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Al verlo, Nissim Tubol se aproximó al rosal. Alí no se movió hasta que estuvo seguro de que Tubol iba hacia él y, entonces, se sentó con aire inocente y sacó del bolsillo un paquete de cigarrillos. Tubol se sentó a cierta distancia y Alí giró la cabeza hacia él con mucha delicadeza y le sonrió. Tubol se levantó y se acercó un poco más, dirigiendo tímidas miradas a su alrededor, y después de muchas vacilaciones se sentó junto a Alí y señaló el tabaco. Alí le ofreció el paquete y Tubol cogió tres cigarrillos. Cuidadosamente, se guardó dos en el bolsillo de la camisa y se puso el otro entre los labios; después se inclinó hacia la cerilla que Alí había encendido con pulso temblequeante.

Fumaron en silencio, de espaldas a la valla y la calle, hacia donde Alí dirigía la vista entre calada y calada. Tubol lanzaba profundos suspiros a intervalos regulares y, de tanto en tanto, un estremecimiento sacudía su menudo cuerpo, pero se fue tranquilizando poco a poco. Relajó los encogidos hombros y estiró las piernas hacia delante. Si tenía cuidado para no hacer movimientos bruscos, pensó Alí, Tubol se quedaría a su lado.

Después del segundo cigarrillo los recelos se habían borrado del rostro de Tubol, que recobró su habitual mirada vidriosa. Alí giró la cabeza y volvió a echar un vistazo a la calle a través de la verja, donde ya no había signos de actividad. Despacio, tratando de no alarmar al enfermo, con tantas precauciones como si estuviera siguiendo el rastro de un ciervo, empezó a escarbar en el suelo con los dedos como por casualidad. No se miró los dedos ni desvió la vista de Tubol, que estaba fumando con mucha concentración mientras contemplaba con mirada opaca los movimientos de la mano del jardinero.

En cuanto apareció la pistola, Alí retiró la mano del suelo, con la vista fija en Tubol, que, ante su asombro, se levantó de un salto, se abalanzó sobre la pistola y la empuñó impetuosamente, con los ojos centelleantes y profiriendo gruñidos ininteligibles. Después se la enfundó en la tira elástica que sujetaba sus pantalones, semejantes a los de un pijama, y miró a Alí con expresión triunfante y, a la vez, asustada, como un niño que se hubiera apropiado de un tesoro precioso y temiera que alguien se lo fuera a quitar.

El jardinero, que había imaginado que tendría que engatusar a Tubol con mucha paciencia y estaba asombrado de su buena suerte, se apresuró a señalar el reloj, que marcaba las diez y media, y dijo una sola palabra: «Té», y a continuación se levantó y echó a andar hacia el edificio. Tubol también se puso de pie y lo siguió; de repente echó a correr torpemente hacia la sección IV de hombres y se perdió de vista al entrar en el gran vestíbulo.

Alí se retiró hacia el jardín, tomó asiento junto al rosal más apartado, suspiró con alivio y encendió un cigarrillo. Aun en el caso de que Tubol decidiera romper su silencio inopinadamente, aun cuando sufriera un ataque de locura furiosa, nadie sería capaz de asociar la pistola con el jardinero árabe. Se levantó, reanudó sus tareas y fue entonces cuando vio el primer coche de policía avanzando por la calle. Contuvo el aliento, pero el coche siguió descendiendo la cuesta, con otros dos coches patrulla detrás, que giraron por la bocacalle que había frente al hospital. Los coches patrulla sumieron a Alí en un estado de auténtico pánico, pero trató de convencerse de que no había ninguna relación entre la policía y el revólver, entre la policía y él. Hizo acopio de fuerzas para dominar el impulso acuciante de salir corriendo y volver al campamento, porque sabía que era fundamental seguir actuando como siempre. Continuó trabajando, como si lo que estaba ocurriendo en la calle, al otro lado de la valla, no tuviera nada que ver con él, y fue retirándose lentamente hacia el interior del jardín, donde los árboles frutales comenzaban a florecer.

