Выбрать главу

– Usted no lo comprende -alzó la voz, en la que resonó una nota de convicción apasionada-. Para ellos esa mujer era el paradigma de la perfección. No se podía decir nada contra ella. Ni siquiera me dejaban que bromeara a su costa. Y es inconcebible que un paciente que está analizándose agreda físicamente a su analista. No estamos hablando de psicóticos, de enfermos mentales, con los que todo es posible en teoría. Estamos hablando de personas sanas que tienen problemas personales y están analizándose. Todos los miembros del Instituto se analizan para mejorar sus capacidades profesionales; es un requisito básico de nuestro trabajo.

A través de la pared oyeron el sonido amortiguado de voces y pasos, y el ruido de una puerta abriéndose y cerrándose. Linder explicó que Dina había acompañado a un paciente a la puerta y que, probablemente, el siguiente estaría al caer. El timbre sonó, se oyeron unos pasos y una puerta que chirriaba y, después, se hizo un profundo silencio.

– No, doctor Linder -dijo Michael reposadamente-, por muy doloroso que sea, debo decirle que incluso aquellos a quienes consideramos sanos nos sorprenden a veces. Y precisamente las personas a las que tenemos por modelos de perfección, precisamente ellas…, y usted lo debe de saber mejor que yo…, son en ocasiones el blanco elegido para una agresión. Y, por desgracia, lo que tenemos entre manos es un asesinato, y le estoy pidiendo su ayuda.

Linder fumaba en silencio. Las ojeras oscuras que le sombreaban los redondos ojos acentuaban su palidez. Sacó un pañuelo de papel de la caja que había sobre el anaquel de la mesita y se enjugó el sudor que le perlaba la frente.

– Mire -dijo Michael-, sólo pretendo que me ayude a reconstruir el programa semanal de trabajo de la doctora, las citas con los pacientes y con los candidatos. Por el momento olvídese de quiénes pueden ser los sospechosos y de a quién puede estar delatando. Concéntrese en su programa de trabajo. ¿Qué le parece?

Linder carraspeó, trató de hablar, volvió a carraspear y lo intentó de nuevo.

– De acuerdo -dijo con voz ronca-, pero estoy convencido de que no los conozco a todos. Sólo a algunos -entonces se le iluminó la mirada y exclamó-: Pero encontrará todos los nombres en el diario de la doctora Neidorf, en sus notas. ¿Por qué perder el tiempo en especulaciones?

Michael le explicó que necesitaría disponer de información sobre las personas; de momento, las notas de la doctora no le interesaban. No comentó nada sobre la visita a su casa.

Exhalando un suspiro, Linder sacó un papel del cajón de su escritorio, se lo entregó a Michael y, con un gesto, le indicó que se trasladara a la silla de madera que estaba a su lado y le dijo:

– Lo mejor será hacer un horario. Eva me comentó muchas veces la sobrecarga de trabajo que tenía. Sé, como muchas otras personas, que trabajaba de ocho a nueve horas al día, salvo los jueves, cuando sólo trabajaba seis, porque por la tarde daba clases en el Instituto. Y los viernes también trabajaba seis horas solamente.

Como un alumno aplicado, Michael trazó un cuadro apuntando días y horas y, después, apoyó la barbilla en la mano y se quedó a la espera.

