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Gold se detuvo en el umbral del cuarto pequeño. Las cortinas estaban echadas y la oscuridad era tal que apenas si llegaba a distinguir el perfil de los muebles. Las descorrió mientras pensaba que todavía no había colocado las tazas de café ni distribuido los ceniceros. Él no fumaba, pero en el Instituto había fumadores.

El profesor Nahum Rosenfeld, por ejemplo, a quien los finos puros que siempre le colgaban de la comisura de la boca le daban un aire malhumorado y desabrido; si alguien no se tomaba la molestia de colocarle al lado un cenicero, Rosenfeld dejaba sembrado de colillas marrones el espacio que lo rodeaba. Su personalidad se dejaba entrever en aquella manera suya de aplastar un puro consumido contra el suelo y encender otro con la mayor indiferencia. A veces Gold se estremecía al identificarse compasivamente con el cigarro aplastado.

Gold se apartó de la ventana y echó un vistazo a la habitación. Su respiración se detuvo; literalmente dejó de respirar. Después, al tratar de describir cómo se había sentido, diría que había sufrido una conmoción, que su corazón se había saltado un latido.

En el sillón, el sillón del analista, estaba sentada la doctora Eva Neidorf. «Estaba allí sentada en persona», repetiría Gold con insistencia más tarde. Naturalmente, Gold no daba crédito a lo que veía. Se suponía que la conferencia iba a empezar a las diez y media y aún no eran las nueve y media; Neidorf había regresado de Chicago la víspera; y, además, nunca llegaba con antelación.

Estaba allí sentada muy quieta, recostada hacia atrás, con la cabeza levemente inclinada y la mejilla apoyada en la mano izquierda.

Así dormida, Neidorf le parecía a Gold alguien en cuya presencia no tenía derecho a estar. No sólo le inquietaba la sensación de estar entremetiéndose en su intimidad; también sentía que Neidorf se le estaba revelando bajo una luz diferente y prohibida. Recordó la primera ocasión en que la vio tomándose un café. Qué difícil le resultaba verla como una persona normal y corriente. Recordaba incluso el leve temblor de la mano con la que sujetaba la taza. Gold sabía, claro está, que aquella actitud inspirada por la analista era un aspecto importante de la psicoterapia, al que prestaban atención todas las teorías analíticas.

Se quedó parado meditando cómo debía dirigirse a ella. Susurró varias veces «doctora Neidorf», sin lograr que la analista reaccionara. Después explicaría que un impulso interior lo llevó a seguir adelante, a insistir en sus tímidos intentos de despertarla. No alcanzaba a entender a qué se debía aquel comportamiento; lo único que comprendía era la vergüenza que le inspiraba la idea de que Neidorf se iba a sentir incómoda cuando se despertara y lo viera allí.

Gold hizo una pausa y examinó el rostro de la psicoanalista. Tenía una expresión rara, nunca la había visto así. Una especie de languidez, pensó, tal vez incluso de falta de vida, en un semblante que siempre irradiaba un vigor que dominaba cualquier otra expresión. Aquella peculiar languidez se debía probablemente al hecho de que tenía los ojos cerrados. La fuente de la energía de Neidorf eran sus ojos, de mirada penetrante y muy especial. En las escasas ocasiones en que Gold se había atrevido a mirarla directamente a los ojos, aquella mirada lo había abrasado. Por primera vez, se permitió observarla con detenimiento y desde cerca, como un niño que contemplara a su madre mientras se viste creyendo que su hijo está dormido.

Todo el mundo coincidía en que Eva Neidorf era una mujer de excepcional belleza. La mujer más guapa del Instituto, como diría Joe Linder, para añadir después que aquello no era decir gran cosa. Mas lo cierto era que, a pesar de sus cincuenta y un años, todas las miradas se dirigían a ella cuando entraba en una habitación. Su belleza hacía reaccionar tanto a las mujeres como a los hombres. Aun sabiéndose guapa, Neidorf no era vanidosa; sencillamente concedía la atención y los cuidados necesarios a algo que lo merecía, como si su cuerpo fuera una entidad separada de ella. Su vestuario se comentaba largo y tendido, incluso entre los hombres. Nadie, ni candidatos, ni supervisados, ni analistas, se mostraba indiferente a su apariencia. Era de dominio público que hasta el viejo Hildesheimer tenía debilidad por Eva Neidorf. Durante las conferencias le dirigía sonrisas confidenciales. Y en los descansos Neidorf y él conversaban apartados de los demás, con aire de seriedad. Cuando sus cabezas se acercaban, la impresión de que estaban unidos por un vínculo muy estrecho recorría la sala como una onda de alta frecuencia.

