– Después era tarde. Daniel no lograba conciliar el sueño, no sé por qué. Quizá está incubando alguna enfermedad. Daniel es mi hijo. Tiene cuatro años. Dalya, mi mujer, estaba dormida, y me tocó a mí ocuparme de él. Estuve con Daniel casi hasta las diez. Dalya seguía dormida, nunca tiene problemas para dormir.
– ¿Dónde estuvo con él? -preguntó Michael, como si la pregunta estuviera impresa en el informe que tenía delante.
– ¿Dónde cree que estuve desde las seis de la mañana? Primero en casa: jugando, contándole cuentos, desayunando. Después en el jardín. Hacía frío -en ese punto se embarcó en una digresión sobre el dolor de espalda y lo difícil que resulta jugar a la pelota cuando te duele la espalda; y luego en una descripción pormenorizada de cómo se sentó en un tocón para coger la pelota.
El deje de hostilidad había desaparecido de la voz de Linder. Una vez más, empezó a facilitar detalles que no le habían sido solicitados de una manera amistosa y humorística, como si quisiera cooperar con la mayor solicitud posible.
En cierta ocasión el psicólogo de la policía le había comentado a Michael, mientras tomaban algo en el café de la esquina, que algunas personas tienen un sentido de la culpabilidad omnicomprensivo. Sienten la necesidad de incriminarse y, por ello, se comportan como Raskolnikov, «aunque no hayan cometido ningún delito. Necesitan congraciarse», explicó el psicólogo. Viendo a Linder, Michael se recordó a sí mismo que los psicoanalistas son seres humanos que han realizado unos estudios determinados y que eso no les confiere un dominio completo ni una consciencia absoluta de sus motivaciones. Fuera de las horas de trabajo y convertidos en objeto de una investigación, no hacían mejor papel que cualquier otra persona.
Interrumpió a Linder, que había abordado el tema de las relaciones entre padres e hijos en general, preguntándole:
– ¿Y quién lo vio con su hijo?
Linder dijo que en su edificio sólo había cuatro pisos y que no sabía si alguien se habría asomado a la ventana y los habría visto.
– Espere un momento, por favor -dijo Michael, levantándose, y se marchó a buscar a Tzilla. La encontró en la habitación de al lado, donde solían celebrar las reuniones matinales, y le pidió que llamara a la mujer de Linder al Museo de Israel, donde trabajaba, y se informara sobre lo que habían hecho el viernes por la noche y el sábado por la mañana-. Llévate esto…, es la versión de Linder. Y después habla con los vecinos. Coge un coche, tendrás que ir al museo y después a Arnona, que está en la otra punta de la ciudad. Quiero que hayas terminado con los vecinos para cuando él llegue a casa.
Después volvió a su despacho, donde encontró a Linder con la mirada perdida en el vacío. Rápidamente se sentó detrás de su escritorio y le preguntó cómo había sido su relación con la doctora Neidorf.
Linder comenzó a hablar con creciente inseguridad, midiendo sus palabras y escogiéndolas con cuidado. Era evidente que se trataba de un tema que le había dado muchos quebraderos de cabeza y para el que nunca había encontrado una solución que le satisficiera. Terminó por reconocer que no se le podía contar entre los admiradores de la doctora. De lo que dijo se desprendía con claridad que nunca se habían tenido un gran afecto.
Sin cambiar de tono, Michael le preguntó cómo había sobrellevado el hecho de que la doctora Neidorf fuera, con toda evidencia, la persona que sustituiría al profesor Hildesheimer en la presidencia del Comité de Formación.
Linder lanzó una carcajada. Felicitó a Ohayon por su intuición para los asuntos mundanos. Pero no había que sacar las cosas de quicio. Aunque, ciertamente, el Comité de Formación era un organismo muy importante, que formulaba la política de la institución e imponía las normas, su importancia no era tanta como para que mereciera la pena cometer un asesinato con objeto de llegar a presidirlo. Sea como fuere, añadió en tono más serio, no creía que nunca lo llegaran a nominar para formar parte del Comité, aun cuando Neidorf no lo presidiera. Detectando un dejo de amargura en la respuesta, Michael preguntó por qué.
