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Pero no eran más que anécdotas, casi se las podría calificar de folclore, mientras que, en aquel momento, Gold sentía un vacío terrible y muy real en el estómago. Se quedó quieto en medio de la habitación con la sensación de que tenía que hacer algo. Recapituló los hechos: Neidorf, el sillón, el Instituto, el sábado por la mañana, muerta.

Gold, que había terminado sus prácticas de psiquiatría en el Hadassah de Ein Kerem hacía poco tiempo, ya tenía experiencia de la muerte. En el hospital había logrado adoptar mecanismos de defensa que le permitían convivir con ella. Había intentado con relativo éxito, tal como le explicó a Neidorf en cierta ocasión, crear una saludable distancia emocional entre él y la persona muerta: siempre que le requerían para presentarse ante un difunto, un velo descendía sobre lo que él llamaba sus «glándulas de sentir».

Pero, en esta ocasión, el acostumbrado velo no descendió. En su lugar, un velo diferente bajó flotando por el aire. Todo quedó envuelto en la bruma de un sueño, que no era necesariamente desagradable; el suelo perdió su habitual solidez, la puerta se abrió como por sí sola y, a pesar de que sentía que sus extremidades habían dejado de pertenecerle, fue su mano la que cerró la puerta con suavidad y sus pies los que lo condujeron fuera de la habitación.

Se desplomó en una silla situada junto a la puerta y fijó la mirada en el retrato del difunto Erich Levin, que le sonreía jovialmente desde detrás del cristal. Después se dijo serenamente -o con lo que en aquel momento tomó por serenidad, aunque era vagamente consciente de que sus reacciones se ajustaban a la sintomatología clásica de la conmoción descrita en los libros de texto- que tenía que hacer algo.

De manera consciente y, a la vez, inconsciente, se levantó, inclinó la cabeza, respiró profundamente y se las arregló para llegar hasta el teléfono de la cocina.

El aparato no sólo no tenía el candado puesto, sino que éste estaba al lado, con la llave todavía dentro. En aquel momento, Gold no se planteó quién podría haber dejado el teléfono sin candado o quién habría tenido tanta prisa como para olvidarse el llavero en la mesa de la cocina. Después recordaría claramente el llavero y su bonita funda de cuero repujado.

Más adelante recordaría otros muchos detalles: la taza de café casi llena que estaba en la pila (bajo el letrero impreso que decía: «Por favor, lave la taza que ha usado y no olvide desenchufar la cafetera. El mes pasado hubo que cambiar el depósito porque uno de sus componentes se había quemado»; y que estaba firmado por la secretaria, Pnina, con su imprecisa caligrafía); el grifo goteando. Pero en aquel instante Gold concentró su atención en el teléfono mientras marcaba un número y se desplomaba en la silla de la secretaria.

Al cabo de un rato que se le antojó interminable, alguien descolgó el auricular al otro extremo de la línea y una voz de mujer entrada en años dijo con plomizo acento alemán: «¿Diga?».

Gold era buen conocedor de las anécdotas que circulaban sobre frau Doktor Hildesheimer y una sola palabra pronunciada por teléfono le bastó para confirmar todo lo que le habían contado. Se decía que la señora en cuestión se relacionaba con el teléfono, con el timbre de la puerta y con el buzón como si fueran representantes de una potencia extranjera enemiga dispuestos a robarle a su marido, a matarlo con un sinfín de pretextos.

Alguien comentó que gracias a ella y sólo a ella Hildesheimer había logrado alcanzar su actual edad (cumpliría los ochenta el mes siguiente) sin sufrir una sola enfermedad grave; y, al decir esto, la persona que hablaba tocó madera.

El programa diario de actividades del anciano se había mantenido inalterado durante los últimos cincuenta años (ocho horas de trabajo al día durante los treinta primeros años, de las ocho a la una y de las cuatro a las siete; y seis horas durante los últimos veinte años, cuatro por la mañana y dos por la tarde; entre las dos y las cuatro, Hildesheimer dejaba de existir para el resto del mundo); y ella también era muy estricta con respecto a cuestiones de las que no suele estimarse que consuman tanta energía como los pacientes; por ejemplo, el número de conferencias a las que permitía asistir a su marido, ya fuera en calidad de conferenciante o de oyente, y el número de horas de clase que podía impartir en el Instituto. Según la leyenda era imposible ponerse en contacto con Hildesheimer sin obtener previamente la aquiescencia de su mujer.

Frau Hildesheimer dijo «¿Diga?» y Gold le comunicó automáticamente, con voz clara, su nombre y el hecho de que estaba llamando desde el edificio (como es lógico, ella no tuvo necesidad de preguntarle a qué edificio se refería). Tras una breve pausa, Gold se disculpó por molestarles un sábado y explicó que se trataba de una emergencia. Al otro lado del hilo se produjo un silencio y Gold no sabía si frau Hildesheimer seguía al aparato o no. Repitió las palabras «una emergencia» y, por fin, ocurrió el milagro.

La voz del anciano sonó como si nunca durmiera y estuviera permanentemente alerta y preparado para cualquier eventualidad. Gold sabía que Hildesheimer iba a asistir a la conferencia y supuso que había pensado ir andando. No vivía demasiado lejos del Instituto, y, cuando hacía buen tiempo, su mujer lo animaba a hacer ejercicio…, con moderación.

En cuanto Gold escuchó el saludo del anciano sintió que quedaba liberado de toda responsabilidad. Al no saber cómo decir lo que tenía que decir, volvió a comunicar que era Shlomo Gold, que estaba en el Instituto y que había ido allí temprano para preparar las cosas. Hildesheimer emitió un largo y expectante «Sííí», y cuando Gold, incapaz de encontrar las palabras adecuadas, dejó de hablar, el anciano dijo, en tono ligeramente preocupado: «¿Doctor Gold?», y éste le confirmó que seguía allí. Después añadió con premura que había sucedido algo espantoso, realmente espantoso…, la voz le temblaba…, creía que el doctor Hildesheimer debía acudir allí sin pérdida de tiempo. Transcurrieron unos segundos y, al fin, el anciano respondió: «Bueno, ahora mismo voy».

Sintiendo un gran alivio, Gold colgó el auricular. Después encendió la cafetera, lo que no tenía ningún sentido puesto que el agua tardaría una hora en hervir, pero la idea de hacer algo práctico lo tranquilizaba.

Fuera, al otro lado de las ventanas abiertas, los pájaros debían de estar cantando, pero la atención de Gold estaba centrada en un único sonido, que, cuando al fin se produjo, resonó en sus oídos como música celestiaclass="underline" el ruido del motor del taxi que traía a Hildesheimer. Gold se lanzó hacia la puerta principal y miró hacia fuera.

La curva de los dos tramos de escalera que conducían hasta el porche de entrada impedían ver a la persona que ascendía por ellos; de pronto la cabeza calva y redonda del doctor Hildesheimer asomó sobre el escalón superior de la escalinata de la derecha. Resultaba difícil creer que aún no eran más de las nueve y media.