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– Sólo quiero que me diga su nombre, no le pido nada más… ¿Qué tiene eso de terrible?

Dina hacía como si no le oyera y él continuó repitiendo su pregunta hasta que Linder lo agarró por la manga y se lo llevó aparte, diciendo algo que Baum no alcanzó a oír. El hombre se alejó un poco y tomó posiciones junto al coche de policía. Baum se aproximó a Gold y le preguntó:

– ¿Qué está pasando aquí?

Gold, que estaba aún más pálido que después de examinarse de la oposición, agarró a Baum del brazo y echó a andar cuesta abajo, hacia el Margoa, mientras le contaba los acontecimientos de la mañana sin prestar la menor atención a las respuestas de su acompañante, que no paraba de repetir, con ligeras variaciones, las exclamaciones que comúnmente realiza quien sabe que lo que está oyendo es más cierto que el Evangelio pero no logra asimilarlo. Gold concluyó su historia refiriéndose a los periodistas que merodeaban por la zona a la espera de noticias.

– Son como escarabajos peloteros, se alimentan de todas las porquerías que ocurren -dijo con repugnancia.

Después dio voz a su preocupación por los pacientes de Neidorf, y en ese momento recordó que él era uno de ellos y se quedó callado.

– ¡Es increíble! -volvió a exclamar Baum-. ¡En el Instituto! ¡Dios mío! ¡Y precisamente Neidorf!

Gold no respondió. Después añadió con voz turbada que acababa de regresar de la jefatura de policía del barrio ruso, donde había prestado declaración; un policía había estado interrogándolo durante muchísimo tiempo, se quejó.

Baum había asistido a varias conferencias de Neidorf, que trabajó en el hospital durante varios años, antes de su época, y todavía pasaba consulta en la clínica de atención externa. Tanto en el hospital como en la clínica se había ganado una admiración que casi rayaba en la veneración. Él mismo tenía por costumbre decir que Neidorf era genial, aunque en privado se permitía burlarse de su falta de sentido del humor.

Después de hacerle a Gold un comentario sobre el tono verdoso de su semblante y de expresarle su conmiseración por el trauma que había sufrido, lo invitó a acompañarlo a tomar un café en su despacho. Gold aceptó la invitación por algún motivo que ni él mismo acertó a comprender. Nunca se había sentido cómodo en compañía de Baum y no entendía sus chistes. Desde que dejaron de ser compañeros de estudios, siempre lo había evitado. Echó a andar detrás de él mascullando que en realidad debería irse a casa.

El café que Baum le sirvió de un termo en la sala de los médicos de guardia estaba turbio y bastante frío, pero Gold se lo bebió sin rechistar. Los músculos de las pantorrillas le temblaban de debilidad, como si acabara de realizar un enorme esfuerzo físico, y cuando se sentó en el sillón, un temblor incontrolable comenzó a sacudirle las piernas. Gold atribuyó el cansancio a su migraña.

Baum no había parado de hablar ni un instante. Habló incesantemente de camino hacia la sala, continuó hablando a la vez que le servía el café, y todavía seguía hablando mientras se lo tomaban. Le hizo todas las preguntas adecuadas a la situación: «¿Quién crees que puede haberla matado? ¿Qué motivos tendrían para matarla?». Y: «Además, ¿qué estaría haciendo allí? ¿Qué la habría llevado al Instituto a una hora tan extraña?».

Aunque ésas eran precisamente las preguntas que habían estado atormentando a Gold desde el descubrimiento del asesinato, se limitó a responder que no tenía ni idea, cómo iba a saberlo él; que la policía se devanara los sesos, ése era su trabajo; los peces gordos del Instituto se ocuparían de los pacientes; y el fulano ése, el policía guapo que lo había vuelto majareta con sus preguntas, descubriría al asesino y, al final, todo se arreglaría. Gold no creía ni una palabra de lo que estaba diciendo; las palabras le salían por sí solas, sin control.

– O a la asesina -dijo Baum vagamente.

– ¿Por qué asesina? -preguntó Gold extrañado.

– ¿Por qué no? -replicó Baum, y sonrió de oreja a oreja. Una vez más, Gold se quedó sin enterarse del chiste.