Linder inspiró profundamente y suspiró. Comenzó a decir que determinados asuntos internos relacionados con la profesión resultaban difíciles de explicar, pero Michael, que para entonces ya era capaz de predecir las reacciones de Linder, se quedó callado, y el psicoanalista, incapaz de soportar el silencio, se embarcó en una explicación pormenorizada de lo que denominó las «diferencias profesionales con respecto a la visión de las cosas y a otros asuntos» que lo separaban de los que llamó, irónicamente, «los pilares del Instituto». También utilizó la expresión enfant terrible.
Consultando una vez más su reloj, Linder comentó que a los pacientes no les gustaba que sus citas se anularan sin previo aviso.
– Les crea tensión y ansiedad -le explicó a Michael, que se sorprendió ablandándose un poco y diciendo que lo sentía, pero que a veces era inevitable y que, tal vez, podrían volver al momento en que había desaparecido la pistola. Entonces Linder se apresuró a corregirle, diciendo que de ninguna manera podría asegurar en qué momento concreto había desaparecido. Lo único que sabía era que la noche anterior a la fiesta la pistola estaba en el cajón, y que desde entonces no había vuelto a abrirlo. A petición de Michael dibujó un plano de su piso y le mostró dónde estaba el dormitorio.
– ¿Quién estaba al tanto de que tenía usted una pistola? -preguntó Michael mientras cogía la pluma, sólo para volver a dejarla sobre la mesa al oír que Linder le respondía:
– ¿Y quién no estaba al tanto?
Después se justificó explicándole que, como la pistola era una obra de arte, se la había enseñado a mucha gente, y que, aun cuando no la enseñaba, solía hablar de ella, contando cómo y por qué había llegada a adquirirla.
Michael le pidió una lista de los invitados que habían asistido a la fiesta. Había dado por hecho que se trataba de una fiesta común y corriente, y sintió que los músculos se le tensaban cuando Linder dijo que había sido una fiesta un tanto especial. A instancias del inspector, Linder empezó a describirla. Después de que un candidato «presentara su caso» y de que se realizara la votación, tenían la costumbre de celebrar una fiesta en su honor; por lo general la persona que había ingresado en el Instituto más recientemente organizaba la fiesta del nuevo miembro. Éste era el encargado de hacer la lista de invitados, que en realidad incluía a todo el mundo, y especialmente a todos sus compañeros de clase o de curso.
En esta ocasión, el último de los candidatos convertido en miembro del Instituto no podía celebrar la fiesta porque su casa era demasiado pequeña, y dado que él, Linder, había llegado a tener una relación particularmente buena con la clase en cuestión, y que a Tammy casi la consideraba una más de su familia, se ofreció a organizar la fiesta. No era una fiesta sorpresa y todo el mundo procuraba no faltar. La popularidad de un candidato se medía por el número de personas que asistían a su fiesta. Sí, también se invitaba a gente que no pertenecía al Instituto, pero no a muchos, sólo a los amigos de confianza. A la fiesta de Tammy sólo invitaron a su íntimo amigo Yoav. De hecho, Linder llegó a ser supervisor de Tammy por mediación de Yoav. Una coincidencia curiosa, porque fue precisamente Yoav quien le compró la pistola en 1967, aunque no tenía otro punto de conexión con el Instituto que no fuera ése, su gran amistad con Tammy y con Linder. Una sonrisa furtiva pasó por el rostro de Linder, que había recobrado algo de color.
– A él todo esto le parecen tonterías -dijo.
Michael le preguntó a quién había telefoneado desde el Instituto.
– A Yoav -reconoció Linder. Eran muy amigos-… y lo había invitado a tomar unas salchichas regadas con cerveza para matar el regusto de la conferencia del sábado por la mañana y de la reunión del Comité de Formación, pero, dadas las circunstancias, tuve que cancelar la cita -llegado a ese punto, Linder señaló que Michael era un tipo peligroso y le preguntó cómo podía acordarse.