En aquel momento, mientras Neidorf dormía en el sillón del analista, Gold pudo someterla a un examen detallado. Su pelo, recogido en un moño sobre la cabeza, estaba veteado de gris y la espesa capa de maquillaje que cubría su tez era claramente visible, sobre todo en las delicadas mejillas y en el prominente mentón. También se había maquillado mucho los párpados. Desde tan cerca, Gold advirtió que había envejecido notablemente en los últimos tiempos. Pensó que ya era abuela, pensó en su hijo y en lo fatigada que se la veía desde la muerte de su marido. Gold se había detenido a pensar con frecuencia en las relaciones de Neidorf con su marido, pero cada vez que trataba de imaginársela en casa la veía vestida con alguno de sus elegantes atuendos, como el que llevaba en aquel momento: un vestido blanco aparentemente sencillo que se revelaba caro y especial incluso a su mirada inexperta.

Neidorf y Gold habían consagrado muchas horas a analizar la incapacidad de éste para relacionarse con ella como si fuera una persona normal y para imaginar su existencia fuera de las sesiones de psicoterapia. Gold afirmaba que era incapaz de «desvestirla» y que no lograba verla, por ejemplo, en la cocina. Y no era el único al que le ocurría eso. Nadie podía imaginar a Neidorf en bata. Y había quien defendía apasionadamente la tesis de que nunca comía.

Su capacidad como terapeuta era incuestionable. Y en cuanto a sus habilidades como supervisora…, era intocable. Todos los supervisados prestaban una atención escrupulosa a sus comentarios. Nunca se cansaban de alabar su «perspicacia», su «singular intuición» y sus «inagotables reservas de energía». Quienes pasaban por sus manos como supervisados siempre trataban de adoptar su estilo de terapia. Mas nadie lograba emular su sexto sentido, que le dictaba lo que había de decir en el momento adecuado.

Cuando Neidorf pronunciaba una conferencia en el Instituto algún sábado por la mañana, la gente acudía a escucharla desde Haifa y Tel Aviv, e incluso los dos miembros del Instituto que vivían en un kibbutz se desplazaban a Jerusalén desde las afueras de Beersheba. Sus conferencias nunca dejaban de suscitar acalorados debates y controversias; siempre tenía algo nuevo y original que decir. A veces algunas frases escuchadas en una conferencia se quedaban reverberando en la mente de Gold durante días y días, mezclándose con otras ideas expuestas durante las sesiones de terapia.

En aquel momento, Gold contuvo el aliento y le tocó cuidadosamente el brazo a la doctora Neidorf. El tejido de su vestido era suave. Gold se alegró de que estuvieran en invierno; la larga manga blanca evitaba que su mano entrara en contacto con la piel desnuda de la doctora. Aun así, hubo de refrenar el impulso de continuar acariciando la tela. Conmocionado por los impulsos y miedos contradictorios que lo asaltaban, pensó que nunca la habría imaginado capaz de abandonarse a un sueño tan profundo. Si se hubiera parado a pensar en ello, habría concluido con toda seguridad que Neidorf tenía un sueño ligero.

Volvió a preguntarse, casi en voz alta, qué estaría haciendo en el Instituto a una hora tan temprana. Como seguía sin despertarse, volvió a tocarla, esta vez con ansiedad.

De manera instintiva, según explicaría más tarde, le tocó la muñeca…, que estaba fría. Pero como la calefacción de gas no estaba encendida y Neidorf era tan delgada, en un principio no concedió gran importancia a ese hecho. Volvió a tocar la delicada muñeca, buscando inconscientemente el pulso, y de pronto se sintió transportado al hospital donde hacía largos turnos de noche cuando comenzó sus prácticas de psiquiatría. No detectó ningún pulso. Aún no había alcanzado a formular la palabra «muerta» en su mente; no pensaba más que en el pulso. Le vinieron a la cabeza multitud de anécdotas sobre casos similares, anécdotas a las que nunca había concedido gran credibilidad. La del terapeuta que estaba sentado en su sillón sin reaccionar mientras un paciente daba rienda suelta a los sentimientos reprimidos de ira que le inspiraba, hasta que, consumida la hora de la sesión, como el analista seguía sin decir nada, el paciente se sentó en el diván, lo miró y vio que estaba muerto. Y la historia del paciente que tenía cita a primera hora de la mañana y que, cuando nadie respondió a su llamada, abrió la puerta de la clínica y descubrió al analista muerto, sentado en su sillón, donde, por lo visto, había exhalado su último aliento después de hacer jogging como todas las mañanas.