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– Ah, a usted también le interesa. Sepa que no es el único -Linder sonrió y respondió que había cumplido treinta y siete hacía un mes, y que, como no fuera por el dinero, tampoco él comprendía qué estaba haciendo con aquel «carcamal». Pero Dina no se había psicoanalizado con él ni tampoco le había dado pie para hablar del tema en ninguna ocasión. Se había psicoanalizado con el gran hombre en persona, le informó a Michael sin necesidad de que se lo preguntara. Después consultó su reloj y dijo que tenía que irse a recoger a Daniel a la guardería. Ya eran cerca de las doce.

Se levantó, apagó la estufa, recogió las tazas y acompañó a Michael a la puerta. Se le veía cansado y hundido.

Linder estaba tan preocupado por lo que tenía en la cabeza que ni siquiera advirtió que, al atravesar Rehavia de regreso al barrio ruso, Michael dio un rodeo para pasar junto a la casa de Hildesheimer. La Peugeot estaba en su puesto, con las cortinillas echadas; uno de sus hombres estaba junto al capó abierto y otro sentado junto a la ventanilla que daba a la puerta principal de la casa del anciano.

9

Mientras Joe Linder se bajaba del coche la radio comenzó a emitir un sonido crepitante. El jefe lo estaba buscando, quería verlo en su despacho inmediatamente, estaban esperándolo, dónde demonios se había metido, le preguntó una voz familiar desde el Centro de Control.

– No tardo ni un minuto en llegar -respondió Michael mientras aparcaba el coche junto a la iglesia griega ortodoxa, cuya cúpula le llamó la atención por su tono verde apagado. Se le antojó que el verde dorado de la cúpula estaba desvaneciéndose al mismo ritmo que las esperanzas de las familias árabes que aguardaban acuclilladas junto a la tapia que rodeaba la iglesia y junto al viejo edificio de piedra del tribunal.

Subió las escaleras de dos en dos y se dirigió directamente al despacho del comisario jefe, el mayor del edificio. En la pequeña antesala cogió la mano de la secretaria de tal manera que ella pensó que se la iba a besar. Se inclinó y se la besó, aunque no había tenido intención de hacerlo, y le comentó algo sobre su nuevo y atrevido esmalte de uñas. Una parte de él estaba observando burlonamente la escena, que parecía sacada de una película de James Bond. Pero a pesar de su ironía, siempre se preocupaba de estar en buenos términos con las secretarias. Era la niña de los ojos de todas las mujeres del Control. No le hacía falta hacer promesas ni decir mentiras, le bastaba con ser agradable y escuchar lo que le contaban para recordarlo cuando las viera la próxima vez. Las trataba con una actitud bastante paternalista y, a veces, sin saber por qué, le inspiraban pena. No era una actitud calculada (sus pequeñas atenciones surgían espontáneamente) pero, ciertamente, de ella se derivaban algunas ventajas. En aquel momento Gila, la secretaria del comisario jefe, le entregó un gran sobre marrón.

– Eli Bahar te lo ha dejado aquí.

Michael abrió el sobre y sacó de él el informe del laboratorio de patología y una nota de Eli resumiendo lo que le habían explicado en el Instituto de Investigación Criminal.

– Tendrás que esperar un par de minutos. El jefe está hablando por teléfono. Ven, siéntate si quieres -dijo Gila a la vez que retiraba una abultada carpeta archivadora de la silla que había junto a su mesa.

En el informe, Michael encontró todo lo que esperaba encontrar: una fotografía de la difunta sentada en el sillón, un bosquejo que mostraba su posición exacta, un primer plano de la herida, una descripción del ángulo de tiro. Hojeó rápidamente el informe del forense, que situaba la muerte de la doctora entre las siete y las nueve del sábado por la mañana; habían encontrado restos del desayuno en su estómago. Michael detestaba aquellas estimaciones concernientes a la hora de la muerte basadas en el contenido del estómago. Por otra parte, desconfiaba de su precisión. También habían tenido en cuenta la temperatura de la habitación y la postura del cadáver. El informe estaba plagado de términos médicos, que Michael había aprendido a pasar por alto, y de consideraciones sobre la distancia a la que se había efectuado el disparo.