Baum posó la taza vacía en la mesa que estaba a su lado y dijo:

– De lo que he oído hasta ahora se desprenden las siguientes preguntas: primera -alzó un dedo-, y como ya he dicho anteriormente, ¿qué estaba haciendo Neidorf en el Instituto a esa hora tan intempestiva? Segunda -estiró otro dedo-: ¿quién acudió a verla allí? Tercera -levantó un dedo más-: ¿qué persona del Instituto posee una pistola?, pues es evidente que ha sido uno de vosotros -en este punto expresó cierta satisfacción retorciéndose el bigote-, porque quienquiera que haya sido debía de tener una llave, aunque también cabe la posibilidad, claro está, de que Neidorf le abriera la puerta. En resumen -dijo con una sonrisa-, la pregunta básica es quién lo ha hecho y por qué. ¿A quién le ha beneficiado su muerte, o quién la odiaba tanto?, o incluso -y aquí sus ojos centellearon mientras alzaba la voz- ¿quién la amaba tanto?

Gold se quedó mirando a Baum en silencio. Sintió un amago de náuseas, su reacción, imaginó, ante la autocomplacencia que irradiaba de la persona que tenía enfrente. En el fondo de su corazón, Gold estaba arrepentido de haberse prestado a acompañar a Baum.

Al cabo de un momento se levantó y anunció que ya era hora de marcharse a casa. Mina no sabría dónde estaba; ya eran las tres y Mina habría preparado la comida; había invitado a comer a sus padres. Entonces, a modo de despedida, Baum le asestó un golpe que acabó de destrozar los nervios de Gold.

– Dime una cosa -le dijo Baum-, ¿no te ha dicho nadie que eres uno de los sospechosos? -Gold solía asimilar lo que le decían con lentitud, y en aquel momento sus reacciones se habían ralentizado aún más. Al principio tan sólo sintió sorpresa y, luego, mientras Baum continuaba parloteando sin ton ni son, notó que la ira le encendía el rostro-. Vamos, en serio, ya sabes, como en las novelas de detectives, donde el asesino simula ser un ciudadano cabal e informa a la policía y al final se descubre todo.

Gold sintió que sus náuseas se intensificaban y, por fin, logró decir:

– Déjalo ya…, no tiene gracia -aunque habló con un hilo de voz, pronunciar esas palabras le había costado un enorme desgaste de energía.

Pero Baum persistió:

– Oye, no estoy diciendo que realmente hayas sido tú, que le hayas pegado un tiro, que la hayas asesinado, ¡Dios me libre! Sólo te he preguntado si alguien lo pensaba; sentía curiosidad por saberlo.

Gold no había dicho ni una palabra sobre la primera hora que había pasado con Ohayon, limitándose a despachar con un par de frases la conversación con el detective. Ahora se contuvo para no zanjar el tema con una réplica demoledora y, cuando estaba a punto de marcharse, Baum se levantó de las profundidades del sillón diciendo:

– Espera un momento, te voy a acompañar. Al fin y al cabo, aquí no tengo nada que hacer, y hace un día tan agradable…

Gold no protestó. Estaba tan agotado que no sabía cómo iba a conducir hasta casa. Se marcharon juntos de la sala de los médicos de guardia y salieron al jardín, donde se encontraron con Hedva Tamari, a quien Gold conocía de los tiempos en que ella estaba haciendo sus prácticas en el Hadassah. Hacía unas semanas Hedva había ido a pedirle consejo porque quería presentar su candidatura en el Instituto. La conversación que mantuvieron dejó a Gold con un leve regusto de culpabilidad y desasosiego.

Gold había expuesto con todo detalle las dificultades que entrañaba su proyecto, pero no consiguió desanimarla, porque Hedva ya estaba decidida de antemano. Debería haberse dado cuenta, pensó, de que cuando alguien hace una consulta de este tipo no atiende a razones disuasorias; lo que quería Hedva era refuerzos positivos para una decisión ya tomada. El propio Gold había actuado de la misma forma en su momento. No debería haberse empeñado en hacerle cambiar de idea. Durante la conversación, Gold supo que ella también era paciente de Neidorf.