no la noche anterior.

En cuanto comprendió qué era lo que faltaba, volvió a encender la luz, se levantó de la cama, sacó el cajón y lo vació. No encontró lo que estaba buscando. Ni tampoco lo halló en el segundo cajón, ni en ningún otro sitio del dormitorio.

Pero el somnífero comenzaba a hacerle efecto y su cuerpo se iba relajando y volviéndose pesado. Mientras regresaba a la cama pensó que podía dejarlo todo para la mañana siguiente y se durmió con la segunda estrofa de «La mitad de la vida» reverberándole en la cabeza: ¡Ay de mí!, ¿dónde recogeré flores en invierno? ¿Dónde el resplandor del sol y las sombras de la tierra? Los muros se alzan mudos, fríos, y las veletas chirrían en el viento… Durmió profundamente hasta que lo despertó el timbre del teléfono, que en su sueño se fundió con la alarma del coche que le estaban robando.

Levantó el auricular y le informaron de que eran las siete y treinta y uno; se quedó sentado en la cama, meditando cómo iba a anular su primera cita de la mañana para tener tiempo de ir a la comisaría a dar parte de la desaparición de la pistola.

7

La mañana del sábado en que se descubrió el cadáver de Eva Neidorf en el Instituto los pacientes del ala de aislamiento del hospital Margoa recibieron permiso para salir al jardín. Mas a pesar de las exhortaciones de la enfermera del ala («Venid a ver qué día tan maravilloso hace»), los internados en la sección IV de hombres se sentían inclinados a quedarse en la cama. La enfermera Dvora fue de cama en cama tratando de convencerlos de que se levantaran y salieran a tomar el sol. Sólo dos pacientes se dejaron convencer: Shlomo Cohen y Nissim Tubol. Se levantaron torpemente de la cama y cruzaron la gran sala uno detrás del otro, como sonámbulos, deteniéndose al llegar a la puerta, cegados por el sol.

Al mismo tiempo, en el jardín que rodeaba el hospital, Alí, el jardinero árabe, que vivía en el campo de refugiados de Dehaisha, iba de un rosal a otro, recogiendo sin prisa la basura y las hojas secas con ayuda de una pala para tirarlas en un cubo que arrastraba tras de sí. De vez en cuando levantaba la cabeza y contemplaba a través de la valla los coches que pasaban por la calle. Había empezado a trabajar a primera hora de la mañana y, para cuando llegó a la elevada cerca que separaba el hospital de la calle, ya eran las diez. Alí trabajaba los sábados en lugar de los domingos desde hacía unos meses. Después de ocuparse de sus tareas discretamente durante un año sin pedir nunca nada, había logrado persuadir al encargado de mantenimiento de que se hiciera esa salvedad con él. Era un acuerdo del que nadie ajeno al hospital tenía noticia. Al encargado de mantenimiento le daba miedo la posible reacción del Ministerio de Sanidad ante una violación tan flagrante del sagrado deber de descansar el sabbath. Según los registros y la nómina del hospital, el jardinero trabajaba los domingos. Y no es que Alí fuera un devoto cristiano, como había alegado; sencillamente quería quedarse en casa y divertirse con los amigos, cuyo día libre era el domingo.

Le encantaba el profundo silencio que envolvía el jardín del hospital los sábados. La calle también estaba tranquila los días laborables, pero los sábados apenas si se veía pasar un coche.

Aquel sábado había un tráfico intenso. La gente pasaba en coche junto al hospital e iba a aparcar al fondo de la calle. Desde el jardín, Alí no alcanzaba a ver los coches patrulla agolpados junto al Instituto, en el extremo opuesto de la calle de dirección única.

Todo transcurrió con normalidad hasta que llegó al rosal más cercano a la valla. Estaba disfrutando del sol mientras trabajaba pausadamente. Todavía había restos de barro en el suelo. Y de pronto, en la fila de rosales que estaba pegada a la valla, vio aquel destello. Allí había algo que centelleaba. Estiró el brazo y percibió el frío tacto del metal. Cuando se vio con el objeto en la mano, una pistola de mango nacarado y de pequeño tamaño, actuó con rapidez. Echó un vistazo a izquierda y a derecha y, después de cerciorarse de que nadie lo estaba mirando, tiró la pistola y la enterró con el pie. Después se acuclilló junto al rosal para decidir qué haría a continuación.

No sabía cómo habría ido a parar allí la pistola ni cuánto tiempo llevaría enganchada en el rosal. Pero sabía muy bien qué problemas podría causarle haberla encontrado.

La primera posibilidad que consideró fue enterrarla a mayor profundidad y olvidarse de que la había visto. Pero la idea de que alguien la encontrara y se le reclamara que, en su condición de único jardinero del hospital, explicara de dónde había salido aquello era una perspectiva demasiado arriesgada.

Después se le ocurrió que podría llevársela a casa para deshacerse de ella. Pero como hacía un tiempo tan agradable, imaginó que las carreteras que comunicaban Jerusalén con lo que los judíos llamaban los «territorios» estarían atestadas de turistas judíos y también de policías, y esa idea lo llenó de pánico. Le vino a la memoria la oleada de registros y arrestos desencadenada por el asesinato de un turista en la ciudad vieja, que probablemente todavía no habría concluido. Enterró los dedos en la tierra húmeda cavilando sobre lo que podría hacer. Su mayor temor en este mundo era entrar en contacto con las autoridades. A su hermano menor lo habían detenido unos meses antes como sospechoso de actividades subversivas. Nadie del hospital se había enterado. Alí comprendió que no se sentiría tranquilo hasta que la pistola desapareciera de su vista y de sus pensamientos. No quería problemas.

Se incorporó y miró a su alrededor, y entonces vio a Tubol. Agradeció a su buena estrella que fuera precisamente Tubol quien hubiese aparecido en aquel momento crítico. Era uno de sus locos favoritos. Y la gran ventaja que le ofrecía con respecto al problema que tenía entre manos era su persistente silencio. Nadie había conseguido extraer de él una sola palabra desde hacía años. El encargado de mantenimiento se lo había contado a Alí, en su árabe chapurreado, durante una de sus infrecuentes conversaciones. Naturalmente, no fue Alí quien inició la conversación, sino su jefe, que estaba asombrado de la confianza que Tubol había depositado en Alí. El hecho de que estuviera dispuesto a aceptarle un cigarrillo al jardinero ya era en sí sorprendente, pero verlo seguir a Alí y sentarse a contemplar cómo trabajaba lo dejaba perplejo. Alí expresó dubitativamente la opinión de que el tipo en cuestión parecía inofensivo y su jefe se mostró de acuerdo, pese a lo cual estimó oportuno advertirle que nunca se podía saber cuándo a uno de «ésos» se le ocurriría tener un ataque de furia. Pero al joven jardinero no le asustaban los pacientes; en todo el tiempo que llevaba trabajando en el hospital, nunca se había topado con ningún paciente que le inspirase miedo. El personal ya era otra cosa.