La información adicional, en una hoja aparte, tenía todo el aspecto de haber sido recogida por Eli al dictado de algún empleado del Instituto de Investigación Criminal. No se habían descubierto huellas dactilares claras en el cuerpo de la víctima, pero había huellas de guantes en su mejilla y en su mano. Todo parecía indicar que la víctima ya estaba muerta cuando la colocaron donde había sido encontrada. Había indicios de que el cuerpo había sido arrastrado desde la puerta al sillón, pero no se había descubierto ningún rastro de sangre. En la habitación se había encontrado un hilo azul cerca del cadáver, un hilo que podría haberse caído de una prenda de vestir. Las palabras «estimado», «probable» y «presumible» salpicaban toda la explicación. Desde luego no había forma de saber si el hilo estaba relacionado con el asesinato. Había que tener en cuenta que en el Instituto sólo se hacía limpieza una vez a la semana, los miércoles. En todos los picaportes se habían encontrado numerosas huellas. Todo lo hallado en las habitaciones podía pertenecer a cualquiera.

En la taza con posos de café encontrada en la cocina había restos del lápiz de labios usado por la víctima.

El arma de fuego utilizada se había identificado, aunque todavía sin plena certeza, como perteneciente al doctor Joe Linder. Un examen superficial indicaba que la bala extraída del cuerpo de la víctima era idéntica a la extraída de la pared del hospital Margoa y a las balas que quedaban en la recámara del arma.

Michael entró en el despacho, donde el comisario del subdistrito de Jerusalén, Ariyeh Levy, estaba sentado tras un gran escritorio, examinando las copias del informe y de las fotografías tomadas en el escenario del crimen. Sin decirle nada a Michael, que tomó asiento frente a él, le fue pasando las fotografías una a una. El superior directo de Michael, Emanuel Shorer, director del departamento de Investigación de Jerusalén, entró y se sentó. Michael le entregó el sobre marrón y Shorer comenzó a inspeccionar su contenido.

El superintendente Emanuel Shorer estaba a punto de ser ascendido y se rumoreaba que su ascenso no tardaría más de dos meses en anunciarse. Michael Ohayon era el candidato evidente para ocupar su puesto: eso también estaba en boca de todos en los pasillos del barrio ruso. Ambos se habían entendido bien y se habían cobrado afecto desde el principio. A pesar de la brusquedad de los modales de Shorer y de que no se mordía la lengua al hablar, Michael lo apreciaba y lo admiraba. Cuando Tzilla se quejó de él en cierta ocasión, Michael le dijo: «Bajo su piel de rinoceronte se esconde una gran delicadeza de espíritu; algún día lo descubrirás. Basta con que tengas paciencia».

A él se le había revelado aquella delicadeza hacía ocho años. Ocurrió durante su primera investigación. Un miembro del equipo encabezado por Shorer había caído en la trampa de dar crédito a una coartada falsa, y la consecuencia fue que la investigación se prolongó mucho más de lo que habría sido necesario. Después de tener una larga charla con él, Shorer concluyó diciendo que había momentos en la vida en los que era preferible confiar en el género humano y no dejarse llevar por unos recelos excesivos. Pero había que distinguir las exigencias profesionales de la propia personalidad y, a veces, actuar en contra de los instintos naturales e «investigar con celo redoblado precisamente aquello que nos inspira mayor confianza». Ni siquiera había recriminado a su subordinado. Con mucha paciencia, había descrito los procedimientos lentos, de una lentitud desesperante en ocasiones, que regían el desarrollo adecuado de una investigación criminal satisfactoria. Michael y Shorer habían vivido juntos situaciones muy duras, y habían pasado juntos días enteros y noches en vela. Nunca les habían faltado intereses comunes sobre los que charlar. Desde el principio, Emanuel Shorer lo había tratado con tolerancia paternal, lo que sacaba de quicio a sus compañeros hasta que llegaron a acostumbrarse. A pesar de la mejora profesional que obtendría gracias al ascenso de su superior, la perspectiva de que dejara de ser su jefe apenaba a Michael.