Cuando volvió en sí, Baum vio junto a la cama donde estaba tumbado al director del hospital, el profesor Gruner, y a dos desconocidos. Trató de decir algo en voz alta, mas sólo consiguió emitir un susurro. El director le dijo paternalmente:
– No haga esfuerzos. Estamos en mi despacho, la sección IV está bajo control, todo está en orden, en seguida se pondrá bien. Han venido unos señores de la policía que quieren saber qué ha sucedido. La pistola es lo que los ha traído aquí, no los problemas en el ala de aislamiento. Les gustaría hacerle algunas preguntas. Ya han interrogado a Dvora, y también a Hedva.
Una figura asomó por encima de la cabeza de Baum y se le colocó delante. Hedva, con los ojos rojos e hinchados, le acarició la mano. Según el gran reloj de pared eran las cuatro. ¿Las cuatro de la mañana?, se preguntó a sí mismo. ¿Cómo podía haber dormido tanto? Como si le hubiera leído el pensamiento, el profesor Gruner le explicó que se había encontrado la sección IV en pie de guerra al llegar al hospital.
– Dvora estuvo magnífica -prosiguió-. No entiendo cómo logró ponerse en comunicación conmigo en medio de aquel alboroto. Pedimos una ambulancia, pero cuando llegó ya estaba usted despierto, e incluso vino de la sección IV hasta aquí por su propio pie; luego la doctora le curó y le dio algo para dormir -Baum se palpó el cuello, que estaba envuelto en un vendaje rígido, una especie de collarín. La cabeza le daba vueltas y tenía la garganta reseca y ardiendo («como si hubieran encendido una hoguera en mi interior», le dijo a Hedva más tarde, cuando hubo recuperado la voz)-. La policía piensa -continuó Gruner- que la pistola que tenía Tubol está relacionada con la muerte de la doctora Neidorf, y estaban esperando a que se despertara por si podía explicarles cómo fue a parar a sus manos.
Baum miró al profesor Gruner, que estaba de pie ante él. La luz le hirió los ojos y tuvo que cerrarlos y con un fatigado gesto de la mano indicó que no tenía ni idea. Cuando volvió a abrir los ojos, Gruner seguía delante de él y su cara reflejaba preocupación. Las manecillas del reloj marcaban las cuatro y cuarto.
(Después, Baum le diría a Hedva que sólo por ver la expresión de preocupación del profesor, que era el terror del hospital, «todo había merecido la pena. ¿Te lo puedes creer? Hasta entonces no estaba seguro de que me conociera». Y cuando Hevda le amonestó: «No digas tonterías», él replicó: «No, en serio; a veces pasa por delante de mí como si fuera transparente. Una vez incluso me preguntó cómo me llamaba. Y sólo tiene cincuenta y tantos años…». «Cincuenta y cinco», dijo Hedva haciendo un mohín. «No hables así de él. A mí me parece un ser humano, un auténtico ser humano. Tendrías que haber visto la recomendación que me dio para el Instituto.» «¡Ah, el Instituto! Cuando se trata del Instituto yo ya no soy nadie. Según tú, cualquiera que tenga alguna relación con el Instituto está más cerca de Dios todopoderoso. No pretendo decir que sea un imbécil, pero tienes que reconocer que no es un genio o, al menos, que no se entera muy bien de las cosas, eso por no decir que está medio senil.»)
Los dos hombres que habían sido presentados como «la policía» hicieron un aparte para conferenciar en voz baja. Después, uno de ellos le preguntó algo a Gruner en un susurro y éste sacudió la cabeza y dijo:
– Sólo con la mano, si es necesario -y, volviéndose hacia Baum, le preguntó-: Doctor Baum, ¿sabe usted cómo llegó la pistola a manos de Tubol? Conteste con la mano, por favor. Muévala de un lado a otro para decir que no y de arriba abajo para decir que sí.
Baum hizo un movimiento negativo con la mano y, entonces, uno de los policías, el pelirrojo, le preguntó si había visto la pistola antes. Baum volvió a mover la mano de un lado a otro. Estaba muy cansado, y al cerrar los ojos oyó que el pelirrojo decía:
– Bueno, vamos a anotar las características de la pistola y luego comenzaremos a registrar el recinto.
Después Baum se quedó dormido.
8
Al igual que Gold, Michael Ohayon se reía de las supersticiones, pero cuando entró en la jefatura de policía de Jerusalén del barrio ruso y le felicitaron por haber descubierto la pistola con la que se había cometido el asesinato no pudo evitar que le viniera a la memoria el terror que le inspiraba a su madre el «mal de ojo». Su reacción instintiva de negar lo que le decían y sus cautos comentarios sobre las pruebas balísticas fueron recibidos con el desdén que sin duda merecían.
– ¡No me vengas con eso! -dijo el inspector jefe Klein, que estaba al frente de un destacamento especial encargado de investigar otro asesinato-. ¿Cuántas pistolas puede haber en la calle Disraeli un sábado? ¿Pero cuánto te crees que mide esa maldita calle de un extremo al otro?
Michael no sonrió. Cosas más raras ocurrían. Esperaría a que le respondieran del laboratorio. Entretanto tenía que hablar con el patólogo y pasarse por el hospital Margoa.
A las cinco de la mañana, cuando iba de camino hacia el barrio ruso desde Rehavia, le habían comunicado por radio la aparición de la pistola. Aunque, según le dijeron, no había necesidad de que fuera al hospital, se desvió para volver a la calle Disraeli. En el hospital el policía pelirrojo le dijo que en la pistola (una Beretta del calibre 22, tal como habían pensado) había restos de barro. Habían extraído una bala de la pared de la sección IV de hombres, y probablemente, dijo el pelirrojo esperanzado, encontrarían otra en el cuerpo de la mujer asesinada. Añadió suspirando que la pistola estaba llena de huellas: del doctor Baum, de la enfermera Dvora, del paciente Tubol, y otras aún pendientes de ser identificadas. Pero, «debido a las circunstancias», explicó, algunas huellas serían difíciles de examinar.
De toda la información facilitada por la base de datos informatizada de la policía, lo que más había impresionado al policía pelirrojo era que la pistola perteneciera a Joe Linder, que había sacado la licencia correspondiente en 1967. El barro le tenía preocupado, añadió, pero no podrían saber nada con seguridad hasta que el informe balístico estuviera completo.
Michael miró a su alrededor. La luz comenzaba a iluminar el cielo y pudo apreciar el tamaño del jardín del hospital, así como calcular la distancia que había hasta la calle, la altura de la valla y la distancia hasta el edificio del Instituto. Encendiendo un cigarrillo, expuso sus conclusiones provisionales al pelirrojo, que expresó su conformidad diciendo:
– Sí, alguien debe de haber tirado la pistola al jardín desde fuera, tal vez incluso desde un coche en marcha. Y la enfermera dice que el paciente salió al jardín. Pero tendremos que comprobarlo.
Obtener la menor información de Tubol resultó imposible. Todos los pacientes seguían sedados y Baum también estaba dormido. La única alternativa era regresar más tarde, dijo Michael, y llevar a Baum a la comisaría para interrogarlo cuando se recuperase.
Sentado en su despacho del barrio ruso, un cubículo donde apenas si cabían dos sillones, un escritorio y un archivador situado al final del curvo pasillo de la segunda planta, Michael echó un vistazo a su alrededor y se preguntó por dónde habría que empezar.