La enfermera Dvora advirtió que Tubol estaba en un estado de gran agitación. Observándolo por el rabillo del ojo, lo vio acurrucado en la cama, con la mano en el bolsillo del pantalón y un brillo en la mirada que le resultaba desconocido. Se le acercó y dijo, en el tono que el doctor Baum describía, y no sólo a sus espaldas, como su «voz de educadora de guardería», que le gustaría que Tubol fuera a la mesa. Allí, junto a la entrada de la sección, habían dispuesto té y tarta; «la tarta especial de los sábados», añadió con el mismo tono jovial y efusivo.

Tubol no respondió y ni siquiera volvió hacia ella la mirada, fija en un punto de la pared que tenía enfrente. La enfermera Dvora repitió su invitación y entonces Tubol la miró con desconfianza y se tapó con la manta de lana. La enfermera se dio por vencida y salió de la habitación.

Aquel sábado estaba de guardia Hedva y, aunque la enfermera Dvora la apreciaba, no tenía la menor intención de consultarle ningún tema profesional. Sabía muy bien que el facultativo de guardia, el doctor Baum, estaría todo el día en el hospital, porque siempre que Hedva era la residente de turno un sábado, si el facultativo al que le tocaba estar de guardia en su domicilio era Baum, Hedva le pedía que se quedara con ella en el hospital para evitar la enorme ansiedad que le producía estar a cargo de todo. Aunque a Dvora no se le había informado oficialmente de esa medida, nada de lo que ocurriera en el hospital le pasaba inadvertido, y a pesar de que miraba con malos ojos al doctor Baum y de que no le gustaba trabajar con él porque «alborotaba a los enfermos y ponía todo patas arriba» con sus peculiares métodos, incluido el de no hacer caso de sus instrucciones y bromear con los pacientes, en aquella circunstancia prefería recurrir a su experiencia médica antes que pedirle consejo a Hedva. Baum estaba sentado en un sillón, con los pies sobre la mesita de café, y cuando la enfermera entró en la habitación, dijo:

– ¡Caramba, mira quién está aquí! A tomarnos un descansito, ¿verdad? ¿Le apetece un café?

– ¿Qué les parece? -interpeló Dvora a un público invisible-. ¡A tomarnos un descansito! ¡Lo que hay que oír!

– Bueno -prosiguió Baum, con la mirada chispeante-, ¿le apetece o no le apetece?

– ¿Qué? ¿Que si me apetece qué? -preguntó Dvora, absorta en sus pensamientos.

– Así que ya ni sabemos lo que nos apetece -rió Baum acariciándose el bigote-. ¡A dónde vamos a ir a parar! A mí se me ocurren muchas posibilidades apetecibles. ¿Qué me dice de eso?

La enfermera Dvora no se sonrojó y, pasando ostensiblemente por alto la sonrisa de Baum, dijo:

– He venido a decirle que Tubol vuelve a estar mal. Me parece que está a punto de sufrir un ataque. Cuando se levantó esta mañana se le veía bien. No sé qué habrá pasado desde entonces, pero me da la impresión de que está a punto de tener otro ataque.

– ¿Está segura? -preguntó el doctor Baum poniéndose serio y sin esperar a que le respondiera. Sabía que Dvora tenía más experiencia y mayor perspicacia que muchos médicos que conocía. Por mucho que se riera de ella, en el fondo apreciaba su trabajo y la buena relación que mantenía con los pacientes-. Es una lástima -terminó por decir mientras se mesaba el bigote-. Este último mes había hecho tantos progresos que incluso estaba pensando en transferirlo a la Uno -la sección I de hombres era un ala semiabierta. O semicerrada, según como se vieran las cosas. Los pacientes de esa sección tenían más libertad que los de la IV de hombres, que era un ala totalmente cerrada-. ¿Qué le ocurre exactamente? ¿Qué síntomas le ha notado?

– De eso se trata precisamente -respondió Dvora titubeando-. No son los síntomas habituales. Está metido en la cama y no quiere comer, ¿sabe?, pero esta vez también se le ve agitado, con una agitación especial…, al menos eso es lo que me ha parecido -pronunció las últimas palabras con cierta agresividad, como si no quisiera comprometerse dando una opinión tajante.