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Adoptando unos modales formalistas, Michael extrajo un impreso del cajón de su escritorio y le preguntó a Linder qué características técnicas tenía el «arma de fuego» Joe sacó de su cartera una licencia de armas para una pistola Beretta del calibre 22, donde se especificaba el número de serie.

A continuación, Michael preguntó qué había llevado al doctor Linder a pensar que su pistola estaba relacionada con la muerte acaecida en el Instituto. Joe se encogió de hombros, abrió la boca para decir algo, cambió de opinión y terminó por responder que no lo sabía. Sencillamente lo pensaba.

Michael examinó la licencia y preguntó cautamente, mientras garrapateaba algo en el impreso que tenía delante, en qué momento preciso había visto el doctor Linder la pistola por última vez.

La respuesta arrancó con una referencia al insomnio y al dolor de espalda. Luego Joe dijo disculpándose:

– Tal vez esto le parezca irrelevante, pero lo cierto es que es estrictamente relevante, ya que si reparé en la desaparición de la pistola fue sólo por el hecho de que estaba buscando las pastillas para dormir; además, la manera de saber hasta cuándo seguía en su sitio está directamente relacionada, en mi opinión, con la última vez que tomé esas pastillas, y de hecho recuerdo muy bien cuándo fue -después Linder le contó que hacía un par de semanas había celebrado una gran fiesta en su casa. Aquella noche no le hizo falta tomar nada para dormir y, a partir de entonces, resolvió dejar de tomar somníferos porque, tal como el doctor Rosenfeld había señalado con acierto, estaba desarrollando una dependencia con respecto a ellos-. En mi calidad de analista quizá no debería decir esto, pero en última instancia el hombre es una criatura con escasa fuerza de voluntad y, posiblemente como consecuencia de la tragedia de ayer, no me mantuve fiel a mi resolución.

Michael no prestó la menor atención al tono íntimo y sincero que Linder había adoptado al hablar de la pistola, y que se intensificó cuando abordó la cuestión del insomnio. Si lo había comprendido bien, dijo, la última vez que el doctor Linder había visto la pistola fue la noche anterior a la de la gran fiesta que había mencionado.

Linder asintió con la cabeza y dijo que no era necesario que le llamara «doctor» cada vez que se dirigía a él.

– En el fondo soy un impostor: no soy médico, y tampoco cursé estudios de psicología ni de psiquiatría en su día.

Era fácil comprender que un hombre de ese tipo despertara recelos en Hildesheimer, pensó Michael, acordándose del comentario del anciano con respecto a la única excepción a la norma. Había algo molesto en la sinceridad expansiva y exagerada de aquel hombre; era como si estuviera diciendo: «Mire, no he tenido reparo en mostrarle todos mis defectos. No me queda nada peor que confesar, así que acépteme como soy, por favor».

Probablemente las mujeres se sentirían atraídas por un hombre como él, que en Michael despertaba todos sus instintos depredadores. Bajo aquella fachada de patetismo, Michael presentía la existencia de trampas y peligros. Sin alterar su expresión, le preguntó dónde había pasado exactamente la noche del viernes y las primeras horas del sábado por la mañana.

Linder echó una ojeada a su reloj y dijo que para llegar a tiempo a la cita con su próximo paciente tendría que marcharse ya.

En el tono más formal de su repertorio y con la urbanidad de un funcionario británico, Michael le explicó que no podía permitirle marcharse y le sugirió que anulara todas las citas que tuviera por la mañana. La reacción fue virulenta. Linder farfulló algo sobre «este país», donde te extorsionan por portarte como un buen ciudadano y donde la única manera de sobrevivir es «cerrar la boca y ocuparte de tus asuntos», y luego le espetó a Michael que cómo demonios pensaba que iba a informar a sus pacientes de que sus citas se habían anulado en el último minuto; después de los titulares aparecidos aquella mañana en la prensa, probablemente ya estarían histéricos, y, además, ¿es que aquello era tan urgente?

Llegados a ese punto, Michael le informó de que la descripción de la pistola que había perdido coincidía con la de una pistola descubierta en las inmediaciones del Instituto, y que también tenían el mismo número de serie. Su tono de voz seguía siendo reposado y formal. Con expresión impasible añadió que, a buen seguro, el doctor Linder comprendería hasta qué punto estaba implicado en la investigación y por qué resultaba imposible prescindir de su presencia en aquel momento. Entonces sonó el teléfono.

Lo llamaban desde el laboratorio de balística, con la noticia (oficiosa, claro está) de que la pistola era, con toda probabilidad, la misma con la que habían matado a Neidorf. Esa probabilidad aumentaría, dijeron, cuando recibieran la bala, y dentro de una semana se emitiría el informe oficial. Michael no pronunció una sola palabra durante toda la conversación, a excepción de un «gracias» al final. Tampoco desvió la mirada de Linder, a quien se veía excesivamente tenso. Le temblaban las manos y tenía el semblante pálido, más pálido que cuando había entrado en el despacho.

Con voz cascada, Linder preguntó si podía hacer una llamada. La pregunta le sonó conocida a Michael, así como el tono, y, mentalmente, tomó nota de que debía informarse sobre la llamada telefónica que Linder había hecho desde el Instituto el día anterior.

Linder marcó un número y estuvo hablando largo y tendido con una mujer llamada Dina. Le dictó varios nombres y números de teléfono y le pidió que anulara las citas. Le indicó que colgara un cartel en la puerta para avisar al paciente de las diez si no lograba ponerse en contacto con él y que atendiera a quienes llamaran a la puerta aunque no fueran a verla a ella. Tendría que decirles a sus pacientes que estaba sano y salvo, pero que los designios divinos le habían impedido acudir al trabajo. Al decir esto dirigió una mirada burlona y ofendida a Michael, quien, sin pestañear, se acarició la mejilla, palpando la barba mal afeitada y diciéndose que detestaba las maquinillas eléctricas.

– En el barrio ruso -contestó Linder, conciso y seco, cuando le preguntaron algo. Luego añadió-: Muchas gracias -y colgó el auricular.

Michael repitió la pregunta que le había hecho antes y Linder refunfuñó:

– ¿Quiere una coartada, como en las novelas de detectives? -y encendió un cigarrillo extraído de un paquete que llevaba en el bolsillo sin ofrecerle otro a Michael. Mientras lo encendía protestó-: Pero si ya lo tiene todo por escrito; ayer lo expliqué todo. ¿No se acuerda? Michael no reaccionó.

– El viernes por la noche vinieron a cenar a casa unos amigos. No salí en ningún momento; soy el cocinero de la familia. Se marcharon hacia las dos de la mañana, dos horas tarde, en mi opinión. Para mí no tenían ningún interés, eran colegas de mi mujer.

Michael le pidió los nombres y teléfonos de los invitados y lo anotó todo cuidadosamente. Las grabadoras no siempre eran de fiar. Al final preguntó: -¿Qué cenaron?

Linder clavó en él una mirada incrédula y ofendida, pero como Michael no retiró la pregunta terminó por decir:

– De primero, tomates rellenos; de segundo, pierna de cordero con arroz y piñones; ensalada de lechuga… ¿Tengo que continuar?

Michael, que estaba anotándolo todo concienzudamente, hizo un gesto de asentimiento sin desviar la vista de Linder, que prosiguió diciendo:

– Macedonia de frutas, y café y tarta, claro está. ¿Quiere saber también qué vino tomamos?

– No es necesario -dijo Michael sin reaccionar ante aquel sarcasmo-. ¿Y después, cuando se fueron los invitados?