– Bueno, vamos a ver. Empezaremos por las supervisiones. Sólo una hora a la semana para cada supervisado. No sé los días ni las horas concretos, pero eso no tiene mayor importancia. En primer lugar, Dina recibe…, es decir, recibía… su supervisión, estaba a punto de terminar. Ayer, después de la conferencia, se suponía que debían aprobar su presentación, y también la de otro candidato del curso de Dina; se llama… -Linder sacó un lista impresa de otro cajón y, estirando el cuello, Michael vio que era una relación de los miembros y candidatos, idéntica a la que había encontrado en casa de Neidorf la víspera. Linder la repasó a toda velocidad, hasta que su dedo se detuvo en uno de los nombres-: el doctor Giora Biham -a partir de ese momento, Linder siguió consultando la lista mientras Michael iba apuntando lentamente los nombres en el cuadro que había dibujado. En total, seis supervisados-. Que son muchísimos -dijo Linder, y una nota de amargura afloró de nuevo en su voz. Michael le preguntó por qué-. Mire, Neidorf trabaja…, trabajaba…, cuarenta y seis horas a la semana; lo sé con exactitud. Los domingos trabajaba ocho horas; los lunes, nueve; los martes, seis; los miércoles, nueve; ocho los jueves y seis los viernes. Súmelas. Siempre se tomaba un descanso entre la una y las cuatro, excepto los martes y los viernes, esos días trabajaba sin parar. Seis supervisados en cuarenta y seis horas no deja mucho tiempo para el psicoanálisis. Cada caso requiere cuatro horas semanales. Y, además, hay que tener en cuenta las psicoterapias…, no demasiadas, ahora mismo vamos a verlo…, cada psicoterapia ocupa dos horas por semana.

Linder volvió a recorrer la lista con el dedo, leyendo nombres en voz alta, y el horario se fue rellenando con la cuidada caligrafía de Michael. Ocho analizados, ocho nombres encajados en cuatro horas a la semana, todos ellos candidatos a ingresar en el Instituto. Quedaban ocho casillas vacías.

– Bueno -dijo Linder-, en esas ocho horas sobrantes quizá analizara a alguien que no conozco, alguna persona ajena al Instituto, pero me resulta difícil creerlo, porque Eva tenía una lista de espera de dos años, y en todo Jerusalén sólo hay cinco analistas instructores, y ella siempre insistía en que había que dar prioridad a la gente del Instituto, porque sería inconcebible exigir unos requisitos a los candidatos sin facilitarles los medios para que los cumplieran. Típico de ella. ¡Siempre tan justa y cabal!

Michael no dijo nada. A lo largo de la mañana había comprendido que la mejor manera de sacarle información a Linder era quedarse callado. El propio Linder se ocuparía de ir despejando incógnitas.

– Por eso, supongo que las ocho horas restantes eran de psicoterapia, a la que los analistas conservadores dedican dos sesiones semanales y los más flexibles tan sólo una. ¿A qué grupo cree que pertenecía la doctora Neidorf? Le concedo tres intentos para adivinarlo.

Michael advirtió que el malhumor de Linder se iba intensificando a medida que rellenaban más casillas con nombres. Había fruncido los labios, como un niño enfurruñado, y estaba tamborileando con irritación sobre la lista de nombres que tenía delante. Michael le preguntó, esforzándose en demostrar el mayor tacto posible, cuántas horas a la semana trabajaba él.

– Las mismas que la doctora Neidorf, e incluso puede que más, unas ochenta y ocho horas a la semana. Pero sólo me ha llegado un caso de análisis a través del Instituto. No soy analista instructor -añadió como si previera la siguiente pregunta-, y los candidatos tienen que solicitar un permiso especial al Comité de Formación para psicoanalizarse conmigo.

La expresión de su rostro disuadió a Michael de profundizar más en aquel asunto de momento. Tomó nota mentalmente de que debía averiguar qué había hecho Linder para que se le incluyera en la lista negra del Instituto. Ya estaba en condiciones de hacer algunas conjeturas al respecto. A Linder se le veía tan infantil y vulnerable que apenas si lograba imaginarlo sentado detrás del diván y escuchando en silencio.

Pero no podía creer que todo se limitara a eso. No después de conocer a Hildesheimer. El profesor debía de tener otros motivos más serios.

– En resumen -dijo Linder alzando la voz-, Eva era analista instructora, supervisora de candidatos y todo lo que pueda imaginarse, y estaba tan solicitada que algunos aspirantes rechazaban a posibles pacientes hasta que Eva tuviera tiempo de supervisarlos. Por eso no puedo creer que estuviera analizando a nadie de fuera, y conozco a toda la gente del Instituto que estaba analizándose con ella. Las ocho horas que quedan debía de ocuparlas en psicoterapias de otras personas, pero, personalmente, no sé de nadie que estuviera sometiéndose a terapia con ella.